Libertad de expresión y libertad religiosa: en el trasfondo del atentado de París

El reciente atentado contra el semanario francés Charlie Hebdo, que ha costado la vida a cerca de veinte personas, pone sobre la mesa varios temas de relevancia jurídica, directa o indirecta.

Entre los segundos se encuentra el número creciente de personas —y de medios de comunicación— que insisten en repetir, a modo de mantra o de conjuro contra las amenazas para la democracia, que el islam es incompatible con la cultura política occidental y en general con nuestro sistema de valores. Esto es un completo desacierto, basado sobre una mezcla de ignorancia, equívoco y prejuicio. La religión islámica no es de suyo una religión violenta o incompatible con los valores y modo de vida occidentales —entre otras cosas, hay muchas y muy diversas interpretaciones del islam, como de casi cualquier otra religión. Cada uno compartirá o no los puntos de vista morales del islam, y podrá considerar que algunos son trasnochados o retrógrados, pero quien tiene amigos musulmanes que toman en serio su religión —yo tengo unos cuantos— sabe que normalmente son personas de un elevado nivel moral. De ahí que un hipotético intento de justificar medidas de discriminación sobre el islam sobre la base de estos atentados, u otros similares, no solamente no tendría fundamento jurídico alguno, sino que iría contra el derecho fundamental de libertad religiosa garantizado por la Constitución y por los tratados internacionales de derechos humanos.

Naturalmente, hay quienes utilizan la bandera del islam para justificar actos violentos o intimidatorios, o para tergiversar la realidad y presentarse como víctimas en lugar de agresores (la legítima defensa de sus creencias y tradiciones contra la imposición autoritaria de las democracias occidentales basadas en el descreimiento, se argumenta). Pero eso no hace mala a la religión islámica. Además, ese modo de actuar no sólo se aplica a las religiones sino a otras muchas causas de suyo legítimas. En España lo sabemos bien: hemos sufrido la violencia de ETA y de posiciones políticas afines, disfrazada de defensa del nacionalismo vasco (que es de suyo una opción legítima, se esté o no de acuerdo con ella). Identificar el terrorismo que se presenta como islámico con el propio islam sería tan tonto como hacer equivalentes el terrorismo abertzale y la identidad vasca. En el fondo, además, eso es lo que persiguen los terroristas: propagar el odio como un modo de subvertir la vida social. Por eso son tan apreciables las numerosas reacciones de autoridades islámicas o de teólogos musulmanes contra el atentado, negando que tenga ningún fundamento religioso objetivo (vid., por ejemplo, en España www.webislam.com).

Entre los temas de directa relevancia jurídica, el más importante es el que concierne a cómo abordar los conflictos entre libertad de expresión y sentimientos religiosos. No olvidemos que el atentado tuvo lugar contra el semanario que difundió en 2006 las llamadas “caricaturas de Mahoma”, previamente publicadas por el diario danés Jyllands-Posten, consideradas seriamente blasfemas por muchos musulmanes, y una invitación a la discriminación de los franceses de origen islámico por muchos otros. Veamos brevemente cuáles son las coordenadas esenciales para un correcto análisis jurídico de la cuestión, teniendo en cuenta la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo (vid., para un análisis más pormenorizado, J. Martínez-Torrón y S. Cañamares, Tensiones entre libertad de expresión y libertad religiosa (coords.), Tirant Lo Blanch, Valencia 2014).

Hay un primer punto intocable: la violencia física nunca puede ser considerada una reacción legítima frente a una ofensa verbal o escrita a una religión, a sus dogmas o personas sagradas, o a sus fieles. Por eso, no hay justificación posible de los atentados de París, como de ningún otro que se presente como castigo merecido para un lenguaje blasfemo.

La cuestión que requiere más matices es la que se refiere a las limitaciones que el ordenamiento jurídico puede imponer a una expresión deliberadamente ofensiva para una religión. De nuevo aquí encontramos una afirmación indiscutida: el derecho fundamental a la libertad de expresión no protege el hate speech o lenguaje de odio, ya sea antirreligioso o de cualquier otro tipo; ni tampoco la calumnia intencionada (casos Jersild y Gündüz, entre otros). Es más, esas conductas pueden ser, y son a menudo, penalmente sancionables. De ahí que el art. 510 del Código Penal español criminalice la provocación “a la discriminación, al odio o a la violencia contra grupos o asociaciones por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias”, entre otros; y castigue también la difusión de informaciones injuriosas en los mismos términos, cuando existe “conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”.

