De “mezquitas”, presidentas autonómicas e inmatriculaciones

La presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, ha manifestado que debe defender la “titularidad pública” de la Mezquita de Córdoba, aunque la gestión siga siendo de la Iglesia “con un límite” y ha asegurado que no considera “legítimo ni razonable” que la Iglesia la haya puesto a su nombre “por 30 euros” y que haya eliminado la expresión “mezquita”, en contra de la idea de “tolerancia de las culturas” (ver aquí)

La cosa viene a cuento de que en el año 1998 el gobierno Aznar modificó el Reglamento Hipotecario para permitir la inmatriculación de los bienes de dominio público y los templos eclesiásticos, que antes no accedían al registro quizá por considerarse innecesario. Así lo solicitó la Iglesia respecto a la mezquita-catedral de Córdoba, con la oposición de algunos sectores que consideran que es un bien del Estado porque la Iglesia no tenía título y los bienes de dominio público no se pueden prescribir. Pero como el art. 35 de la LH considera justo título para la adquisición a favor del titular inscrito la misma inscripción, se está diciendo que la Iglesia va a adquirir por prescripción en el 2016, transcurridos 10 años de la inmatriculación (o al menos crear una apariencia de propiedad). Véanse aquí los argumentos de un catedrático y aquí el inicio de una investigación ¡penal! sobre ello.

Todo es discutible, por supuesto. Pero me parece que el político y el jurista civilizados tienen que hacer pedagogía y matizar, evitando meter en el mismo saco, mezclando churras con merinas, consideraciones de todo tipo, por mucho que se esté en coalición con Izquierda Unida o tenga que agradar a minorías varias. Digo “civilizados” porque pienso que la civilización está en la distinción: el hombre antiguo vivía con sus animales y realizaba todas sus funciones vitales en el mismo entorno; el moderno, distingue lugares y funciones, haciendo estas más eficaces e higiénicas. Y el representante público tiene que trasladar esa civilización al ciudadano. Dice Beigbeder cínicamente que “no hay que tratar al público como si fuera tonto ni olvidar nunca que lo es”, lo que lamentablemente es el lema de muchos políticos y también parece que se hace en este caso, excitando las emociones primarias de anticlericalismo y de la izquierda en un asunto que exige algunas matizaciones evidentes.

Distingamos, pues, esos diversos “entornos”: al menos “propiedad”, “gestión”, y “procedimiento”. En cuanto a la propiedad, las entidades religiosas, de cualquier confesión, pueden ser propietarios en tanto en cuanto disfruten de personalidad jurídica, como reconoce el art. 5.1 de la ley de Libertad religiosa, 7/1980, de 5 de julio. Por tanto, las Iglesias serán propietarios de sus bienes, como cualquier otro, por haberlos adquirido, con independencia de que tales bienes estén inscritos o no en el registro de la propiedad, dado que nuestro sistema transmisivo no es, por fortuna, de inscripción constitutiva pese a ciertos esfuerzos denodados para conseguirlo que tuvieron expresión palmaria en la afortunadamente malograda Ley de Reforma Integral de los Registros. O sea, que si la Iglesia Católica consigue demostrar que ha adquirido la Mezquita-Catedral de Córdoba “por la ley, por donación, por sucesión testada o intestada, por consecuencia de ciertos contratos, mediante la tradición o “por prescripción”, como señala el art. 609 del Código civil, nadie le podrá chistar en su adquisición, si se aplican las reglas generales del Derecho. Y parece bastante evidente la posesión pacífica e ininterrumpida por bastante más de los 30 años exigidos para la mala fe, a pesar, creo yo, de los voluntaristas argumentos en contrario que antes he enlazado, pues la adquisición de la mezquita por la iglesia sería anterior al concepto de dominio público e incluso del propio Estado. Desde luego, el gobierno no considera que sea del Estado, como puede verse aquí.

Claro que si la presidenta de Andalucía quiere que sea de titularidad pública por lo que sea, puede intentar usar el procedimiento de expropiación forzosa que, por cierto, puede tener algunos problemas competenciales, tal y como hacía notar aquí para otro supuesto, siempre respetando los acuerdos con la Santa Sede (ver aquí art. 16 de la LEF y aquí el art. 15 de los Acuerdos).

