Una inmersión en la realidad bolivariana (I)

El pasado 12 de febrero de 2014, en Caracas se ha dado un paso más en el descenso a los infiernos de ese país tan rico como hermoso. Las protestas de universitarios y ciudadanos reclamando mayor seguridad y un cambio en la dirección en la que el actual gobierno está llevando los designios del país terminaron, con la complicidad o participación de las propias fuerzas de seguridad, en tumultos sangrientos con, al menos tres muertos y más de 60 heridos. Gracias a las redes sociales pueden verse las grabaciones de cómo uno de los manifestantes era asesinado por la espalda por varios sujetos uniformados que, en otra de las grabaciones, resultan perfectamente reconocibles. Sin embargo, con hipócrita descaro las autoridades descalifican estas imágenes y promulgan una orden de detención contra el diputado de la oposición Leopoldo López como presunto autor intelectual de esas muertes sin indicios alguno. Hoy, día de 18 de febrero, López ha anunciado que se presentará ante el Ministerio del Interior para presentar una serie de reclamaciones, entre ellas que se deje de torturar y libere a los ciudadanos detenidos simplemente por manifestarse y protestar. Este mismo día también en Madrid, están convocados en la plaza de Colón a las 18.00 todos aquellos que simpaticen con esta causa.
En perfecta coherencia con esas medidas represivas, el gobierno venezolano ha ordenado la suspensión de las emisiones en Venezuela del único canal de televisión que todavía estaba informando sobre las manifestaciones, dificulta los accesos de los ciudadanos al centro de Caracas suspendiendo sin motivo real el servicio de transporte público en determinadas áreas de la ciudad, pone trabas al tráfico en internet y coarta la labor de los periodistas de los dos únicos periódicos que aún no son oficialistas –El Universal y el Nacional-; al mismo tiempo que sus medios de comunicación social bombardean de manera continua –incluso en los espacios de mero entretenimiento- con consignas y amenazas destinadas a amedrentar a la población para evitar que salga a la calle.
En uno de sus últimos comunicados, un presidente Maduro claramente superado por las circunstancias advertía con una represión aún más sangrienta si la ciudadanía seguía con sus protestas. Sin embargo, en un país acostumbrado a sufrir en un día más muertos por homicidios que los que se producen en Madrid en todo un año esta advertencia ya resulta estéril. Como afirmaba un estudiante en uno de esos vídeos que circulan por las redes sociales: “es preferible que te maten en una manifestación intentando salvar a la Patria, a que te maten el día menos pensado volviendo del trabajo”. Así están las cosas.
Conozco la realidad venezolana de primera mano. Además de numerosas contactos personales, entre diciembre de 2013 y enero de 2014 he pasado casi un mes en aquel país. No ha sido un viaje turístico al uso pero si he tenido ocasión de conocer los Estados Falcón, Carabobo, Miranda y, cómo no, la propia Caracas.
Aparentemente, o al menos su gobierno así lo publicita, Venezuela se encuentra inmersa en un proceso revolucionario que dura ya quince años. Sin embargo, aunque las circunstancias sociales de cómo se ha llegado a esta situación sean sumamente complejas, en el momento actual ese proceso se ha transformado en una mera detentación y disfrute del poder político y económico del país por un grupo relativamente reducido de personas -una especie de oligarquía política- que de manera premeditada busca, en su propio beneficio, fracturar la sociedad en dos bandos de forma ya casi irreversible, apoyándose para ello en un discurso populista y victimista basado en la explotación de emociones negativas, como el resquemor histórico contra la herencia española, el resentimiento social contra la pequeña burguesía –a la que se pretende equiparar con una oligarquía que hace tiempo que se ha llevado sus principales intereses a otros lugares del mundo más seguros- o incluso a un resentimiento étnico contra el hombre blanco, todo ello combinado con falaces invocaciones a la Patria y a una futura sociedad utópica e igualitaria.