Menos claras resultan las respuestas posibles frente a situaciones de ofensa a la religión que no son calificables ni de hate speech ni de calumnia (en este último caso porque tienen, al menos parcialmente, algún fundamento de hecho). En el fondo, la cuestión central consiste en dilucidar si la protección de los sentimientos religiosos —de la mayoría o de una minoría— forma parte de la garantía de la libertad de religión y de creencias.

Aquí, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha adoptado una posición más ambigua. Por un lado, ha afirmado que las religiones no pueden esperar permanecer libres de crítica, y que, por tanto, han de tolerar expresiones que “ofenden, escandalizan o molestan”. Pero, al mismo tiempo, ha mantenido que el Convenio Europeo de Derechos Humanos no impone una política uniforme al respecto, y que los ordenamientos jurídicos de cada país tienen cierta discrecionalidad para sancionar las expresiones “gratuitamente ofensivas” contra una religión o sus símbolos sagrados (casos Otto-Preminger-Institut y Wingrove). De hecho, en España, el art. 525 del Código Penal criminaliza el escarnio público, de palabra o por escrito, de los “dogmas, creencias, ritos o ceremonias” de una confesión religiosa con intención de ofender los sentimientos de sus miembros; y aplica la misma pena a una conducta análoga respecto de quienes no profesan religión alguna.

Muchos pensamos que ese artículo del Código Penal es de dudosa justificación —afortunadamente no se aplica prácticamente nunca— porque la tutela de los sentimientos religiosos no forma parte, de suyo, de la garantía de la libertad religiosa. Las expresiones ofensivas para la religión, incluso las “gratuitamente ofensivas”, sólo pueden restringirse o sancionarse en casos extremos: en concreto, cuando el lenguaje ofensivo, aun no constituyendo en rigor hate speech, puede traducirse de hecho, por las circunstancias y el contexto, en una limitación al derecho de libertad religiosa de las personas: por ejemplo, produciendo situaciones de discriminación o impidiendo que algunos ciudadanos practiquen libremente su religión. Esto es más fácil que suceda en el caso de minorías religiosas, por lo general más vulnerables, que en el de la religión mayoritaria.

Entiéndaseme bien. No es que considere que esa clase de lenguaje es encomiable o que merezca un juicio social, moral o políticamente positivo. Al contrario: creo que la ofensa gratuita, en este y en cualquier otro ámbito, es algo a evitar. Pero el respeto a la libertad de expresión, que es una de las libertades clave de un sistema democrático, sólo puede ser restringida en casos de estricta necesidad. La censura no es amiga de la democracia. Y no se olvide, además, que el derecho es un instrumento de organización social que tiene sus limitaciones: no sirve para todo, en contra de lo que cada vez más gente piensa, ni es la única fuente de legitimidad de comportamientos humanos. Identificar legalidad y legitimidad moral es un error notable. Hay expresiones ofensivas que el derecho debe permitir, pero que no por ello reclaman un juicio positivo por parte de la sociedad.

Por esa misma razón, entiendo muy bien a quienes en estos días, en diversos países, se han pronunciado bajo el lema “yo no soy Charlie”, en contra de la corriente mayoritaria. El atentado contra la vida de los redactores de Charlie Hebdo es execrable, y debe ser condenado sin ambages, pero eso no hace de los asesinados unos héroes de la libertad de expresión.

El semanario francés nunca se ha distinguido ni por su buen gusto, ni por lo sofisticado de su humor, ni por su contribución positiva a un clima de convivencia social impregnada de respeto por quienes piensan diferente. Al contrario, su línea ha sido más bien la de la ofensa grosera, sin reparar en el daño para la buena fama de personas o de grupos minoritarios, que muchos no consideramos la mejor manera de promover un ambiente de debate intelectual sobre cuestiones de importancia, o sobre aspectos esenciales que definen la identidad de los ciudadanos. Su reproducción de las “caricaturas de Mahoma” del Jyllands-Posten fue sólo una más de sus desafortunadas sátiras, más aireada que otras por las consecuencias, entonces y ahora. Su labor periodística era tan jurídicamente legítima como, a juicio de muchos, moral y socialmente reprobable. Beatificar a periodistas cuya actividad se asemejaba más a un negocio basado en el escándalo que a la lucha por las libertades, es un importante error de perspectiva, que impide llegar al fondo del problema.

