A la caza del socio negador

El RD Ley 4/2014 de 7 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes en materia de refinanciación y reestructuración de deuda empresarial, ha supuesto una reforma de calado (y van…) en nuestra normativa concursal, afectando hasta a doce artículos de la Ley 22/2003 Ley Concursal, y a su Disposición Adicional Cuarta.
Obviamente, excedería con mucho el objetivo y alcance de esta colaboración el tratar de exponer, siquiera someramente, el alcance y contenido general de esta reforma, respecto a la que sí puede adelantarse siquiera como diagnóstico previo, dos ideas: Por un lado que incide -ya desde su Exposición de Motivos- en la línea argumental de caracterizar el concurso como un verdadero “estigma” que ha de evitarse a toda costa (de “peligro” lo califica el RD Ley); y, por otro, que en el conjunto de su regulación no resulta posible detectar extremo alguno que pudiera resultar mínimamente perjudicial para el sector bancario y “allegados”, o para la privilegiada posición detentada ‑también en sede pre o paraconcursal- por la Administración Pública (y aquí que cada cual aporte el grado de ironía que estime pertinente o saludable).
Como digo, no hay en esta ocasión posibilidad de detenerse en el análisis de diversos aspectos que avalan lo anterior, como: la suspensión de ejecuciones durante el período de negociación previo al concurso (no extensible al crédito público, y que por otra parte ya las entidades financieras venían abordando en la práctica mediante los llamados pactos de “stand still”); la sustitución del concepto de “bien afecto” por el más restrictivo de “bien necesario”; la demolición del principio de relatividad de los contratos, en base a la imposición extensible de unas condiciones acordadas por una mera mayoría simple; la supuesta “sustitución” del informe del experto independiente por una certificación del auditor meramente alusiva a la concurrencia del quorum de pasivo requerido; la exclusión iuris tantum de la posibilidad de considerar a la entidad prestataria como administrador de hecho (y por tanto susceptible de verse afectada por la calificación culpable del concurso), con independencia del número e intensidad de los “covenants” asociados a la operación de financiación; la extensión (temporal, por dos años) de la consideración de crédito contra la masa al 100% de nuevos ingresos de tesorería que hayan sido concedidos en el marco de un acuerdo de refinanciación ….etc. etc. Y todo ello en pro de los heréticamente sacrosantos acuerdos de refinanciación protagonizados –cuando no, directamente auspiciados- por las entidades financieras. A buen entendedor…
No obstante, sí quisiera hacer hincapié –aunque no sea desde un enfoque propiamente técnico- en un concreto punto de la reforma que, en mi opinión, supone la quiebra frontal de un principio ínsito hasta ahora a nuestro Derecho de Sociedades –llegando a encabezar el articulado de la principal norma en la materia, la LSC- y que no es otro que la ausencia de responsabilidad personal de los socios por las deudas sociales de las sociedades de capital, principio general operante salvo tipos societarios específicos y supuestos “patológicos” (unipersonalidad sobrevenida no publicitada).
Sorprende, por tanto que el legislador considere este concreto aspecto de la reforma como algo de tan escaso calado, que ni siquiera sea merecedor de una simple mención dentro de la Exposición de Motivos, aun cuando fuera a título meramente explicativo de su génesis y finalidad, y aun situándolo al margen del autocomplaciente relato de “logros” o elevados objetivos que con la norma se dicen alcanzar.
Sea como fuere, lo cierto es que se añade una presunción de dolo o culpa grave para la calificación del concurso, que puede llegar a afectar a los propios socios de la sociedad concursada hasta el punto de obligarles a responder de la totalidad del déficit concursal. Y ¿cuál es ese motivo que implica presumir el dolo o culpa grave con tan gravísimas consecuencias?. Pues haberse negado “sin causa razonable” a admitir una capitalización de créditos o una emisión de valores o instrumentos convertibles, “instigada” por las entidades financieras acreedoras de la sociedad como vehículo de refinanciación.
Acompañando a esta idea central, la norma introduce luego una serie de aclaraciones y matizaciones (algunas “de ida y vuelta”, como el derecho de adquisición preferente en favor de los socios, que luego sin embargo puede excluirse en favor del propio grupo societario de la entidad financiera) en las que no me resulta posible ahora detenerme, pero entiendo que lo esencial en estos momentos es poner de manifiesto que, por muchas matizaciones que luego se señalen, lo cierto e irrefutable es que puede darse el siguiente caso:
Uno o varios socios de la sociedad con problemas de solvencia consideran que esa capitalización promovida por sus bancos acreedores como condicionante de un acuerdo de refinanciación –y que de modo tan trascendente incide en su sociedad-, no resulta conveniente para el interés social, e incluso tienen en apoyo de su postura un informe emitido por experto independiente calificándola como no razonable, lo que les lleva a votar en contra de la misma. Pues bien, si esa legitima decisión de los socios motiva que el acuerdo de refinanciación así propuesto se frustre, éstos pueden verse condenados en el posterior concurso a responder personalmente de aquellas deudas que la sociedad no pueda llegar a satisfacer en el procedimiento concursal.
Con independencia, pues, de las matizaciones (algunas en un lenguaje tan arcano, que su dificultad de comprensión no puede descartarse que sea intencionada) lo cierto es que la responsabilidad concursal del socio introducida por esta reforma, sí tiene la relevancia que el legislador desconoce o ha pretendido ignorar, y supone un cambio radical en lo que históricamente ha venido siendo quizás la nota más característica de la participación de las personas físicas en el seno de las sociedades de capital.