Sin embargo, con el tiempo y ante la ausencia del indiscutible liderazgo del Comandante Chávez, los ya residuales aspectos ideológicos del régimen se han difuminado y Nicolás Maduro y Diosdado Cabello solo consiguieron retener el poder manipulando de manera obscena el proceso electoral de abril de 2013. Desde entonces los chavistas –ahora denominados oficialistas- han perdido su legitimidad ante una mayoría de la población y sus consignas ya solo encuentran acogida en una clientela sufragada con la asignación de los recursos públicos arbitrariamente distribuidos mientras que, hasta ahora, ha sido estoicamente soportada por una población harta de ver cada día como la realidad desmiente el discurso mientras es extorsionada con la amenaza constante del uso de la fuerza mediante milicias armadas y  bandas de delincuentes que asolan el país y amedrentan a las clases medias con total impunidad: “el chavismo o el caos ”, es un alegato recurrente en los mensajes oficialistas.
Mientras tanto, la economía y la actividad productiva se desploman; la inseguridad y la insalubridad se disparan; los productos básicos escasean; la inflación explota hasta el 56% anual; la corrupción y los vaivenes gubernamentales han hecho desaparecer toda seguridad jurídica; provocando una diáspora de la intelectualidad y del talento hacia el extranjero.

Vidas paralelas de dos ‘apparatchik’

Con designación de Juan Manuel Moreno como candidato popular a la Presidencia de la Junta de Andalucía, los dos partidos mayoritarios en esta comunidad autónoma han renovado su liderazgo. Más allá de su juventud (Susana Díaz, 39 años, Juan Manuel Moreno, 43), ambos políticos comparten una característica más importante: toda su vida ha girado en torno a la política y su carrera profesional fuera de ella es inexistente.
Díaz comenzó su andadura en la vida pública durante sus estudios universitarios y, con sólo 24 años, fue elegida concejal en Sevilla. Desde entonces ha ocupado ininterrumpidamente cargos electos. Esta dedicación a la política le supuso demorarse en obtener la licenciatura de Derecho (diez años) y le apartó de otra experiencia profesional significativa.
Moreno es aún más peculiar. El jueves pasado, sorprendidos por varias inconsistencias en su currículum, acometimos un pequeño ejercicio detectivesco que nos permitió desmontar un perfil plagado de falsedades, incluyendo tres másteres de los cuáles ninguno era lo que solemos llamar un máster (uno no requiere un título universitario, otro era un «programa» con pocas horas lectivas y el tercero era un premio que resultaba llamarse «máster de oro»). Azuzada por nuestro ejemplo, la prensa encontró luego muchas más lagunas en su currículum.
Pero de nuevo, más allá de lo que un periodista ha llamado su «currículum menguante», el hecho más significativo acerca de Moreno es la ausencia de ninguna experiencia fuera de la política.
Díaz y Moreno son lo que en la antigua Unión Soviética llamaban apparatchiks, los miembros profesionales del aparato. Conocen, como pocos, los entresijos de su partido. Saben con quién hay que hablar en Ronda para conseguir 15 votos. A quién hay que llamar en Marbella para que concedan un permiso a un bar. Y qué cadáveres tiene en el armario el presidente de la diputación provincial de turno. Más aún, saber guardarse sus desacuerdos y trabajar «por el bien del partido». Obedecer y callar.
Todos éstas son capacidades importantes para un apparatchik, pero no son las primeras habilidades que nos vienen a la cabeza como importantes para gobernar la comunidad más poblada de España. La capacidad de liderazgo, la visión de futuro, la comprensión de los desafíos de la globalización y los retos de España, la soltura con los idiomas (en especial el inglés) y el haber demostrado la excelencia en algo que no sea la política parece mucho más importante. ¿Qué hay en los currículos de Díaz o de Moreno que nos haga confiar en que tienen estas habilidades? Nada.
¿A qué se debe este estado de cosas? ¿Cómo es posible que, salvo sorpresa inesperada, las próximas elecciones andaluzas las vaya a ganar un apparatchik cuya experiencia vital consiste en mostrar la paciencia y obediencia necesaria para ascender en la jerarquía del partido?
