Corrupción normal y síndrome de inmunodeficiencia política

La normalidad presenta su amenaza política. Especialmente porque su faz amenazante no se percibe como tal. Quién podría temer ante lo normal: quién podría temer ante lo que acaba percibiéndose como cotidiano, habitual, extendido, previsible, lógico, esperado o inevitable. Cuando Adorno advirtió que la normalidad era “la enfermedad moral” del siglo XX, nos dejó una advertencia que conserva su vigencia en el XXI.
Las frases hechas alimentan acciones… por hacer. Esas frases hechas que subrayan la normalidad de la corrupción, alguna incidencia encerrarán en cuanto a la tolerancia que se le acaba brindando a esa corrupción. El caldo de cultivo que se gesta con palabras (a golpe de tópico y lugar común) presentará su plasmación práctica a través de los hechos. Al fin y al cabo, la primera función de los tópicos es “volvernos normales”: “acomodarnos al grupo, arroparnos con lo que se lleva (…)” (Aurelio Arteta, 2012. Tantos tontos tópicos. Ariel, 
Mi país se corrompe lo normal
Algunos estudiosos indican que la corrupción que se vive en España es equiparable a la de otros países de su entorno. Vienen a decir que si nos pusiéramos a comparar cifras, índices, variables y estadísticas, observaríamos un nivel “normal” de corrupción. A mí me cuesta comprender este tipo de afirmaciones. No estoy diciendo que quienes realizan ese diagnóstico estén justificando la corrupción. Tan sólo muestro mi perplejidad, puesto que medir la cantidad de corrupción no nos lleva al meollo del asunto.
Por una parte, porque la cantidad de corrupción detectada no nos clarifica la corrupción inadvertida. Pasa algo parecido a lo que sucede con el narcotráfico: los alijos de droga requisados no son el todo de la mercancía entrante.
Pero a su vez, convendrá subrayar que lo prioritario no es lo cuantitativo (cuánta cantidad de corrupción aflora), sino lo cualitativo (si funcionan o no los contrapesos democráticos que permiten detectar esa corrupción; y qué respuesta institucional y electoral se le brinda a la corrupción, una vez que ésta ha aflorado).
Dicho de otra forma. Dado que lo peor no es la corrupción, sino su impunidad, la mayor alarma debiera brotar cuando constatemos (a) impunidad de partida, (b) impunidad penal y (c) impunidad en las urnas:
(a) si en un país han sido erosionados los mecanismos de control y vigilancia (los clásicos checks and balances que caracterizan a toda democracia que se precie), habrá un porcentaje alto de corrupción que ni siquiera llega a visualizarse;
(b) si en un país la corrupción acaba saliendo gratis desde el punto de vista judicial, eso denotará el correspondiente deterioro de las instituciones, eso denotará que falla la división de Poderes, eso volverá a denotar, en definitiva, el mal funcionamiento del Estado de Derecho;
(c) si en un país la corrupción es votada en las elecciones, eso evidenciará que parte de la ciudadanía ha querido hacerse cómplice de tales manejos. La culpabilidad no será la misma, pero la responsabilidad (en tanto que ciudadanos) nos alcanza a todos.
En consecuencia, cabe desmontar esa supuesta normalidad que algunos atisban. Aunque el número de casos de corrupción estuviera en parámetros “normales” (entre comillas); no puede ser normal la existencia de agujeros negros en los que la corrupción resulte inescrutable; y no puede ser normal que la corrupción resulte impune en los tribunales; y no puede ser normal que la corrupción sea votada con el bochornoso alborozo con que ha venido votándose.
Asimismo, tampoco podrá eludirse la (d) impunidad corporativa ni la (e) impunidad mediática:
(d)  si en un país, la corrupción es amparada por el partido en el que surgió (o es amparada por el sindicato, patronal, ONG, confesión religiosa, colegio profesional o entidad correspondiente en la que pudiera haber surgido), eso mostraría que no funcionaron los mecanismos de autocontrol propios. Es decir, al margen de que pudieran haber fallado los controles legales externos, también habrían fallado los controles éticos internos (códigos de autorregulación, códigos de buenas prácticas, controles de calidad…). Puede que esos mecanismos internos de supervisión funcionaran hasta una fase, pero si finalmente las señales de alarma se encubren y las responsabilidades no se depuran, la resultante es ese clima de impunidad al que estamos apuntando.
