Muchas más víctimas en el ataque a Charlie Hebdo

La importancia de la libertad de expresión no reside en el valor del contenido concreto cuya difusión protege.

Ese contenido puede ser, según el criterio de cada uno, de un valor informativo indiscutible (“el barril de Brent ha caído hasta los 20 dolares”, “E=mc2”) o más bien relativo (“José Kiko desmiente los rumores de ruptura con Lucía, aunque ya veremos”); y puede gustarnos más o menos; o incluso resultarnos ofensivo (“no será el Papa el que sale dibujado de esa manera, ¿no?’”).

Pero en casi cualquier caso (todo tiene límites), las libertades de expresión y de información protegerán la difusión de un contenido, como también protegerán el derecho del público a acceder al mismo, sin entrar a enjuiciar su valor específico.

Porque la verdadera importancia de la libertad de expresión reside en reservarnos a cada uno de los miembros de la sociedad, según nuestro propio e individual criterio, la decisión de aprovechar o no lo que se nos ofrece (“cambia, cariño, que ya no soporto un segundo más la palabrería de ese cretino”), de creer o no lo que se nos dice (“si, por supuesto que este chaval trabajaba para el CNI, cómo no”) o incluso de discutirlo (“ya, casas para todos…¿y con qué dinero piensa cumplir esa promesa?”); impidiendo que otros (el estado, la Generalitat, un integrista islámico, un hacker norcoreano) nos arrebaten esa elección.

A mí me importa impedir que me arrebaten esa elección. No quiero que mi hija crezca idiotizada por los reality shows, pero me aterra infinitamente más que crezca privada de la oportunidad de desarrollar su propio criterio. Preferiré que ese criterio sea lo más sano posible, pero en todo caso lo más insano sería que no lo pudiese desarrollar.

Me importa. No he seguido ni leído jamás la revista Charlie Hebdo (que no pueda leer ni hablar el francés más que para pedir un croissant tiene algo que ver con ello, supongo). Pero algo he podido ver en la prensa estos días. Y conozco bien otras revistas similares que se publican en nuestro país y que con el tiempo me han acabado resultando banales, simplistas, incluso manipuladoras, y, frecuentemente, ofensivas. Me da el pálpito de que, de haber sido lector de Charlie Hebdo, como en su día lo fui de esas otras revistas, hubiera acabado por dejar de comprarla. Es más que probable que sus caricaturas me resultasen de mal gusto. Pero en todo caso, y por mucho que así fuese, es mi elección y no aprecio que me la arrebaten. Tener la elección de decir que no quiero algo es igual de importante que poder elegir lo contrario.

También a la sociedad le importa que sus miembros dispongan de esa libertad de elección, elijan como elijan (o aunque muchos ni siquiera elijan). Es la exposición a todo tipo de expresiones, informaciones y opiniones la que nos permite desarrollar nuestro propio conocimiento; formarnos nuestras propias opiniones y hasta las creencias conforme a las que participamos en la sociedad a través de los mecanismos que la democracia nos ofrece. En ocasiones estas expresiones, informaciones u opiniones nos resultarán convincentes o ciertas a pesar de ser contrarias a lo que hasta entonces creíamos; en otras ocasiones nos parecerán falsas o poco convincentes pero nos aportarán argumentos u otros puntos de vista a tener en cuenta (pequeñas gotas de verdad); en otras es precisamente la exposición a ideas contrarias lo que fortalecerá nuestras convicciones. Es éste el mercado de las ideas a qué se refería Oliver Wendell Holmes en Abrams v US, recogiendo el testigo del On Liberty de John Stuart Mill. Aquí reside la fortaleza de las sociedades democráticas y la base de su progreso. La libertad de expresión.

No es casualidad que sean precisamente aquellas sociedades dominadas por el temor a expresar ideas diferentes las que más estancadas y alejadas del progreso han quedado. No es casualidad que sea en ese tipo de regímenes en los que surgen animales cuyo concepto de la justicia incluye decapitar niños. La falta de libertad de expresión socava todo lo demás.

Por supuesto, la libertad de expresión no es absoluta; tiene límites como todo derecho (parafraseando al propio Oliver Wendell Holmes “tu derecho a sacudir tu propio brazo está limitado por la proximidad de mi barbilla”). Pero nuestras sociedades existen porque esa libertad existe y porque reducimos esos límites a aquellos que son estrictamente necesarios para mantenimiento de una sociedad democrática (como nos recuerda el artículo 10.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos); porque podemos pararnos en un kiosco de esquina de Montparnasse y escoger el último número de Charlie Hobde; o no.

Todos perdemos si nos quitan la libertad de acceder incluso a aquello que no nos gusta. Por eso todos somos víctimas del atentado. No tanto como quienes leen regularmente la revista; y por supuesto ni de lejos tanto como los por ahora 12 fallecidos del atentado. Pero todos somos víctimas. Todos somos Charlie.

Artículo de nuestra coeditora Elisa de la Nuez en Voz Pópuli: “España 1976/2015: Entre la reforma y la ruptura”

 

Acabo de terminar la lectura del libro de Plaza y Janés “La sombra de Suárez, Eduardo Navarro” que contiene las reflexiones o más bien memorias, hasta ahora inéditas, de un político procedente del Movimiento y que fue el autor intelectual de muchos los discursos más importantes de Adolfo Suarez durante la Transición. La impresión que produce es la de la admiración por la enorme tarea que unos pocos hombres –eso sí, con el apoyo de la mayoría de los españoles- llevaron a cabo en muy pocos años: básicamente la de desmontar la dictadura franquista dando paso a una democracia homologable con la de otros países de Europa. Lo más interesante es que esta labor se hizo básicamente por personas procedentes del Régimen franquista, y en un tiempo casi récord. Claro que probablemente de no haberse hecho así, con rapidez y decisión, no habríamos tenido una reforma desde dentro (el famoso “de la ley a la ley” de Torcuato Sánchez Miranda) de forma pacífica y consensuada con la oposición democrática sino algo muy distinto y de resultado mucho más incierto: la famosa “ruptura”. Creo que no está de más recordar en estos momentos lo bien que salió la Transición democrática pese a la complejidad de las circunstancias sociales, económicas y políticas en que tuvo lugar. Así lo entendieron los españoles de entonces, que premiaron a su principal responsable político, Adolfo Suarez, con un buen número de votos en las elecciones celebradas en 1977 primero y 1979 después.