Y todo ello sin perjuicio de que el uso de los bienes o su gestión esté sujeto a las normas correspondientes, y concretamente a la ley de Patrimonio Histórico Español de 1985 que contiene distintas medidas aplicables a los bienes culturales de la Iglesia que tienden a su preservación y al disfrute público (ver aquí)

Ahora bien, una cosa es ser propietario y otro estar inscrito en el Registro de la Propiedad, pues cabe estar inscrito y no ser propietario y ser propietario y no estar inscrito. Se suele decir que el Derecho civil es el ruedo y la legislación hipotecaria el burladero, porque permite evitar las cornadas del verdadero propietario. Es decir, nuestro sistema protege a la persona diligente que adquiere en virtud de un título público (y por tanto controlado en cuanto a su regularidad formal y material), a título oneroso y de buena fe  de quien es titular en el registro e inscribe a su vez, incluso frente a terceros que, siendo los verdaderos propietarios, no han tenido esa precaución. Es un sistema muy elaborado que no existe en los países anglosajones, en los que se sufre la reclamación por el verdadero propietario y el riesgo sólo se cubre con un seguro.

Ahora bien, como la protección que ofrece el sistema es muy poderosa, al punto que en ocasiones puede desposeer al verdadero propietario, se exigen unos controles especiales para entrar en él. Es lo que llamamos inmatriculación, el acceso al registro por primera vez, que exige –art.199 LH- que haya al menos dos títulos públicos (lo que impone ya una continuidad en el tiempo y unas formas), que se haya hecho un expediente de dominio judicial, o título más ciertas actas (con citación a colindantes, coincidencia con catastro y otras pruebas)…Con ello se trata de evitar que cualquiera pueda arrogarse registralmente la propiedad y obtener indebidamente los beneficios del sistema. Es más, incluso una vez inmatriculada la finca, no se va a gozar de esos beneficios en el plazo de dos años (art. 207 de la LH) ni por los adquirentes a título gratuito (ni por supuesto en casos de falta de buena fe).

Y es aquí, precisamente, donde alguna razón podría tener la presidenta autonómica, porque la Iglesia Católica goza de un tratamiento especial y mucho más favorable que el que se aplica al resto de los ciudadanos. En efecto, la Iglesia hacer uso del privilegio que el art. 206 de la Ley Hipotecaria concede al Estado, Provincia, el Municipio y las Corporaciones de Derecho público o servicios organizados que forman parte de la estructura política de aquél para, cuando carezcan de título escrito de dominio, poder inscribir el de los bienes inmuebles que les pertenezcan mediante una certificación librada por el funcionario a cuyo cargo esté la administración de los mismos. Añade el art. 304 del Reglamento Hipotecario que “Tratándose de bienes de la Iglesia, las certificaciones serán expedidas por los Diocesanos respectivos”.

O sea, que el Estado y la Iglesia se libran de los engorroso trámites anteriores y de demostrar su propiedad: basta con su palabra. Puede tener cierto sentido que el Estado pueda inmatricular sus bienes en el registro de una manera directa, dado que se trata de bienes del propio Estado que es el que crea y mantiene el sistema y protege y reconoce propiedades, aunque también cabría plantearse si estos privilegios de la Administración son aceptables cuando, por ejemplo, pueden suponer un perjuicio para el verdadero propietario que ve su finca se la inmatricula el Estado por las buenas. Quizá aquí ya no tiene sentido ese privilegio exorbitante, y así lo dejaba caer Roca. Ahora bien, lo que sí parece inaceptable es que en un Estado laico se siga manteniendo ese mismo privilegio en la inmatriculación de bienes de la Iglesia Católica, que implica atribuirle una veracidad y una comodidad de la que no disfrutan las demás confesiones religiosas ni en general las demás personas físicas o jurídicas (ver aquí). La STS de 18 noviembre 1996 entiende que la extensión de este privilegio a la Iglesia Católica es inconstitucional por violar el principio de igualdad establecido en el art. 14 de la Constitución al no extenderse a las demás confesiones religiosas inscritas y reconocidas. Parece que el gobierno tiene intención de modificar la ley Hipotecaria en este sentido. Ahora bien, conviene volver al principio y recordar que, aunque eso ocurra, eso no impedirá que la iglesia siga siendo propietaria de la Mezquita si le corresponde con arreglo a la ley.

No me cabe duda que la presidenta Díaz conoce perfectamente estás quizá prolijas distinciones, y que el Estado de Derecho, expresión máxima de la civilización en el ámbito jurídico, supone respetar las diferencias de esos diversos entornos y el resultado que resulte de ello, con independencia de consideraciones políticas. Y hay que pedirle que traslade esa complejidad al ciudadano, evitando tratarle como fuera un manojo de emociones que no se enterase de nada, incluso aunque realmente no se entere de nada pues, como dice Fernando Savater, hay que partir de la premisa socrática de que todo el mundo se revela inteligente cuando se le trata como si lo fuera”. Ese es el respeto que se debe al ciudadano.