(e) si en un país, ciertos medios de comunicación respaldan la corrupción de los suyos, eso ilustra que no preocupa la corrupción: al menos no tanto como los intereses que llevan a silenciarla. Cuando aludimos a la corrupción de los suyos nos referimos a la de sus afines y comparsas: aquellos a los que el medio de turno se siente ideológicamente cercano y/o aquellos a quienes debe la correspondiente contraprestación (contraprestación por haber recibido, o estar a la espera de recibir, favores para su grupo multimedia). Si ciertos medios se muestran combativos sólo con la corrupción que afecta a los otros (a los que no son próximos o a los que no van a potenciar sus intereses), eso ejemplifica que no preocupa la corrupción, sino el negociado. El respaldo mediático a la corrupción adquirirá variadas formas: desde la minimización de la información incómoda, hasta la directa ocultación de la misma, pasando por todo tipo de tergiversaciones o irracionales explicaciones, para acabar atemperando la gravedad o acabar desembocando en abstractas e injustas generalizaciones (dado que la corrupción está en todos-todísimos… sigamos apostando por los nuestros). Ese sectarismo e interesada pleitesía, esa desinformación y seguidismo, esa renuncia de los medios a su función de contrapoder (tan indispensable para el ejercicio democrático), vuelve a retroalimentar esa impunidad que nos ocupa.
Al igual que ocurría ante los puntos “a”, “b” y “c”, los puntos “d” y “e” tampoco pueden ser  contemplados con la parsimonia de la normalidad. Por habituales y cotidianas que pudieran ser esas derivas, por supuesto que no cabe catalogarlas como normales desde el punto de vista democrático. Y demos un paso más. Esos ejes que hemos presentado como hipotéticos, en el caso español son hipótesis manifiestamente contrastadas. Esos fenómenos paranormales de la política han sucedido y suceden  en España. Desde luego que sí.
Hace unos años, Miguel Lorente publicó un libro titulado Mi marido me pega lo normal (2003. Crítica:  El título refleja ese testimonio de tantas y tantas mujeres que por desgracia habían asumido el maltrato como algo natural y comprensible. Igual que toca seguir dando la batalla para que nunca (en modo alguno y bajo ninguna circunstancia) pueda percibirse con normalidad la violencia machista; también toca seguir dando esa otra batalla referida a la corrupción.
Frente a la idea de que “mi país se corrompe lo normal” (y “la democracia se desmorona, pero sin estrépito”; y “el Estado de Derecho se derrumba, pero sin alardes”), frente a esas tristes renuncias, también cabe algo más que dejadez, pasividad e indiferencia.
 
Corrupción hard y soft
La corrupción política es más, mucho más, que meter la mano en la caja. De ahí la división entre corrupción hard y corrupción soft. La primera tiende a estar tipificada. Siempre podrán encontrarse resquicios legales en los que cierta práctica corrupta escapa al Código Penal, pero en principio, dentro de un Estado de Derecho que merezca llevar tal nombre, esa corrupción hard resultará delictiva.
Más peligrosidad puede llegar a encerrar la versión dulce y amable de la corrupción. La corrupción de baja intensidad “me preocupa más, porque se extiende insidiosamente, penetra por todos los pliegues de la vida social o privada y acabamos por no detectarla y convertirnos en colaboracionistas” (José Antonio Marina, 20-11-2012. Corrupción de baja intensidad”:
Como se desprende del apunte de Marina, la mayor peligrosidad de la corrupción soft radica en su omnipresencia, en su invisibilidad y en su perverso potencial: el efecto multiplicador para suscitar alrededor complicidad (genera colaboracionismo, aunque sólo sea porque su aparente y cotidiana normalidad logra desactivar cualquier repulsa, cualquier rechazo y cualquier atisbo de reacción y de extrañeza).
