Caso Isabel Carrasco, ¿un crimen político del siglo XXI?

Vaya por delante que siempre me ha chocado la reticencia de mucha gente a calificar ciertos crímenes como “políticos”, como si ese apelativo tuviese alguna virtualidad terapéutica capaz de paliar el gravísimo reproche moral que todo crimen implica. Más bien sería todo lo contrario. El crimen político “clásico” del siglo XX español fue el asesinato cometido por ETA de algún servidor del orden público, militar, funcionario, político, persona influyente o de los que pasaban por ahí, incluidos unos cuantos niños, por razones absolutamente políticas, entre las que se incluían la destrucción del orden constitucional que los españoles nos habíamos otorgado democráticamente.
Al asesinato de una persona, con todo lo que ello supone, se unía de manera inseparable la voluntad de imponer por la fuerza una decisión política, al margen de cualquier procedimiento legal y democrático. Otra cosa, claro, es que en España no haya “presos políticos”, pues éste es un término reservado para los supuestos crímenes cometidos por la simple expresión de ideas políticas que, además, no inciten al odio ni a la violencia. Pero crímenes políticos ha habido unos cuantos, y bastante jaleados, sin duda.  Todavía recuerdo siendo niño como tras informar la televisión del asesinato de un policía, una persona en el bar en el que me encontraba apostilló en voz alta: “uno menos”, ante el general jolgorio de la concurrencia. Y no soy tan viejo. La normal consecuencia de todo ello es que ante un crimen político y sus expresiones de complicidad, la clase política democrática y los ciudadanos de bien se manifiesten públicamente, no sólo en solidaridad con la víctima y su familia, sino en defensa de la libertad y del orden democrático. Los que lo hicieron repetidamente, a veces con un coste personal muy alto, al menos pueden tener la satisfacción de haber triunfado.
Por eso mismo, este frio y duro asesinato de la Presidenta de la Diputación de León por otros miembros de su propio partido, con todos esos mensajes de twitter jaleando el crimen e insultando a nuestros políticos, y la reacción de estos manifestando públicamente su repulsa, guardando minutos de silencio y suspendiendo su actos de campaña, nos fuerza a reflexionar si no estaremos ante una nueva y muy sorprendente versión del crimen político en estos turbulentos inicios del siglo XXI.
El Gobierno nos dice que este caso no tiene nada que ver con la “tensión social” y que obedece a “rencillas personales” entre miembros del PP de León. Un caso tan alejado de la política como si alguien se carga al jefe de la fábrica por haberle despedido. No sería algo distinto, entonces, del asesinato de un político con ocasión de un robo a mano armada cometido por delincuentes comunes. Pero que en nuestro caso hay algo diferente lo demuestra precisamente las reacciones que este concreto crimen ha suscitado: las malas de odio y las buenas de solidaridad, contra y entre la clase política, respectivamente, no previsibles en esos otros escenarios. ¿Qué hay entonces aquí de particular?
Nos enteramos a través de las reseñas de prensa que, en su condición de Presidenta del PP en León y Presidenta de la Diputación Provincial, Isabel Carrasco concentraba en su persona todo el poder político en la región. Y decir eso en España -como consecuencia de nuestro régimen partitocrático piramidal, de nuestro sistema clientelar y del derrumbe de los controles internos en las administraciones locales (tantas veces denunciados en nuestro blog)- es decir mucho, pero mucho. Isabel Carrasco ponía y quitaba, premiaba y castigaba, muchas veces con dinero público. Y eso no es noticia porque pasa exactamente en todas partes en nuestro país. A quién haya seguido la serie sobre Caja Segovia y las aventuras y desventuras de Atilano Soto y compañía poco hay que añadirle.
Conocemos ya muchos detalles del caso. Cómo la Sra. Carrasco acoge primero a Montserrat Triana Martínez –la hija cómplice- en la Diputación Provincial para ocupar una plaza de interina en un puesto técnico, con un buen salario, y cómo hace lo propio posteriormente en las listas del partido. Pero en un momento dado la hija cae en desgracia. No sabemos todavía la razón, quizás por negarse a firmar una decisión o informe técnico exigido por su valedora –como insinúa El País– o por otra causa. Pero el caso es que a partir de ahí la “persecución” es implacable: es expulsada de las listas -incluso cuando se produce una vacante en una concejalía que le correspondería por ser la siguiente en la lista ésta no se cubre- pierde su puesto laboral ante otra persona y, de la misma forma, cuando se produce una vacante en ese puesto nadie es llamado a cubrirla. Por último, se le reclama la devolución de ciertos ingresos indebidos.
Todos estos efectos podrían parecer normales si este fuese un país normal en donde los méritos objetivos tuviesen algún peso y en donde tanto jefes como subordinados fuesen responsables de sus errores. Pero sabemos que no lo es. Es decir, pese a que haya teóricos sistemas objetivos de selección, sabemos que los parientes de los políticos del PP obtienen la mayoría de las 40 plazas a auxiliar de la Diputación Provincial de León (como demuestra esta noticia que seguro que hace las delicias de Antonio Cabrales). Es decir, la asesina y su hija tenían la completa convicción de que las “desgracias” de la niña (olvidaron que también en su momento los premios) procedían de la libérrima voluntad de la Sra. Carrasco, de su “sirva mi voluntad como razón”. Y estaban en lo cierto (sin perjuicio de que eso no pueda justificar un asesinato, no hace falta ni decirlo), y también lo saben y están en lo cierto el resto de los españoles a los que tal cosa no le supone ningún descubrimiento (y de nuevo esa convicción no puede justificar esas malévolas expresiones de satisfacción ante tamaño crimen).
La cuestión, entonces, es si en el presente escenario en que estos fenómenos siguen produciéndose de manera generalizada, en el que el poder político al mando carece de cualquier límite efectivo, esta conducta mafiosa de las asesinas, con tiro en la nuca al más genuino estilo sicario-ajuste de cuentas, nos está anticipando un futuro de lucha cainita al margen de las reglas por el control de nuestros recursos públicos –quizás no tan sangriento como este crimen demuestra- pero muy poco agradable en cualquier caso, jaleado además cual espectáculo de circo romano. Porque no hay que olvidar que cuando el defectuoso funcionamiento de nuestro sistema político, y su triste ejemplo, incentiva la degeneración moral de la sociedad y se extiende la conciencia de que todo está corrupto y viciado y que cada uno debe buscarse la vida por su cuenta con total olvido de lo común, no somos los que criticamos públicamente su mal funcionamiento, pensando que el sistema todavía puede regenerarse, los contaminados por esa degradación, sino los que han perdido toda esperanza o, más bien, nunca han tenido ninguna, y solo acumulan odio por la política y los políticos.