Dicho eso, como tantas otras cosas en la vida, lo que estaba muy bien para hace casi 40 años puede resultar claramente insuficiente hoy. En todo caso, no parece razonable hacer lecturas del pasado en base a parámetros del presente. Esto equivaldría a considerar, por ejemplo, el parlamentarismo inglés del siglo XIX como limitado e insuficiente, entre otras cosas por estar fundado hasta casi finales de siglo en el sufragio censitario masculino. Sin duda es así desde una óptica actual, pero no es razonable desconocer que en su época era probablemente el sistema político más avanzado del mundo y así se consideraba por los pensadores y los ciudadanos de entonces. De la misma forma, la Transición española fue un éxito y no estaba nada claro en aquel momento que lo fuera a ser. Es importante de vez en cuando volver la vista atrás sin ira para darse cuenta de que las cosas no fueron fáciles, y de que el esfuerzo de generosidad y de altura de miras que hicieron entonces los españoles, empezando por muchos líderes políticos, no es ciertamente ni lo común ni lo esperable de la naturaleza humana.

Claro está que algunos dirigentes del Régimen –acuérdense de Arias Navarro- sno se enteraron nunca de nada hasta el final; su distancia con lo que se decía y se sentía en la calle era tal que no reconocían la realidad aunque la tuviesen delante de las narices. En ese sentido, nos recuerdan a algunas figuras políticas de hoy, que viven rodeadas de aduladores y palmeros y aislados del medio ambiente como si fueran “políticos-burbuja” cuando si hay una especie que no puede sobrevivir dentro de una burbuja es la de un político democrático.  De la misma forma, a algunos insignes procuradores en Cortes hubo que convencerles de que se hicieran el “hara-kiri” explicándoles que gente como ellos no tendrían ningún problema en ser elegidos por sus conciudadanos en unas elecciones libres. En todo caso, lo decisivo al final fue la sensatez y sobre todo la dignidad con la que se comportó el pueblo español.

Llegados a la fecha simbólica del 2015 (40 años desde la muerte de Franco) toca a otra generación política hacer un ejercicio parecido de generosidad y altura de miras, pero no está nada claro en estos momentos que sean capaces  primero de darse cuenta y segundo de llevarlo a cabo.  La generación política nacida de la Transición tiene que abrir paso a unos políticos nuevos con una forma nueva de hacer política y no olvidemos que no se trata solamente de una cuestión de edad: Susana Diaz o Soraya Saenz de Santa María son criaturas políticas de Griñán y Rajoy y herederas de las reglas de juego políticas vigentes hasta hoy.  En definitiva, esta generación tiene que ir haciendo mutis por el foro de forma tranquila y pausada, en beneficio de los intereses generales y de España en el medio plazo. La razón es que necesitamos urgentemente otra forma de hacer política que no esté basada en el clientelismo, la opacidad, la falta de democracia interna en los partidos, la corrupción o la ocupación de las instituciones. Si los partidos tradicionales no son capaces de verlo y de cambiar no solo de caras o de discurso lo más probable es que tomen la delantera partidos y políticos “rupturistas” que pretendan hacer tabla rasa, con el peligro que esto supone. En definitiva, casi 40 años más tarde volvemos a estar ante el mismo dilema: reforma o ruptura.

Lo curioso y lo que me hace concebir ciertas esperanzas que la situación es ahora la inversa que en el año 1976. Entonces faltaban ciudadanos conscientes de sus derechos –no podía haberlos después de tantos años de dictadura- pero no faltaban políticos con ganas de emprender la aventura, unos desde dentro y otros desde fuera. Como es sabido, la reforma política se hizo finalmente no solo desde dentro sino sobre todo “desde arriba” aunque con el apoyo mayoritario de los españoles. La Constitución, por ejemplo, se debatió poco en público: a los españoles les bastaba con tener una, siempre que fuera parecida a los de los países europeos democráticos. De la misma forma la organización territorial se diseñó de arriba abajo, dado que en la mayoría de las CCAA –salvo en las llamadas “históricas”- no existía un sentimiento regionalista y mucho menos nacionalista digno de tal nombre. De esta forma, los españoles no debatieron en público si era mejor tener solo tres CCAA históricas o si era mejor el café para todos. Los partidos políticos, por el mero hecho de existir y estar permitidos ya se consideraban un gran avance democrático, con independencia de su organización y funcionamiento interno, y sin duda lo fueron. El reconocimiento formal de libertades y derechos era también un paso fundamental. Pero sencillamente todo lo que entonces era un gran avance, ahora nos parece tan insuficiente como el sufragio censitario masculino desde la óptica del sufragio universal. Aunque conviene tener presente que sin el primero el segundo hubiera sido mucho más difícil de conseguir. En todo caso, parece más prudente construir sobre lo que ya tenemos aunque sea muy mejorable, que recomenzar desde cero. Si en 1976 salió bien con mucha más razón  tendría que salir bien en el 2016.