La amenaza yihadista y el Derecho penal del enemigo

¿Le parece a usted normal, querido lector, o incluso deseable, penalizar la lectura habitual de páginas webs que ensalzan la Yihad? ¿Se ha parado a pensar a dónde estamos conduciendo nuestro Derecho penal, si es que aun cabe llamarlo así? ¿Ha reflexionado usted sobre sus implicaciones para nuestra convivencia democrática, esa que supuestamente pretendemos defender con este tipo de normas?

Los atentados de París han creado una enorme conmoción a nivel internacional. “Francia está en guerra”, ha afirmado su primer ministro, Manuel Valls. Diecisiete asesinatos no son poca cosa, sin duda. Pero no hay que viajar a Nigeria, Yemen o Afganistán para ponerlos en contexto. Como nos recordaba hace poco Iñaki Arteta con su magnífico documental titulado 1980, ese año ETA asesinó a 98 personas. Es cierto que solo en un día, el 11 de septiembre de 2001, el terrorismo yihadista asesinó a tres mil, y que el 11 de marzo de 2004 fueron asesinadas 190 en Madrid. ¿Estamos en guerra entonces, una que justificaría un Derecho penal del enemigo? Cabe dudarlo. En la última gran guerra internacional, EEUU, la potencia combatiente con menos víctimas mortales, perdía casi 300 al día (Alemania 3500). Incluso en Vietnam perdió 11 vidas diariamente durante toda una década. Sin embargo, la retórica bélica domina totalmente nuestro discurso político y periodístico en Europa (no digamos en EEUU), pese a que la posibilidad de derrota militar sea inexistente. Está en juego nuestra supervivencia como civilización, se dice, y lo que procede es reaccionar en consecuencia, especialmente con el Derecho penal.

Como ocurre siempre ante cada nueva crisis, en España el miedo se aplaca con los ritos simbólicos ya conocidos: los políticos anuncian nuevas medidas de emergencia, incluidas las legislativas, y algunas de ellas, incluso, se terminan aprobando. El pasado día 14 de enero el PP y el PSOE anunciaron su disponibilidad a llegar a un nuevo acuerdo sobre materia penal que se concretará, como suele ser ya habitual en toda Europa, en nuevos tipos bastante abiertos (entre ellos el de la consulta de páginas web citada y la intención de preparar atentados sin asociación ninguna) y en un incremento de las penas (en este tema, como en tantos, no hay apenas diferencia entre “progresistas” y “conservadores”). La música nos suena ya muy vieja. Desde hace treinta años, desde que Günther Jakobs acuñase el término, los penalistas vienen discutiendo sobre este fenómeno del “Derecho penal del enemigo” y sobre “la expansión” del Derecho penal. Pues bien, parece claro que esta discutible tendencia no ha hecho más que acelerarse, y que ahora está adquiriendo una peligrosa velocidad de vértigo.

¿Qué es el Derecho penal del enemigo? Para Jakobs se caracterizaría por la concurrencia de tres notas fundamentales. La primera sería el “adelantamiento” de la punibilidad. La norma no mira tanto al pasado, al hecho cometido, como al futuro, a la peligrosidad potencial de la persona (recuerden Minority report de Tom Cruise). La segunda es el agravamiento de las penas, sin apenas diferencia entre la potencia y el acto, es decir, entre la preparación y la consumación. Y la tercera es la supresión o relativización de las garantías procesales (incomunicación, intervención de las comunicaciones, investigaciones secretas, confiscación de pasaportes, etc.). Su justificación descansaría en la amenaza radical para el propio orden jurídico que supondrían determinados delitos, realizados no por ciudadanos “desviados”, sino por verdaderos “enemigos”.

Para Jakobs lo más preocupante era la paulatina contaminación del “Derecho penal del ciudadano”, es decir, del Derecho penal clásico, con sus tipos claros referidos siempre a hechos pretéritos, con la leve incriminación de la preparación y con sus garantías procesales -en definitiva, las notas que asimilamos a un verdadero Estado de Derecho- por este nuevo Derecho penal del enemigo que, en cualquier caso, debería tener un carácter excepcional. Sin embargo, no son pocos los que van más allá y ponen en cuestión la misma justificación de esta excepcionalidad, entre otras cosas por lo difícil que resulta luego evitar esa contaminación. Pero es que, aun siendo posible evitar ese riesgo, se critica especialmente por su inutilidad y por su contradicción con lo que se pretende defender.

