In memoriam: Emilio Jimenez Ruiz-Gálvez, abogado

 

 

 

 

 

 

En su famosísima obra “La lucha por el Derecho” (1872) Rudolf von Ihering alaba la actitud de ese viajero inglés que, estafado por un cochero, opone a la injusticia una resistencia sorprendente, invirtiendo en la reparación de su derecho –en tiempo y dinero- diez veces más que lo estafado. La gente del pueblo se ríe de él, porque conoce la frustración que esa lucha supondrá. Pero el inglés también lo sabe y pese a ello no se arredra, porque lo que está en juego no es sólo dinero, tampoco únicamente una cuestión de dignidad personal, sino un deber para con la sociedad. En el dinero que niega el inglés y otros pagan hay algo característico de Inglaterra: la historia secular de su desenvolvimiento político y de su vida social.

Pese a su agudeza y brillantez, siempre he pensado que a este análisis de Ihering le faltaba algo. Si el viajero inglés no estuviese de turismo, viajando ocasionalmente por “uno de esos países del Sur”, sino que, ya sea por profesión o por otro motivo, se viese obligado a soportar esos pequeños abusos con demasiada frecuencia, probablemente no tendría más remedio que claudicar (o embarcarse definitivamente para Plymouth). Salvo, claro está, que contase con la ayuda de un personaje que falta en esta historia y que pide a gritos: con un buen abogado del foro. No sólo con un abogado honesto y técnicamente competente, sino con uno tan concienciado y combativo como él (y que además, si es posible, conozca a fondo los intrincados mecanismos de la Justicia local). Pues bien, Emilio Jimenez Ruiz-Gálvez era uno de esos: eslabón imprescindible en la lucha por el Derecho.

En esta sección hemos recordado en otras ocasiones a ilustres profesores que trabajaron incansablemente por el progreso de la ciencia del Derecho en España, contribuyendo de esta manera a lograr una sociedad más justa. Nos proporcionaron inspiración y argumentos para luchar contra las inmunidades del poder público y contra los abusos del privado, y por eso debemos agradecérselo. Recordemos que, como nos mostraron los juristas romanos, el Derecho se formula no en imperativo, sino en indicativo: esto es justo, y lo otro no lo es. Y el jurisprudente es, precisamente, el que es capaz de “indicar” con rigor y claridad.

Pero, ¡ay!, luego esa indicación hay que llevarla a la práctica. Y para eso, ¿en quién puede apoyarse el débil? ¿En quién puede confiar el modesto ciudadano, ajeno a nuestro mundo de juristas, que ocasionalmente tiene un problema o sufre una injusticia? No, desde luego, en el prestigioso profesor, incapaz de ayudarle directamente. Tampoco en el gran despacho, normalmente inaccesible, o quizás situado al otro lado de la barrera, junto al poderoso. Por eso, sin abogados que atiendan diligentemente a los ciudadanos anónimos la Justicia sería una quimera. Peor aún que una quimera: un escarnio. Un luminoso escaparate al que un grueso vidrio impide echar mano.

La grandeza de un Estado de Derecho se comprueba cuando el argumento fuerte vence al débil, pese a que el primero lo sostenga el débil y el segundo el fuerte. Un mundo tan preocupado por las desigualdades económicas (véase el éxito del libro de Piketty) debería reconocer que no existe mejor efecto redistributivo que éste. Al fin y al cabo, como defendieron Aristóteles y Santo Tomás, la justicia conmutativa no es más que una manifestación de la distributiva, pues a nadie le es lícito incrementar su parte en el acervo común a costa del vecino. Y este efecto, silencioso pero enormemente trascendente, lo logran todos los días los abogados de a pie, quienes, junto con muchos jueces de primera instancia e instrucción, constituyen la principal línea de defensa de nuestro maltrecho Estado de Derecho y la principal vanguardia en el combate por la igualdad ante la ley.

Emilio Jimenez era uno de ellos, desde luego. El inconveniente de glosar la actividad de un abogado es que, a diferencia del científico del Derecho, sus logros no se concretan en monografías y artículos doctrinales de uso general, sino en historias particulares que afectan a personas concretas de carne y hueso, y que no procede divulgar. Fui testigo de muchos de ellos. Pero baste decir ahora que asesoraba igual a la gran empresa que a la viuda sin recursos, y nunca sacrificó el tiempo que esta última exigía para concedérselo a la primera. Negoció con tino y acierto y evitó así muchos pleitos innecesarios. Se enfrentó con éxito a unas cuantas multinacionales que, al estilo del cochero de Ihering, confiaban en que los costes y molestias impuestas a sus víctimas les hicieran desistir. No contaban con él, desde luego. Encontró siempre el argumento fuerte y supo hacerlo valer. ¿Qué más se le puede pedir a un abogado?

Emilio Jimenez nació en Madrid, en 1966. Estudió Derecho en su Universidad Complutense. Monárquico y liberal, gran aficionado a la Historia de España y a los toros, murió el pasado día 2 de enero, tras una cruel enfermedad que combatió con la misma entereza y determinación que cualquiera de sus casos. Por eso tampoco perdió este último, en absoluto. Su ejemplo es un tesoro que quedará siempre para su familia, sus amigos y para los muchos a los que ayudó profesionalmente. Descanse en paz.

 

La misa funeral por su eterno descanso tendrá lugar mañana viernes a las 20.00 H en la Parroquia de San Fernando (calle Alberto Alcocer nº 9, Madrid).