La respuesta, por sencilla no es menos descorazonadora. Los partidos españoles son estructuras jerárquicas y centralizadas, cerradas frente a la sociedad y cuyas burocracias se concentran, antes que en nada, en el mantenimiento de unas rentas que pagamos todos los demás españoles. Gracias al control con mano de hierro de las listas electorales desde el centro del partido, a una ley electoral que limita la competencia por los escaños y a la ausencia de mecanismos efectivos de fiscalización desde la judicatura, los medios de comunicación y la sociedad civil, estas jerarquías lo dominan todo.
Muchas son las consecuencias preocupantes de esta situación. La falta de democracia interna lleva a una peligrosa ausencia de rendición de cuentas. El jefe hace lo que quiera y no se confunde. Para eso es el jefe. El que se mueve, no sale en la foto, ¿recuerdan?
Pero quizás la más insidiosa de las consecuencias sólo empieza a estar clara con la llegada de esta nueva generación de políticos. Durante las primeras décadas de nuestra democracia, los partidos contaban con muchos dirigentes que, forzados por la dictadura, habían hecho otras cosas y habían entrado en política ya con experiencia. La nueva generación, en comparación, ha entendido los incentivos que el sistema les ofrece. Muchos jóvenes con muy legítimas ambiciones políticas han observado lo que hacen sus mayores y han llegado a una conclusión clara. ¿Qué hay que saber para llegar a ser presidente de Andalucía? Más que nada, que la formación no importa. ¿Para qué esforzase en la Universidad? ¿Para que ir afuera a aprender? ¿Para qué ganar experiencia profesional? Entre leer el libro de Historia de la globalización para entender por qué España tiene un problema muy grave de competitividad en el medio plazo e ir a la enésima reunión de las juventudes del partido a hablar de nada, mejor dejar el libro e ir corriendo a la sede local.
Cuando hemos criticado duramente los magros logros académicos de Díaz y Moreno no es por esnobismo. Jamás hubiésemos criticado por ausencia de estudios a los históricos líderes del movimiento sindical europeo de décadas pasadas. Criados en sociedades profundamente desiguales, los dirigentes sindicales de antaño suplieron con inteligencia, sacrificio y honestidad la imposibilidad de estudiar que las estructuras reinantes les habían impuesto. Si criticamos a Díaz, Moreno y muchos otros es porque tuvieron la oportunidad de formarse y, en vez de aprovecharla, prefirieron dedicarse en cuerpo y alma a jugar el juego. Pudieron y no quisieron.
EL IMPACTO para Andalucía y para España es terrible. Muchos nos llaman alarmistas, pero creemos firmemente que al final del camino por el que estamos avanzando aparece Argentina. Un país donde los dirigentes no se preocupan por aprender, donde no hay ninguna razón para considerar los méritos objetivos de las decisiones, donde la política económica mezcla a partes iguales populismo y extracción de rentas y donde la seguridad jurídica, como ya se ha dicho, es «un lujo que no nos podemos permitir». El resultado: pobreza.
Los españoles debemos exigir que cambien las cosas. La conciencia de que nuestro sistema actual de partidos tiene que cambiar está creciendo pero aún no es unánime. A nosotros mismos nos llevó tiempo llegar a esa conclusión. Al principio de esta crisis confiábamos mucho más en nuestros políticos. Cinco años después nos queda poca esperanza de que sea posible reconducir nuestro país con políticos del perfil de Díaz o Moreno.
Y en esta tarea colectiva de cambiar nuestros partidos políticos, el papel de la prensa es crucial. La investigación que nosotros hicimos el miércoles por la noche nos llevó dos horas. Cualquiera podría haberla hecho, pero demasiados periodistas se limitaron a copiar la elogiosa nota de prensa del propio PP y a alabar los «numerosos másteres» de Moreno. Pero también es fundamental la labor de la sociedad civil, que demasiado a menudo, tras la protesta fácil de un tuit, no se moviliza. Entre todos debemos impedir que mentir sobre un currículum quede impune. Entre todos debemos preguntar a los candidatos a qué se dedicaron durante sus años de juventud. Entre todos debemos exigir explicaciones a los actos arbitrarios de nuestros gobernantes. Andalucía y España se lo merecen.