Vayamos por partes. La contaminación resulta bastante obvia en la actualidad, e incluso va en aumento. El tratamiento del tráfico de drogas y del blanqueo de capitales es un ejemplo muy claro. Pero es que las técnicas propias del Derecho penal del enemigo no solo se aplican en estos sectores que, pese a no tener potencialidad suficiente para destruir nuestra civilización producen un indudable efecto dañino, sino en sectores cada vez más inocuos. Allí donde la pena no implica privación de libertad su uso es extensivo, como ha demostrado Jesús María Silva (La expansión del Derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales). Un nuevo ejemplo interesante es la pretensión compartida por muchos partidos de prohibir a los políticos imputados o incluso “investigados” presentarse a las elecciones. Entiéndanme, por supuesto que creo que un político imputado o investigado no debe presentarse a las elecciones, lo que discuto es que una ley tenga que imponerlo. Si un político imputado se presenta a las elecciones y los ciudadanos le votan no tenemos civilización que defender (no confundamos la moral y la política con el Derecho, por favor). Pero es que, incluso, esa política punitiva amenaza con extenderse a las mismísimas penas de privación de libertad por delitos de escasa relevancia social. Es lo que Silva ha denominado la “tercera velocidad” de nuestro Ordenamiento penal.

Si de la contaminación pasamos a la justificación de la excepción, la conclusión sigue siendo igual de preocupante. En realidad, lo que existe no es el miedo a una derrota militar, sino a una “contaminación política y social”, como demuestra el último libro de Houllebecq, tan expresivamente titulado “Sumisión”. Un miedo a que los ciudadanos dejen de ser, efectivamente, “ciudadanos”. Sin embargo, el Derecho penal del enemigo supone una implícita legitimación de -precisamente- la Yihad o el combate bélico entre combatientes enemigos situados en una relativa posición de igualdad, por mucho que nosotros siempre seamos los buenos. De esta manera, su efecto disuasorio es nulo. Como ha señalado Manuel Cancio (Derecho penal del enemigo) “la mayor desautorización que puede corresponder a esa desafección intentada por el “enemigo” es la reafirmación de la pertenencia del sujeto en cuestión a la ciudadanía general, es decir, la afirmación de que su infracción es un delito, no un acto cometido en una guerra”. La lucha frente a ETA dio un paso de gigante cuando sus militantes consiguieron ser “reducidos” de la categoría de gudaris enemigos a la de simples ciudadanos delincuentes. La retórica bélica en boga no parece, pues, muy recomendable. Todavía menos si nos percatamos de su efecto respecto de la ciudadanía en general, pues fomentará sospechar de quinta columnistas respecto de todos aquellos “próximos” al “enemigo”, ya sea por compartir una religión o una nacionalidad.

Esto último nos corrobora, por si hiciera falta, que lo que realmente está en juego no es la utilidad de estas medidas, sino los principios de un Estado democrático y de Derecho. Al igual que negociar con ETA no era la mejor forma de eliminar la coacción antidemocrática que ella implicaba, sucumbir a la amenaza de devaluar nuestros principios democráticos y liberales mediante la aceptación acrítica del Derecho penal del enemigo no es, precisamente, la mejor forma de luchar contra ella.

¿Todos somos Charlie? Ok, pues para empezar tendremos, como ellos, que acostumbrarnos a jugarnos la vida con pocos guardaespaldas. Es el riesgo que conlleva la libertad.

 

 

¿Qué puede hacerse frente a los precios abusivos de los medicamentos patentados? La posible concesión de licencias obligatorias por la autoridad de competencia

En estos días son noticia las movilizaciones de los enfermos de Hepatitis C para que se implanten soluciones que les permitan costear el tratamiento mediante sofosbuvir, principio activo del antivírico que se comercializa bajo el nombre “Sovaldi”.

Su elevado precio no se debe al coste de producción, sino al hecho de que, al estar patentado, la empresa titular disfruta de un monopolio de fabricación, comercialización, importación, etc., que le permite imponer libremente el precio sin ninguna clase de competencia, al menos mientras dure la patente. Entre los países en que la invención está protegida, hay llamativas diferencias de precio, circunstancia que llevó a la Comisión de Finanzas del Senado estadounidense, el pasado 11 de julio de 2014, a requerir a Gilead, titular de la patente, para que explique cómo establece el precio de los tratamientos de sofosbuvir.

