Ideas para una reforma constitucional de la Corona

 
El 59% de los ciudadanos (aquí) y el 81 % de los políticos (aquí) son partidarios de reformar la Constitución, porcentajes que nunca antes se habían alcanzado en sus 35 años de vida. La cuestión llegó a figurar en el programa del partido ganador de las elecciones del 2004 y fue objeto de un brillante dictamen del Consejo de Estado de 2006, avalándola y planteando alternativas legales. Sin embargo, los únicos dos retoques realizados hasta ahora han venido impuestos desde fuera: exigencias jurídicas del Tratado de Maastrich en la de 1992, y exigencias políticas alemanas de control presupuestario en la del art. 135 del 2011. No hay precedentes de iniciativas internas para modificar la ley principal.
Especialistas y opinión pública coinciden en señalar las dos cuestiones más necesitadas de urgente reforma: modelo territorial y forma de Estado. Lo primero no parece que pueda abordarse en este momento pues las posiciones de partida nunca han estado más distantes. La encuesta antes citada refleja que sólo el 13% es partidario de mantener el actual sistema, frente a una mayoría del 45% partidaria de la recentralización y un 35% que prefiere mayores competencias para las autonomías. Sólo habría consenso en cuanto a la necesidad de cambios, pero las dos posiciones polares implican usar el mecanismo de reforma de la Constitución para destruirla. La iniciativa exige un acuerdo básico de los dos grandes partidos, pero el federalismo oportunista de unos y la indefinición neocentralista de otros hace improbable, hasta que los hechos obliguen, ninguna iniciativa conjunta.
En contraste, la revisión del estatuto constitucional de la monarquía no se puede aplazar más.  Es innegable el desgaste de legitimidad y autoridad moral. Que corra turno la dinastía no parece solución: ninguna campaña de imagen restablecería en el sucesor la credibilidad perdida en el período anterior. El siguiente turno estaría infectado de interinidad, pues todos los actos se escrutarían de manera hipercrítica, esperando que se cometieran los mismos errores del pasado y encontrar en ello confirmación de las opiniones partidarias del cambio de sistema. El Estado – y la situación- no pueden permitirse la inestabilidad derivada de someter a su jefatura a algo así como una última oportunidad, y su titular no podría soportar ni en lo privado ni en lo institucional semejante presión.  Y, mientras tanto, la biología apremia….
Las razones que llevaron al constituyente del78 apreferir un sistema parlamentario sobre otro presidencialista siguen vigentes. Dentro de aquél, la monarquía actual puede convenir a los intereses generales.  Razones: La erosión que ha padecido la Corona tiene más que ver con conductas personales que con disfunciones de la institución; algunos episodios se han podido vincular en la percepción social con el clima de corrupción y golfeo común a toda la vida pública, pero las obligaciones del cargo no han dejado de cumplirse más o menos dentro de parámetros de responsabilidad institucional. Los argumentos ontológicos contra la monarquía han envejecido mal: la visión mítica de la república como instrumento revolucionario y expresión auténtica de la soberanía popular, y el que el monarca sea el último cargo público en activo designado por el anterior régimen pueden seguir excitando conciencias, pero no parece que tengan hoy una ideología de respaldo que justifique reabrir el debate de la forma de Estado al coste de una quiebra institucional. La fobia contra esta dinastía como responsable de supuestos agravios históricos territoriales es deseable que se desactive al mismo ritmo que las pulsiones separatistas
Y entonces, ¿qué?, y sobre todo, ¿cómo y cuándo?
Para que esta monarquía pueda volver a prestar un servicio a la sociedad que la acogió hace 35 años, quizá deba recargar su bagaje de legitimidad social. Para eso no basta con adaptar el régimen de su sucesión al principio de igualdad; haría falta algo más. Como novelar es gratis y en este blog le dan cabida, nos podemos imaginar lo siguiente.
Primero. Por vía de reforma constitucional, parte de las actuales funciones arbitrales y de moderación dela Corona podrían ser asumidas o controladas por otra institución, reservando a la jefatura del Estado las simbólicas y de representación institucional (arts. 56.2, 63…) . Las primeras le fueron atribuidas a la Corona en el proceso constituyente por influencia de sistemas republicanos, como la Ley Fundamental de Bonn de 1949, o abiertamente presidencialistas como la Constitución Francesa de 1958, y no tienen paralelo exacto en las otras monarquías parlamentarias. Implican en las acciones, y quizá más en las omisiones, un cierto grado de responsabilidad política, y es respecto a ellas donde la desconfianza o el desgaste reciente pueden ser más acusados.
