El curioso “síndrome de Robin Hood” que afecta a algunos juristas

Tengo que advertir a muchos de mis amables lectores que, con toda seguridad, el presente post no les va a resultar políticamente correcto, pese a lo cual he sentido una necesidad perentoria -casi fisiológica- de escribirlo tras más de veinte años de dedicación profesional al Derecho y unos pocos menos de observación de ciertos fenómenos anormales y casi  “paranormales” en torno al mismo.

He comentado ya varias veces en mis escritos que, en mi opinión, la salida de la dura crisis que nos afecta, que no es tanto una crisis puramente económica como de sistema y de valores, no depende exclusivamente de los demás, ni de los grandes gurús de la economía o de la política, ni siquiera de las grandes instituciones europeas o mundiales, sino de que –pura y simplemente- cada uno de nosotros hagamos un poquito mejor nuestro propio trabajo diario. Pero ello, como vamos a ver, y especialmente en España, no a todo el mundo le resulta fácil ni demasiado estimulante.

Llamo “síndrome de Robin Hood”, sin ninguna pretensión científica y en terminología más bien jocosa y acotada al ejercicio del Derecho, a aquella especie de “patología” que afecta a algunos juristas investidos de cierto “poder” oficial o público (jueces, fiscales, notarios, registradores, inspectores tributarios y otros altos funcionarios) quienes, en un momento determinado –que suele coincidir con tiempos de crisis o de crispación social- no se conforman con el desempeño normal de su profesión por los monótonos y ordinarios cauces legalmente establecidos y deciden convertirse, casi siempre con abundantes medios de comunicación por testigos, en  “paladines” de la agobiada ciudadanía, traspasando notablemente los poderes y la función que el “imperium” del Estado ha puesto en sus no siempre sensatas manos. No me parece un buen pretexto para tal actitud el ya manido recurso a la “sensibilidad social” de la que, aunque algunos pretendan tener la exclusiva, la gran mayoría de profesionales jurídicos no andamos faltos, especialmente en momentos duros. Recordemos que el artículo 3.1 del vigente Código Civil establece que las normas se interpretarán según la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas. Pero el buen jurista debe saber siempre dónde está el límite, de forma que la “sensibilidad” del funcionario de turno no puede servir como excusa o cajón de sastre para dinamitar la seguridad jurídica de un Estado moderno con decisiones populistas, caprichosas, ideológicas o directamente estrafalarias.

Casualmente, esta “patología” suele ir asociada a personas con un carácter especial, no excesivamente estudiosas ni muy dotadas técnicamente, a quienes el normal y rutinario ejercicio de su profesión, lejos de gratificarles, les resulta -tras unos años de insulso anonimato- bastante agobiante y aburrido, y que deciden saltar a la notoriedad pública para ganar un protagonismo que, con el dominio del Derecho que suelen demostrar en sus escritos y actuaciones, difícilmente les estaría reservado.

Sin personalizar demasiado, pero dando algunos ejemplos que a todos ustedes les resultarán familiares, en los últimos tiempos hemos conocido ciertos casos de jueces a los que el desempeño ordinario de su profesión -juzgando de conformidad con lo que regulan las leyes vigentes y haciendo ejecutar lo juzgado, tal como prevé el artículo 117.3 de nuestra Constitución- no les resulta suficiente, y se convierten con estrépito y notoriedad en justicieros o pseudolegisladores, creando a conveniencia sus propias normas, o dejando de aplicar aquellas normas vigentes que no les parecen bien en un momento determinado. Así hemos visto publicados en los medios de comunicación interrogatorios completos con preguntas sugestivas, capciosas o impertinentes, prohibidas expresamente por la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal (en sus artículos 389, 439 y 709), según ha explicado con su claridad habitual el abogado penalista José María de Pablo en su blog (www.josemariadepablo.com; “La declaración de la Infanta y las preguntas prohibidas”). También sentencias realmente sorprendentes, dictadas exclusivamente sobre el criterio de la peculiar percepción del juzgador –y por tanto absolutamente subjetiva- sobre lo que debe ser la justicia del caso concreto, pero que se apartan estrepitosamente de lo que debe hacer un juez: aplicar con mesura y buen criterio al caso concreto la ley vigente, le guste o no, pues cambiarla o mejorarla es sólo competencia del legislador.