El Derecho de patentes es la manifestación de un frágil equilibrio entre dos intereses contrapuestos: el interés general y el interés individual del titular de la patente. La defensa del interés general requiere fomentar la verdadera innovación (de la que todos nos beneficiamos), pero también que no haya precios excesivos y máxime en productos de primera necesidad. El interés individual quiere conseguir patentes de la forma más fácil, rápida y barata posible y, además, extender el monopolio en sus dimensiones geográfica y temporal tan ampliamente como sea posible. ¿Dónde ha de situarse, pues, el equilibro? En que el monopolio no puede ser ni ilimitado ni injustificado: por eso dura solo veinte años y, además, no se permite patentar cualquier cosa, solo invenciones que sean nuevas y no evidentes (que tengan actividad inventiva), requisitos para cuya verificación es indispensable un proceso de examen riguroso que evite “coladeras” que, a la postre, trasladen a los interesados la carga de impugnar las patentes nulas y, que en el peor de los casos, estos no puedan o no sepan cómo hacerlo, terminándose por imponer a los ciudadanos unos  peajes injustificados, sin la mínima contribución positiva para el interés general.

En el caso específico de los medicamentos están, además, en juego la salud y la vida de las personas, valores que, a todas luces, son superiores al derecho del titular a obtener el máximo beneficio económico. Esto nos lleva directamente a plantearnos si existe un problema moral por el hecho de que las patentes recaigan sobre bienes indispensables para mantener a las personas con vida. Y, más aún, cuando quien fija el precio monopolístico no fue quien se esforzó por hallar la cura de una enfermedad, sino quien compró las patentes. En un supuesto tal, el sistema no estaría ya “recompensando” al investigador, sino a quien adquirió los derechos en el curso de una cadena especulativa más o menos larga.

Frente a tales reparos podría argumentarse que las patentes son el único sistema viable para fomentar la innovación y que, si no fuera por ellas, no existiría progreso técnico. Pero este enfoque plantearía, a mi modo de ver, dos objeciones. La primera, que responde a una visión un tanto sesgada, al descartar que los seres humanos puedan actuar guiados por motivaciones nobles, como la de mejorar las condiciones de vida de sus semejantes. La segunda, que confiar exclusivamente la investigación médica al sistema de patentes deja sin resolver graves problemas, como el de las enfermedades de los países pobres o el de las enfermedades raras, casos ambos en los que, a priori, no parece estar tan garantizada una rentabilidad futura. Para una reflexión sobre estas preocupaciones, recomiendo la lectura del informe de Intermón Oxfam “Patentes contra Pacientes” de 2006.

¿Qué ocurre cuándo las patentes recaen sobre bienes de primera necesidad y están en juego la vida y la salud de las personas que, debido a unos precios excesivos, no pueden acceder a tales bienes? Para dar respuesta a esta cuestión, el Derecho proporciona, a mi juicio, las herramientas adecuadas cuyas posibilidades y potencialidades conviene conocer.

Vayamos por partes. El artículo 2 Ley de Defensa de la Competencia  prohíbe la explotación abusiva de la posición de dominio, que podrá consistir en la imposición de precios no equitativos. De manera que, si se acredita que una empresa ha abusado de su posición dominante, se le podrá multar, ponerse fin a la práctica y adoptar cualquier otro remedio para poner fin a la misma.

Hay quien opina que, con carácter general, no es conveniente abordar los  problemas de precios excesivos por la vía sancionadora y últimamente ha ganado fuerza un discurso económico según el cual resulta preferible la opción por los remedios regulatorios, siempre que sea posible. Esta tesis responde al siguiente planteamiento: cuando una empresa en posición dominante sube los precios, los competidores serán atraídos hacia ese mercado por la expectativa de unas elevadas ganancias, de manera que la clave para asegurar la competencia ya no está en sancionar al que impone precios abusivos, sino en suprimir las barreras que dificultan la entrada de nuevos competidores.

Pero en el caso de las patentes, no puede “suprimirse la barrera”. Aquí, el margen de actuación del regulador está absolutamente condicionado por los compromisos internacionales asumidos por España, como la pertenencia a la Organización Mundial del Comercio y la consiguiente adopción del Acuerdo sobre los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) que establece unos estándares mínimos comunes en la protección de la propiedad intelectual que todos los Estados han de respetar. También el Derecho Comunitario condiciona la acción del legislador español: un dato relevante es que cuando España se adhirió a la Comunidad Económica Europea en 1986, se le exigió expresamente proteger las patentes de productos químicos y farmacéuticos.