Para ello cabría rescatar de la Ley de Reforma Política de 1977 la figura del Presidente de las Cortes, distinto del de cada una de las dos cámaras, y que procede del art 74 de la Constitución republicana de 1931, que sin embargo era unicameral. Concurre una situación histórica parecida a la de la transición: la jefatura del Estado padece un déficit de legitimidad que aconseja incrustar una instancia entre ella y los tres poderes que emanan de la soberanía popular.  En la presidencia de las cortes (con ese o con otro nombre, p. ej “Presidente del Estado”) recaerían parte de las funciones propias de los presidentes de las repúblicas parlamentarias, como Italia. Entre estas atribuciones estarían las más visualmente políticas y las netamente parlamentarias del art. 62 b, c, d y e CE. Es decir, la disolución de las cámaras y la convocatoria de elecciones y referenda con arreglo al actual sistema, proponer al Congreso el Presidente del Gobierno, previas las deliberaciones con los representantes de los grupos electos, y la de nombrar y separar a los miembros del Gobierno a propuesta de su Presidente. Podría tener, entre otras, facultades institucionales en el ámbito del poder judicial, como el nombramiento del presidente del Tribunal Supremo y del Fiscal General del Estado (igual que el Presidente en el art. 97 CE 1931) y la facultad de indulto (art. 102.2 CE 1931). En función del calado neorrepublicano que se quisiera imprimir a la reforma se articularían el mecanismo (sufragio universal o, mejor, colegio de compromisarios…) y el plazo de nombramiento (superior o coincidente con el de las Cortes…).
Segundo. El Estatuto jurídico privado de la familia y casa real se regularía, en paralelo a lo anterior, mediante una ley orgánica, de la que existe redactado borrador. Se confirmaría la financiación de la casa mediante partida presupuestaria de libre distribución, se daría respaldo legal a la titularidad personal de patrimonio y de los ingresos resultantes de su explotación, la sujeción al pago de impuestos de lo anterior y un discreto régimen especial de fiscalización parlamentaria del mismo. Se determinaría la extensión de las obligaciones de trasparencia de la institución, el ámbito personal del aforamiento de la familia, y los privilegios de derecho civil y procesales que se consideraran de interés público. Aparte, el monarca conservaría, además de la jefatura del Estado, el titulo de rey y los restantes de la legitimidad histórica, la jefatura de la nobleza y grandeza de España y la facultad de conceder títulos nuevos.
No se trataría de un nuevo proceso constituyente, sino de un ejercicio de gatopardismo para cerrar la transición de una vez en este tema y hacer útil a la institución monárquica para el futuro bajo el eslogan de su “actualización”. Para quien quisiera verlo así, España parecería una monarquía hacia fuera y una república hacia dentro.
¿Cómo?
Por si sola, la supresión de la ley semisálica que recoge el art 57.1 CE ni exige ni aconseja una reforma constitucional. En el título I y en su capítulo de los derechos y libertades fundamentales se encuentra el art. 14, que proclama la igualdad por razón de sexo. Por tanto, en cualquier hipótesis de posible aplicación del criterio sálico, podría provocarse una declaración institucional dela Corona, por sí o en sesión parlamentaria conjunta del art 74,1 CE, proclamando a la primogénita del actual príncipe como heredera de los derechos dinásticos. La declaración sería sometida al control del Tribunal Constitucional, y hay pocas dudas de que este órgano emitiría una resolución “interpretativa” (del tipo dela STC 108/86 sobre la elección parlamentaria de los miembros del CGPJ, o la 198/2012 del sobre matrimonio homosexual) reconociendo la prevalencia de la norma garantista sobre la reguladora de la sucesión al trono. Ésta quedaría así en letra muerta sin necesidad de derogación formal y sin tener que afrontar el delicado tema de su retroactividad.
Frente a eso, las dos modificaciones antes apuntadas exigirían sin remedio acudir al mecanismo de la reforma constitucional. El art. 168 CE recoge el procedimiento agravado para la reforma total y las parciales de mayor trascendencia, entre las que está entero el Titulo II, que regula la Corona. El mecanismo es de una rigidez extrema, pues exige aprobación de la iniciativa por 2/3 de las dos cámaras, disolución de las cortes y celebración de elecciones generales, aprobación de la reforma por 2/3 de cada una de las nuevas cámaras y aprobación en referéndum.  Someter a consulta popular una reforma que afecte exclusivamente al Título II es indeseable, pues equivaldría a un plebiscito sobre la monarquía. Una elevada abstención o una aprobación ajustada escenificarían el rechazo o el desapego de parte de la población a la institución o a la familia que la encarna, lo que se traduciría en una pérdida de legitimidad más grave que la que se pretende remediar.
Ninguna alternativa es buena. Salvo la relativa al modelo territorial, es dudoso que el resto de las reformas constitucionales pendientes (régimen electoral, sistema de partidos, elevación al rango de fundamentales de determinados derechos sociales, referencia al derecho europeo, etc) tuviera tirón plebiscitario suficiente como para disolver en una reforma más amplia las preferencias de los ciudadanos sobre la monarquía.  Mayor rechazo inspira la opción por una reforma encubierta. Se trataría de regular la figura del Presidente de las Cortes y el estatuto de la familia real por medio de sendas leyes orgánicas, forzando la  interpretación de su ámbito de aplicación recogido en el art. 81 CE, y rediseñando con ello indirectamente parte de las funciones constitucionales del monarca. Pero el conflicto con el artículo art. 62 llegaría en un momento o en otro al Tribunal Constitucional, lo que en sí mismo y cualquiera que fuese la resolución, crearía una apariencia de enjuague totalmente contradictoria con la finalidad de regeneración que se pretende.
