Decisiones políticas y consecuencias económicas

«No tenemos ningún socio que prefiera retirar antes que servir a un cliente, pero lo que no podemos permitir es que decisiones políticas pongan en jaque a todo un sector estratégico como es el agroalimentario. Si Europa ha provocado el veto ruso, Europa debe asumir el coste de sus decisiones»   
El pasado 12 de agosto, don Manel Simón, presidente de la Asociación de la Fruta de Cataluña (AFRUCAT), se expresaba en estos términos. Si yo no lo he entendido mal, la literalidad reproducida ad supra podría expresarse también de la siguiente manera: las autoridades rusas, ante la decisión política de la Unión Europea –y de EEUU y  media docena de países más- de endurecer las sanciones ante la política de hechos consumados que desde la crisis de Crimea viene desarrollando el presidente ruso y muy especialmente, tras la indecente gestión del crimen perpetrado contra el vuelo MH17 de Malaysia Airlines el 17 de julio de 2014, entre las que destacan la imposición de severas restricciones a los bancos públicos rusos, que no podrán financiarse a más de 90 días, el  férreo embargo de armas, la prohibición del comercio de los productos duales —con usos comerciales, pero también militares— o las restricciones sobre el uso de nueva tecnología en los proyectos de exploración petrolera, no han tenido más remedio que defenderse tomando la decisión de vetar la importación de diferentes productos alimenticios procedentes de la UE, EE UU, Australia, Canadá, Japón y Noruega.
En el anuncio de la resolución gubernamental firmada el 7 de agosto, el primer ministro ruso, Dmitri Medvédev, con similares mimbres argumentativos que los manifestados por nuestro Manel Simón, justificó la adopción del veto indicando que «(…) estas medidas son exclusivamente medidas de respuesta. Nosotros no queríamos que los acontecimientos se desarrollaran de esta forma. Espero sinceramente que el pragmatismo económico venza las malas consideraciones políticas y nuestros socios comiencen a pensar [antes de actuar] y no a amenazar ni limitar a Rusia»,  agregando que la colaboración económica «puede ser restablecida en su anterior volumen».
Así pues, y toda vez que el veto ruso que tan económicamente lacerante resulta para el sector agroalimentario europeo y, por extensión, español, no es más que el corolario de una –mala- decisión política de la UE, debe ser ésta la que asuma su coste, adoptando medidas que resarzan económicamente al sector. Huelga decir que cuando se pide que pague Europa, se está afirmando en puridad que paguen los contribuyentes europeos, claro está. Y es que no hay nada como soluciones sencillas para cuestiones complejas.
Resulta a este respecto extraordinariamente peculiar el nexo de causalidad que se nos propone. Rusia, cuyas autoridades ha resuelto legítimamente vetar los productos referidos, carece de responsabilidad. Es, más al contrario,  víctima de una decisión política inoportunamente adoptada por las autoridades comunitarias. Esa responsabilidad per saltum permite de este modo, de manera inmediata, dirigirse frente a la UE para que responda de los daños generados por el cierre de fronteras ruso. Reitero, ruso. Pero aceptemos esta inaudita construcción causal, admitamos, retóricamente, que el veto es por tanto fruto de una malhadada decisión política. Resulta entonces un sintagma curioso. O mejor dicho, su empleo es sorprendente si se atiende a los efectos derivados. ¿Recuerdan alguna propuesta de socialización o redistribución de los incrementos en concepto de beneficios netos obtenidos por el sector turístico español –y sus proveedores hortofrutícolas- cuando diferentes decisiones políticas generaron un muy notable trasvase de veraneantes desde la costa dálmata, el mediterráneo oriental o el norte de África a nuestras playas? Yo no.
Finalmente, y ya desde un prisma estrictamente moral: «decisiones políticas no pueden poner en jaque a todo un sector estratégico como es el agroalimentario». No, no. Lo que no puede tolerarse es que el principio de legalidad internacional, la integridad territorial de países soberanos, la hacienda y la vida de sus ciudadanos -o de los que surcan su espacio aéreo-, se vea permanentemente amenazada por una suerte de reinaissance imperialista del poderoso vecino eslavo. Y eso es lo que, pacata, tímida y timoratamente se intenta evitar con decisiones políticas tardías y magras como las adoptadas por la UE. Resulta como poco frívolo equiparar las consecuencias económicas sobre sectores determinados con la teleología de su adopción. La politicidad de una decisión no sólo se determina por una voluntad ejecutiva sino también por el efecto ejercido sobre una pluralidad de voluntades; una decisión política no involucra a un sujeto que “quiere una cosa” sino que remite a una masa intersubjetiva de voluntades. La decisión política de la UE de presionar al gobierno ruso para que cese en su persuasiva interferencia de la vida pública ucraniana se cohonesta con un cuerpo volitivo extraordinariamente amplio. ¿De verdad puede exigirse a la UE –a sus ciudadanos- una asunción de responsabilidad por los efectos económicos colaterales de esta decisión política absolutamente legítima y coherente con el sentir ciudadano al socaire de un «pragmatismo económico» que venga a superar las «malas consideraciones políticas»?