Por eso, frente a los problemas de precios excesivos impuestos por el titular de una patente, hay pocos remedios regulatorios que valgan: si mañana España aboliera las patentes o recortase su duración por debajo de los veinte años que fija el ADPIC, se vería expuesta a graves consecuencias y, probablemente, no podríamos exportar nuestros productos, quedando fuera del comercio internacional con el consiguiente empobrecimiento del país. El debate -más necesario que nunca- sobre los límites de estos derechos excede ya de nuestras fronteras y se ha trasladado a otros foros, como el Parlamento Europeo o la Organización Mundial del Comercio.

Esto no significa que el margen de acción de un Estado para frenar los abusos de las patentes sea nulo. El artículo 73 de la Ley Patentes 11/1986 permite incluso la expropiación si así lo requiere el interés general, pero quizá no haga falta llegar tan lejos. La Ley de Patentes también permite al Gobierno someter una patente al régimen de licencias obligatorias, lo que implica romper el monopolio para dar entrada, de una manera forzosa, a nuevos productores lo cual conducirá a una bajada de los precios. Tal posibilidad viene expresamente amparada por el artículo 90 que dice que “por motivo de interés público, el Gobierno podrá someter en cualquier momento una solicitud de patente o una patente ya otorgada a la concesión de licencias obligatorias, disponiéndolo así por Real Decreto”. Según el párrafo 2º, se considerará que existen motivos de interés público “cuando la iniciación, el incremento o la generalización de la explotación del invento, o la mejora de las condiciones en que tal explotación se realiza, sean de primordial importancia para la salud pública o para la defensa nacional”.

Cualquier Estado Miembro de la OMC puede someter una patente al régimen de licencias obligatorias si está en juego la salud de su población, tal y como quedó claro tras la Declamación de Doha, aprobada unánimemente en 2001, en la que todos los miembros se reconocieron la libertad de cada Estado para tomar decisiones sobre esta cuestión, habida cuenta de que la salud de las personas es un bien superior.

Pero el sometimiento de una patente al régimen de licencias obligatorias, en los casos de interés general que prevé el artículo 90 LP, es una decisión política (y por, ende, no reglada) que solo el Consejo de Ministros puede acordar y lo cierto es que ningún Gobierno de España ha adoptado jamás una decisión semejante. Esta naturaleza discrecional determina que esta opción adolezca de una importante debilidad, lo que requiere explorar otras vías y esto nos lleva de nuevo directamente al artículo 2 de la Ley de Defensa de la Competencia que, como se ha dicho, permite corregir un problema de precios excesivos por la vía sancionadora.

Para determinar cuándo los precios son excesivos puede atenderse al coste de producción, como quedó establecido en la sentencia del TJUE de 14 de febrero de 1978 (caso United Brands), pero esta opción, en los activos de naturaleza inmaterial, no siempre es viable, dado que una vez que la patente ha sido obtenida, su utilización por un número adicional de usuarios no siempre da lugar a un incremento de los costes. Por eso, en ocasiones, se ha atendido a otros elementos, como la comparación sobre bases homogéneas, por ejemplo, teniendo en cuenta los cánones exigidos en otros países. No quiero extenderme más en esta cuestión, cuyo análisis requeriría un estudio a fondo con los datos disponibles en cada supuesto. Para conocer los criterios que la jurisprudencia comunitaria ha manejado para determinar cuándo estamos ante un precio excesivo, me remito a la lectura de este trabajo de Massimo Motta.

Lo interesante es que la autoridad de competencia no solo puede sancionar, sino que, además, tiene la facultad de adoptar otras decisiones. En este sentido, el artículo 53.2 b) de la Ley de Defensa de la Competencia habilita al Consejo de la CNMC a imponer “condiciones u obligaciones determinadas, ya sean estructurales o de comportamiento”, lo cual incluye la facultad de someter una patente al régimen de licencias obligatorias.

El  Proyecto de Ley de Patentes, actualmente en tramitación parlamentaria, incluye un nuevo artículo 94 en el que, bajo la rúbrica, “Licencias obligatorias para poner remedio a prácticas anticompetitivas”, explicita esta opción y resuelve algunas de las cuestiones prácticas que plantea, como la necesaria publicidad a los terceros a través de la publicación en el Boletín Oficial de la Propiedad Industrial para el caso de que la autoridad de competencia acuerde la concesión de una licencia obligatoria.