Se ha planteado facilitar la reforma del Título II, incluso sólo a los efectos de derogar la discriminación sálica, acudiendo al otro mecanismo de reforma constitucional, el procedimiento simplificado del art 167. Exige apoyo de 3/5 en las dos cámaras, y a falta de él, mayoría absoluta en el Senado y 2/3 del Congreso sobre la propuesta de una comisión interparlamentaria. Solo necesitaría aprobación en referéndum si lo pide un 10 % de diputados o senadores en el breve plazo de 15 días.  Para ello se ha propuesto recuperar un mecanismo cercano al fraude que procede de la tradición histórica: reformar el precepto que regula la reforma. O sea, usar el mecanismo simplificado del art. 167 para reformar el art. 168, que regula el procedimiento agravado, puesto que éste no está protegido en cuanto a su propia reforma por la misma rigidez que él establece para la reforma total o la de otros preceptos concretos.
Facilitar la reforma dela Carta Magna con carácter general no parece adecuado en estos momentos. Reservar al ámbito parlamentario el mecanismo de reforma, escamoteando la consulta ciudadana, puede resultar peligroso con referencia al principal factor de desestabilización que amenaza la norma vigente: la tensión territorial.  Resulta más prudente una solución intermedia: reformar el art. 168 utilizando el mecanismo parlamentario del 167, pero exclusivamente para excluir de su ámbito el Título II.  O sea, la alternativa monarquía-república equivaldría a una reforma constitucional total y exigiría tramitarse por el mecanismo reforzado del 168 con inevitable referéndum; el resto de las reformas del Titulo dela Corona, incluyendo la que entonces se emprendiera, podrían abordarse por el mecanismo simplificado del 167, que en caso de mayoría parlamentaria aplastante (90%) podría excluir el referéndum.
La hoja de ruta podría ser parecida a lo siguiente.(En presente de indicativo desde aquí). La iniciativa de la reforma parte dela Casa Real y es conjunta cómo mínimo de los dos grupos políticos mayoritarios (el Reglamento del Congreso exige dos grupos o 70 diputados). Se lleva a las Cámaras pocos meses antes de las siguientes elecciones generales para simultanear éstas con el posible referéndum, por si no hubiera más remedio que celebrarlo. La propuesta se tramita íntegramente al amparo del art 167, incluyendo de modo unitario la reforma limitada del art 168 que hemos apuntado y las que se consideraran adecuadas sobre redistribución de competencias entre la Corona y el Presidente de las Cortes; a la vez se tramita el Proyecto de Ley Orgánica Reguladora del Estatuto dela Familia y Casa Real.
Si los apoyos parlamentarios en las dos cámaras alcanzan el 90%, puede quedar excluido el referéndum. El sector social contrario tiene cauce democrático para expresar su malestar con la forma y el fondo de la reforma en las elecciones generales inmediatas, votando a los grupos que no hubieran asumido la iniciativa, pero el valor plebiscitario de dichas elecciones respecto a la monarquía queda difuminado en las urgencias de orden económico y de crisis territorial en las que se celebrarán previsiblemente esas elecciones. O sea, igual que el referéndum de 1978. El nuevo régimen jurídico dela Corona comienza desde entonces a funcionar con el actual monarca o su sucesor, y va quedando engrasado para ser refrendado de manera definitiva en el plebiscito que seguramente haya de abordar en el futuro próximo la revisión del modelo territorial.
La clave está en el porcentaje de apoyo parlamentario: varias combinaciones de nacionalistas (ojo al PSC) e izquierda radical representan más del 10% en una u otra cámara, y es previsible que el bipartidismo quede debilitado en las siguientes elecciones.  Si ese porcentaje de diputados o senadores está en condiciones de exigir la celebración de referéndum, entonces todo lo expuesto debe replantarse. O bien, quizá llegados a ese punto la responsabilidad histórica exija al actual monarca un último acto de servicio a la nación: abdicar en su hijo, una vez clarificado su estatuto privado, con ocasión de la aprobación de la reforma. El plebiscito se celebraría conjuntamente con las siguientes elecciones mediante una tercera urna, centrándose así en refrendar un monarca nuevo, sin lastres, y una regulación nueva, más “republicana”. Puede que sea la única manera de ganarlo. Puede que el principal interesado así lo prefiera.
Un dato final: la anterior jefatura del Estado duró entre el 28 de septiembre de 1936 y el 20 de Noviembre de 1975, es decir 39 años, 1 mes y 22 días. La presente alcanzará la misma duración el día el 14 de enero de 2015.  Si Dios quiere…