La colonización partidista de las instituciones (desvirtuando la razón de ser de tales instituciones) es un preclaro ejemplo de corrupción soft. Son dinámicas legales (se apoyan en sesgadas interpretaciones de una vaga formulación y/o se apoyan en preceptos que directamente se legislaron para posibilitar la artimaña). Dinámicas legales que se ajustan a la letra, aunque desnaturalicen todo el espíritu que conllevan las reglas del juego democrático.
Para no hacer este artículo más extenso de lo razonable, bastará realizar una esquemática enumeración: okupación partidista del Consejo General del Poder Judicial, y del Tribunal Constitucional, y del Tribunal de Cuentas, y de la CNMV, y del Banco de España, y de RTVE… Todo ello no es el botón de una excepcional y esporádica muestra. Más bien estamos ante una flagrante y planificada botonadura, donde prevalecen unas directrices comunes:

  • los perfiles profesionales son sustituidos por perfiles partidistas, en los que la cualificación técnica y profesional pierde su relevancia[i];
  • los criterios de interés general (aquellos que dan sentido a la propia institución) son relegados por decisiones de interés particular y partidario; y, en suma,
  • los organismos supervisores son maniatados o dinamitados para que la barra libre campe por sus respetos.

A día de hoy ya es obvio el exitazo de que los partidos hayan monopolizado las Cajas de Ahorro. Esa hazaña que de forma tan bochornosa han librado los PpSOeIU nos permite vislumbrar lo acontecido en otras instituciones que tampoco debieran ser monopolizadas. Conocemos ya las perversiones, los destrozos, las tarjetas black y las preferentes ignominias que han venido produciéndose en las Cajas. Pues por poner un ejemplo: que el CGPJ se lo estén repartiendo PP y PSOE (con su correspondiente vocal para IU, PNV y CiU), en términos democráticos conlleva similares perversiones, similares destrozos, similares tarjetas y similares preferentes.
 
Síndrome de inmunodeficiencia política
Cuando falla el sistema inmunitario de una persona, los agentes patógenos encuentran facilidad para cumplir su misión destructiva. También en el ámbito social, en el escenario político, puede darse esa incapacidad para hacer frente al erosionador virus. Volvamos por un momento a Marina: “Una sociedad puede también perder esa capacidad y volverse incapaz de aislar, combatir, neutralizar o expulsar los elementos dañinos”
Todos los mecanismos por los que fluye la impunidad (todas esas posibilidades que hemos tratado de esbozar a lo largo de este artículo) ayudan a darle normalidad a esa corrupción. Tanto a la corrupción hard como a esa otra corrupción soft (más nociva, si cabe), que se viste de sutiles y disimulados ropajes.
Si la corrupción acaba camuflándose bajo la apariencia de `normalidad´, nada nos volverá más `normales´… que ser apáticos o comprensivos con la misma. Y a mayor `normalidad´, mayor inmunodeficiencia para combatir la metástasis política. Y a mayor `normalidad´, mayor anomalía democrática.
 


[i] Por citar alguna evidencia a este respecto. Elvira Rodríguez dejó su escaño del PP para pasar a ser presidenta de la CNMV. Y ya antes, su presidencia de la Asamblea de Madrid o su ministerio de Medio Ambiente (en el gobierno de Aznar) quizá tampoco ayuden a reforzar ese aire de independencia, freno y contrapeso que se le supondría (o que se le debiera presuponer) a un organismo como la CNMV. Y por añadir otros dos ejemplos: la bronca en público de Fernández de la Vega (vicepresidenta del gobierno de Zapatero) a Casas (presidenta en aquel momento del Tribunal Constitucional) resulta sobradamente significativa. Como subrayable significación adquiere que Pérez de los Cobos (actual presidente del Tribunal Constitucional) fuera afiliado del PP. Es de justicia deducir que no estamos ante irrelevantes anécdotas, sino ante una innegable categoría: “Llegados a este punto, el problema ya no es que a los magistrados se les presione y no se les deje ser independientes: ahora sencillamente es que ellos mismos no tienen ningún interés en serlo. La prueba es que el presidente del Tribunal Constitucional en el año 2013 no necesita ser coaccionado en absoluto: simplemente, está tan identificado con los interés del partido que le ha nombrado que ha sido afiliado suyo. (…) si los políticos piensan, con razón, que sus designados jamás habrían llegado a tan altos cargos sin su mediación, y por tanto que les deben un gran favor, no dudarán en reclamar que se lo devuelvan. Por el contrario, nadie llama a dar instrucciones a los magistrados del Tribunal Constitucional alemán, cuyo prestigio es tremendo, y menos todavía nadie les echa broncas en público. Las diferencias en cuanto al funcionamiento institucional a la vista están” (Sansón Carrasco, 2014. ¿Hay derecho? La quiebra del Estado de derecho y de las instituciones en España. Península, pp. 54-55).