La idea de que la concesión de licencias obligatorias puede ser un remedio potencialmente útil para poner fin a los abusos de posición dominante en el ámbito de las patentes la desarrollé hace algunos años en un artículo que me permito citar aquí y coincide con lo expresado en el informe (IPN/DP/004/14 ) de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia de 2014 sobre el Anteproyecto de la Ley de Patentes, donde se dice que “la constitución de una licencia obligatoria puede ser un remedio potencialmente útil para poner freno a prácticas abusivas.”

Creo que esta es una interesante vía que podría explorarse.

En elogio de la Transición: a propósito del libro “La sombra de Suarez”.

En estos días en que tanto se habla (y no precisamente para bien) del sistema político diseñado en la Transición conviene leer libros como “La sombra de Suarez, Eduardo Navarro” de la editorial Plaza Janés, con un acertado prólogo de nuestro colaborador Jorge Trias acerca de la personalidad y circunstancias vitales de Eduardo Navarro. Eduardo Navarro fue testigo excepcional y poco conocido de lo sucedido en aquellos años, siendo el hilo conductor de su relato la figura de Adolfo Suarez, al que el autor conoce en el colegio mayor que dirige y con el que establecerá una larga relación profesional y sobre todo personal. Jorge Trías fue el depositario del manuscrito de Eduardo Navarro en el que se cuentan los principales acontecimientos políticos ocurridos en España desde el final del franquismo a los primeros años de la Transición. Al parecer existía un proyecto de Memorias que Eduardo Navarro no pudo finalmente llevar a cabo, pero los documentos inéditos entregados a Trías como “los papeles de Suarez” constituyen un testimonio realmente excepcional de una época de nuestra historia ahora sometida a revisión y escrutinio de forma poco benevolente y lo que es seguramente peor, poco informada.

En ese sentido, resulta francamente interesante la lectura de un manuscrito escrito por una persona cuyo destino -como él mismo reconocía- fue “haber escrito con un pseudónimo que se llama Adolfo Suarez”. La figura de Adolfo Suarez –pese a la no siempre fácil relación con el autor- así como la de otros protagonistas de la Transición,  muchos de ellos procedentes del sector aperturista del Régimen, nos asombran a estas alturas sencillamente asombrosas tanto por lo que hicieron como por la rapidez con que lo hicieron en un contexto político, social y económico muy difícil.  Personajes como Torcuato Fernández Miranda o el general Gutiérrez Mellado, por mencionar solo a dos de los protagonistas, se van engrandeciendo a medida que pasa el tiempo. Quizá lo que más sorprenda –en ese sentido la comparación con los políticos actuales resulta odiosa- es la altura de miras y la generosidad que demostraron muchos de estos protagonistas de nuestra historia reciente, algunos de ellos hombres procedentes del Régimen franquista. Otro aspecto que llama la atención es el hecho de que gente como Adolfo Suarez saliera de la política no solo con dignidad sino sin un puesto en una empresa energética o en una consultora o despacho de campanillas. Ciertamente, eran otros tiempos, todavía no se habían inventado las “revolving door” que han llevado a tantos y tantos políticos a empresas reguladas particularmente las del sector eléctrico 

El contraste por lo demás que ofrece Adolfo Suarez –tratado con respeto, pero ni mucho menos de manera hagiográfica- con otros políticos de la época, particularmente de  UCD es francamente llamativa. La diferencia es la que hay básicamente en la que hay entre un político que busca los intereses generales del país (tal como él los concibe, con mejor o peor fortuna claro está) y la del político que busca sus intereses particulares, ya sean partidistas o personales. Y hay que recordar que la mayoría de los políticos que contribuyeron a enterrar UCD en un tiempo récord siguieron muchos años en activo ya que la mayoría se “recolocaron” en el PP con un éxito notable, lo que da que pensar. Quizá una de las lecciones más interesantes del libro es el comportamiento de muchos “barones” del partido centrista con respecto a su líder, al que despreciaban por sus carencias de formación y de “clase” , pero sin el cual nunca hubieran conseguido los votos que les dieron el poder al ser todos ellos bastante desconocidos para los electores.  También es curioso darse cuenta de que pese a que Suarez era el líder del partido y el que conseguía los votos, los barones tenían mando en plaza y le podían poner la proa de forma impensable en un partido político español por muchas elecciones que pierda o su líder. En ese sentido, el contraste con lo que sucede en la actualidad es muy llamativo.