Pues bien, el presente blog está bien surtido de ejemplos, excelentemente comentados la mayoría de ellos, de juzgadores que, en momentos de tribulación social, deciden hacer “su” propia justicia declarando nulos determinados contratos, especialmente los bancarios, por razones no siempre claras, o inválidas unas donaciones hechas con un apoderamiento general, o inconstitucional un procedimiento ejecutivo legalmente establecido y pactado por las partes en escritura pública como el extrajudicial de hipotecas ante notario. Y todo ello casi siempre mirando al tendido y sin preocuparse de las tremendas consecuencias que supone para la seguridad jurídica del país.

Hemos conocido también casos de destacados funcionarios de la justicia que interactúan continuamente con los medios de comunicación, y que van dosificando sus acusaciones o resoluciones a la medida que requieren los intereses políticos, mediáticos u otros menos confesables del momento, generando culebrones públicos de una dimensión estratosférica que se diluyen como azucarillos cuando, años después, órganos superiores y más alejados del circo mediático analizan con detalle tales sumarios, por lo general pésimamente acusados o instruidos. Para alguno de ellos, condenado por prevaricación tras muchos años y causas acumulando enormes méritos, ya andan sus fans pidiendo el indulto, que espero por el bien de nuestra maltrecha Justicia nunca le sea concedido.

También ciertos inspectores de nuestra administración tributaria han saltado a la palestra por elaborar curiosos informes “ad hoc”, en los que se utilizan para casos idénticos determinados criterios interpretativos o justo los contrarios, rindiendo merecido tributo –nunca mejor dicho- a los principios del memorable Groucho Marx, según quien sea el feliz o infeliz destinatario de los mismos. Y no sólo en el regio asunto en que todos ustedes están pensando se ha dado esta situación, sino también en bastantes otros que han trascendido por una razón o por otra a los medios de comunicación en los últimos años, alguno de los cuales he podido conocer en profundidad. A algunos de estos casos les podríamos denominar, siendo justos y siguiendo el símil jocoso, como “Robin Hood a la inversa”.

Del síndrome del famoso arquero del bosque de Sherwood tampoco nos salvamos los notarios y los registradores de la propiedad. Algunos compañeros, no siempre demasiado ejemplares, han querido mostrarse en los últimos tiempos ante la opinión pública como defensores o garantes de no se sabe bien qué derechos de nuestros clientes o de los consumidores, traspasando notoriamente los límites que exige el ejercicio prudente y recto del asesoramiento y la intervención notarial, que legalmente es -y debe seguir siendo- lo que es. Así hemos podido leer publicadas en los medios de comunicación declaraciones extemporáneas de algunos fedatarios contra la banca en general, o contra el Ministerio de Justicia, o los propios órganos o las cúpulas corporativas, achacándoles oscuros intereses económicos o de poder nunca bien explicados pero que siempre hacen “quedar bien”, y de paso darse cierta publicidad, a quien los insinúa.

Reconozco que este post, debido a la propia mecánica del blog y a su dimensión natural, resulta tal vez un poco demasiado esquemático y generalizador, siendo imposible un análisis exhaustivo de los ejemplos citados, que ya se ha realizado en muchas otras brillantes entradas aquí publicadas. Pero mi mensaje es sólo uno y bien fácil de entender. Hagamos algo mejor nuestro oscuro trabajo de cada día, contentémonos con ello y así ganaremos todos. Dejemos de lado gestos toreros, postureo mediático o búsqueda del aplauso o la notoriedad facilona pero estéril. En un país convertido en los últimos tiempos en un enorme plató televisivo, hay profesionales del Derecho que no se resignan a trabajar digna y honestamente en el anonimato de sus despachos, ni se conforman con -seguramente no saben- buscar con un discreto buen hacer la excelencia profesional. Esa que resulta tan necesaria para la seguridad jurídica, elemento imprescindible para la regeneración de nuestro maltrecho Estado de Derecho, al que algunos le siguen poniendo cada día palos en las ruedas.

Por favor señores, aunque a muchos no se lo parezca, en España se puede -y yo diría que se debe- vivir sin ser famoso.