¿Oposiciones, másters? Be water, my friend

Se dice que, cuando sales de la facultad de Derecho, no tienes ni idea de Derecho. Ello, unido a que el mundo jurídico actual se ha vuelto extremadamente competitivo, alienta a muchos a completar su formación, es decir, a diferenciarse en el mercado. En ese momento, un licenciado o graduado en Derecho puede escoger entre dos únicos caminos: oposición o máster. La decisión es mucho más profunda de lo que parece, pues consiste en elegir entre nada menos que dos mundos completamente distintos: entre el pasado y el presente, entre el hielo y el agua.
La oposición es un camino muy duro y más a la antigua. Es una formación, por decirlo de alguna manera, sin tonterías. Un estudiante de Derecho que se vuelca en una oposición tiene que ser o, cuando menos, convertirse en un pedazo de hielo: frío, duro, inflexible. Debe someter todas sus emociones a su voluntad y postergar el placer inmediato a cambio de una recompensa futura.
El mundo de los másters es diferente. La idea principal de un buen máster es la que ya pregonaba Bruce Lee: “Be water, my friend”. Es decir, todo lo contrario que el opositor. Los alumnos ya no necesitan sólo conceptos, sino también habilidades, en especial la habilidad de ir adaptándose continuamente a un entorno cambiante y complejo como el actual, igual que el agua se adapta velozmente a la forma del espacio que la contiene. De lo que se trata es de aprender a usar las herramientas de que uno mismo dispone –pero que a menudo no utiliza– para enfrentarse con éxito a los desafíos del jurista moderno.
Como todo estudiante deseoso de ampliar mi formación, yo también me encontré un día en el dilema de elegir entre ambos caminos. Y ya antes de tomar mi decisión me di cuenta de que ambos tipos de aprendizaje son, desafortunadamente, incompletos. La oposición es un modo extremadamente objetivo de elegir a unos pocos entre muchísimos, pero tal vez un poco alejado de la realidad. Cuando un opositor gana su plaza, nadie duda de su vasto conocimiento, ni de su capacidad de sacrificio y, no obstante, cuesta confiar en otras cualidades muy válidas hoy en día, como la visión práctica, el pensamiento crítico, la capacidad de trabajo en equipo o la flexibilidad. Ha pasado varios años encerrado en una habitación, solo y recitando artículos de memoria, por tanto adormeciendo todo atisbo de creatividad.
Los posgraduados, por su parte, flaquean en aquello que precisamente hace fuerte al opositor: los conocimientos. Porque no hay que engañarse: un máster es un curso de especialización para alguien que, irónicamente, todavía no domina lo básico. Uno sale más preparado y seguro de sí mismo, pero, más que un dominio exhaustivo de la materia, lo que se saca de ahí son conceptos básicos, método y capacidad de trabajo y buenas amistades. Se aprende a pensar y a trabajar, pero no se convierte uno en un especialista en nada. Lo digo con humildad y conocimiento de causa; al final, decidí estudiar un máster en una escuela de negocios de Madrid y ahora sé que, para ser experto en algo, con suerte habré de esperar todavía unos cuantos lustros de experiencia profesional. Conscientes de ello, y para abrillantar nuestros perfiles, las escuelas de posgrado se esfuerzan por instruir a los alumnos en todo tipo de habilidades, en concreto aquéllas que la complejidad del mundo y de la situación laboral del país hoy les exigen.
