¿Conoce el regulador el sentido último de sus propias instituciones?

Uno de los fenómenos más reveladores de la deficiente preparación de nuestras élites dirigentes es la ligereza con la que toman decisiones completamente contradictorias con el sentido último de nuestras instituciones fundamentales. El defecto es imputable tanto al legislador como a nuestros Tribunales Superiores (Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional), pues no cabe desconocer que su jurisprudencia está llamada a desempeñar una función de regulación general innegable. He tenido oportunidad de tratar este tema recientemente en dos columnas referidas específicamente a cuestiones de Derecho Privado, una publicada en Expansión (aquí) y otra en la revista El Notario (aquí), pero el fenómeno es completamente general, y me gustaría tratarlo un poco más extensamente en este post.
Pienso que una de sus posibles explicaciones está relacionada con la falta de una adecuada formación en el campo del análisis económico de las instituciones. En un mundo en el que el impacto social de unas buenas instituciones ha sido resaltado hasta la saciedad, ese déficit resulta grave, especialmente cuando afecta a los que toman las decisiones en el vértice de la pirámide. Probablemente esta materia tendría que enseñarse en el bachillerato, pero, desde luego, nadie debería terminar la carrera de Derecho sin una sólida formación al respecto.
Cuando el regulador pretende resolver un problema puntual -ya sea de índole particular a través de una sentencia, o de carácter más general por medio de una norma- es imprescindible que proceda previamente a valorar su impacto en el conjunto del sistema, no sea que buscando hacer justicia (o “política”) en un caso se termine generando más injusticia en otros. No se trata en absoluto de subordinar todo a la eficiencia económica, sino más bien de comprender que el verdadero sentido de la justicia está íntimamente ligado a la seguridad jurídica y al armónico funcionamiento de las instituciones. En un mundo tan interconectado como el actual, “dar a cada uno lo suyo” según la clásica definición romana de la justicia, exige una previa reflexión técnica que debe ir más allá de la mera intuición. No es que ésta no sea importante, es que no es suficiente.
Este es un problema que nuestro país arrastra desde antiguo y en el que apenas se ha mejorado nada, más bien creo que se ha empeorado, y que tiene cierta relación con lo que denunciaba Álvaro el otro día (aquí). En una famosa conferencia pronunciada en Madrid en 1948, que parece dictada después de leer el nombre de nuestro blog, un insigne profesor señalaba lo siguiente:
Hoy ya nadie tiene derecho porque no hay Derecho, pues es no haberlo que, por puro azar, queden como islas flotantes tal y cual institución de Derecho privado que, rota la arquitectura integral del sistema jurídico, se degradan hasta ser meros e insustanciales reglamentos. De nada sirve que siga funcionando la parte del Código Civil que prescribe sobre la propiedad si nadie sabe hoy lo que mañana va a ser su propiedad”.
Y para explicar la razón de esta deriva, comparaba nuestra obsesiva preocupación por eso que llamamos “justicia” con las que inquietaban a los romanos: “quizás no ha habido ninguno al quien menos preocupase eso que vaga e irresponsablemente nosotros llamamos justicia. Por lo mismo que sabía muy bien, bajo la iluminación de una sorprendente intuición, que no hay dentro de lo humano ninguna forma de conducta que pueda considerarse, de modo último y absoluto, como superior a las demás y a la que, por tanto, todas las demás tengan que supeditarse y hasta anularse; como sabía que no hay, por ejemplo, ni puede haber nada que sea absolutamente eso que nosotros llamamos hoy justicia y que mañana nos parecerá injusticia”.
La aspiración del Derecho romano es englobar bajo la figura de una institución jurídica un compromiso, un acuerdo social, y luego dotarle de una estabilidad con vocación de inmutabilidad. Por eso “el romano reforma su Derecho a regañadientes, lentamente, gota a gota y nunca destruye el torso estructural de sus instituciones, de suerte que justamente en su modo de reformar el Derecho es donde mejor se manifiesta la conciencia romana de que el Derecho es por sí mismo lo irreformable.” Y terminaba afirmando: “Con la idea romana y la inglesa contrasta la actitud ante el Derecho de los pueblos europeos continentales desde hace dos siglos”.
¿Saben quién era ese insigne jurista? Hagan el intento, pero creo que no lo van a adivinar.[1]
Hoy seguimos obsesionados con una visión de la “justicia” todavía más adulterada que aquella. Porque en la política está mezclada con la demagogia y con el interés electoral a corto plazo, y en la jurisprudencia de nuestros tribunales superiores con la arbitrariedad propia de la justicia del Cadí. A nadie le preocupa lo más mínimo la congruencia de sus decisiones con el sistema y los riesgos sociales derivados de la incertidumbre. De ahí que las reformas se sucedan con una vorágine desatada, sin criterio alguno ni análisis sobre su repercusión y costes; que las secciones de una misma sala puedan dictar sentencias contradictorias sobre asuntos idénticos y que la jurisprudencia se contradiga constantemente a sí misma. No es de extrañar que los tribunales inferiores apenas la respeten.
Pero ya no es sólo una cuestión de incertidumbre. El problema más grave es, como denunciaba al principio, de desconocimiento del sentido de determinadas instituciones; en definitiva, del sentido de ese pacto o acuerdo social al que dan forma, ya sea un pacto decantado por el tiempo o creado por una razón común y reflexiva. En las columnas que mencioné al principio se citan algunos ejemplos relacionados con el documento público (producto sofisticado, sin duda, pero no incognoscible) pero para que no se me tache de rancio corporativismo añado otro sobre el mismo tema: choca también la resistencia de nuestros jueces a sancionar a notarios por conductas impropias cuando –afirman- “no ha habido perjuicio para nadie”. Tal cosa implica ignorar completamente el daño que tales conductas provocan al tráfico en su conjunto, pero para ser consciente de ello es necesario comprender antes, entre otras cosas, el valor económico de la reputación (aquí).
No se confundan, no soy un converso del análisis económico del Derecho. De hecho, escribí hace unos años un artículo apuntando sus limitaciones a la hora de resolver problemas jurídicos (aquí). Pero una cosa es confundir la Justicia con la eficiencia entendida en un sentido estrecho, y otra distinta despreciarla como si no aportase nada a la propia comprensión de la Justicia.
Si, como demandaba Ortega, queremos que la Justicia tenga un mínimo sentido técnico para el jurista y no sea algo “vago e irresponsable”, es necesario mucho más rigor y estudio, y para eso el análisis económico aporta una metodología y unos resultados extraordinariamente valiosos. Al final, seguramente, no llegaremos a conclusiones muy diferentes de las que alcanzaron los romanos combinando sólo intuición y dialéctica griega, pero en un mundo infinitamente más complejo en el que esos pactos sociales resultan mucho más difíciles de conseguir y, sin embargo, extraordinariamente fáciles de liquidar.
 



[1] José Ortega y Gasset, Una interpretación de la historia universal, lección XII (los subrayados son míos).  Gracias JJ por la referencia.