Ese afán de mejora surge, en realidad, de una diferencia fundamental entre el opositor y el posgraduado. Antes de aprobar los distintos exámenes, el opositor está plagado de incertidumbre, pues sus posibilidades de aprobar son muy pocas. Cuando gana la oposición, en cambio, lo que tiene es certeza: certeza de que tendrá un trabajo toda su vida, de que será bueno en lo que haga y de que, en definitiva, gran parte de la batalla ya está vencida. Y eso porque el opositor tiene la legitimidad del rito de paso, esa prueba iniciática teñida del dramatismo de jugárselo todo a una sola carta, en igualdad de condiciones a los demás, con la consecuencia de que sólo los mejores consiguen aprobar.
Sucede lo opuesto con el posgraduado. En la formación de posgrado entran otros valores en juego que no hay que menospreciar, como, por ejemplo, el alto coste económico de esa misma formación, que indirectamente supone que el esfuerzo realizado no se traduce de una manera tan dramática en un esquema triunfo-fracaso. Normalmente, en un máster, al contrario que en la oposición, uno tiene la certeza de que lo va a aprobar, quizás porque las entidades privadas no pueden permitirse suspender a todos los que lo merecen (pues, de hecho, eso les perjudicaría a ellas mismas) y/o quizás porque las diferencias entre los buenos y los malos estudiantes no son tan patentes como en las oposiciones. Y, al revés, cuando acabe el máster, lo que único que le deparará la vida es una terrible incertidumbre. Se enfrentará a un mercado competitivo, globalizado y cambiante, que se mueve por modas, intereses y a veces por injusticias. Eso sin mencionar la crisis laboral del país…
Así, poco a poco, de la misma forma que el opositor, ante la incertidumbre, colma su vida de certeza por medio del estudio diario, acercándose lentamente a su preciada recompensa, el posgraduado va invirtiendo cada vez más tiempo en nuevos modos de otorgar certeza a su vida. Hace contactos (o, como se le llama ahora, networking); se prepara para entrevistas de trabajo; se entrena en el trabajo en equipo y en el liderazgo; aprende a hacer magníficas presentaciones con PowerPoint, a hablar en público, a expresarse como un abogado; etc. Pero todas esas habilidades o, como las llaman los anglosajones, soft skills, no hay que olvidarlo, son complementos de las hard skills (para nosotros, los conocimientos objetivos), y, como tales, deben servir a estas últimas. ¿Para qué aprender a hablar en público si no se tiene nada que decir? ¿Para qué trabajar en grupo si no se tienen ideas ni conocimientos que aportar? Pues resulta que ahora está ocurriendo lo inesperado: que cada vez se otorga más valor al complemento, en detrimento de aquello a lo que éste debe complementar. La propia RAE define complemento como aquella “cosa, cualidad o circunstancia que se añade a otra para hacerla íntegra o perfecta”. Es decir, que se precisan de las dos o, de lo contrario, no se alcanza esa “perfección” deseada.
Como de costumbre, la virtud parece estar en el punto medio, y en ambos extremos se pueden correr riesgos. El opositor tal vez corra el riesgo de quedar obsoleto; un poco a modo de caricatura, se lo podrían imaginar postrado en una mecedora, fumando de una pipa y envuelto en una discusión sin fin sobre la teoría de la causalidad de Savigny. El posgraduado, en el otro extremo, se arriesga a invertir demasiado tiempo en sus habilidades y muy poco en sus conocimientos, para así acabar convirtiéndose en un ser vacío, en un experto vendedor de humo.
Decía al principio que, si el opositor representa el hielo, el posgraduado representa el agua, pero no es verdad. Poco a poco, el posgraduado  corre el riesgo de convertirse en ese humo que él mismo vende; en un currículum repleto de títulos que se evaporan con el calor de su propia aura. Y, así, el jurista, tras pasar de sólido a líquido, ahora quiere evaporarse. Y eso no debe ser.
En fin, que más calor al gélido opositor y más frío al joven y ardiente posgraduado. Ni hielo ni gas: Be water, my friend.