Otra reflexión que se hace en el libro y que me parece muy acertada es la relativa a la forma en que se elaboró la Constitución de 1978. Señala el autor que los criterios que prevalecieron fueron los de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, es decir, que se primó el consenso (la negociación fue difícil) sobre la publicidad y, de alguna forma, se hurtó el debate constitucional a los españoles, de manera que estos no pudieron tomar partido al margen de los partidos. Concluye que “el procedimiento fue feo pero eficaz. Un debate público sin consenso no hubiera resuelto ningún problema o no los hubiera resuelto mejor que como por el consenso se resolvieron”. Me parece que este análisis –con el que básicamente estoy de acuerdo- explica alguna de las características de una democracia que se hizo “desde arriba” y de alguna forma a la medida de los partidos políticos. Dicho lo cual, considero que probablemente no había otra forma “eficaz” de implantar la democracia en España.

Pero quizá lo más relevante para el lector –o al menos lo ha sido para mí- es llegar a comprender como lo que salió francamente bien –la Transición- pudo haber salido francamente mal. La historia nunca no está escrita, conviene recordarlo en este comienzo del año 2015 donde nos jugamos tanto. El necesario cambio de sistema político puede salir bien pero también puede salir mal. Y para que salga bien es imprescindible que exista un número suficiente de personas con responsabilidades políticas honestas y con altura de miras que piensen antes en los intereses generales de España que en los suyos propios, y que además esa gente tenga detrás una “masa crítica” suficiente de ciudadanos españoles. Ambas cosas están por ver. Y por supuesto, es imprescindible que las reformas se hagan con pleno respeto al Estado de Derecho pasando “de la ley a la ley”.

Democracia y votaciones

El pasado 12 de enero, tuvimos la oportunidad de asistir a una de esas “tormentas” en las redes sociales que con cierta frecuencia origina Podemos. En este caso, la causante del revuelo fue Begoña Gutierrez, secretaria general de Podemos en Sevilla. Al final de una entrevista concedida a El Mundo, el periodista le preguntó: “Dígame por último si es verdad eso de que si Podemos gobierna prohibirá la Semana Santa.” a lo que Dña. Begoña contestó “En Podemos todo lo decidimos los ciudadanos y los ciudadanas. Si se llegara a plantear esa cuestión, serían ellos quienes lo decidirían.” (Ver el contenido completo de la entrevista aquí)
La polémica estaba servida: desde los años previos a la Guerra Civil, nunca se había cuestionado en Sevilla la Semana Santa, fiesta enormemente arraigada en la ciudad: aproximadamente la mitad de la población pertenece a alguna hermandad, y más de 100.000 personas hacen estación de penitencia esa Semana (los comúnmente conocidos como “nazarenos”).
No tardó en desdecirse la entrevistada, que al día siguiente poco le faltó para manifestarse más cofrade que cualquier Hermano Mayor: “La Semana Santa es patrimonio cultural de Sevilla y @PodemosSevilla no se cuestiona su celebración porque también somos Sevilla.” escribió en Twitter, intentando (sin mucho éxito) zanjar la polémica.
Me gustaría, más que entrar en el tema concreto de este “desliz” de Dña. Begoña, detenerme un poco en el espíritu de su afirmación: “En Podemos todo lo decidimos los ciudadanos y las ciudadanas”. De la declaración se deduce que Dña. Begoña cree que todo es susceptible de ser votado. No es la primera vez que se deja caer esa idea desde Podemos (y no sólo desde Podemos: ciertos nacionalismos periféricos suelen insistir en que cualquier cosa puede votarse y, si se aprueba en votación, tiene que ser aceptada). Y sin embargo, esto está muy lejos de ser cierto.
Cualquier democracia que merezca ese nombre, garantiza los derechos y libertades de las minorías, así como de la minoría más minoritaria, que es el individuo. Esa idea está desde luego presente en nuestra Constitución, de modo que, para casos como el que da pie a este artículo, tenemos el Artículo 16: “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.” Es decir, parece que las manifestaciones religiosas están garantizadas por la Constitución y los ciudadanos no pueden simplemente suprimirlas por más que voten mayoritariamente en su contra.
Es bien sabido que a los ideólogos de Podemos no les gusta nuestra Constitución, y querrían cambiarla. Tal vez estén pensando en una nueva Carta Magna donde cualquier cosa pueda ser permitida o prohibida como consecuencia de una votación. Sin embargo, esto podría acarrear consecuencias imprevistas y no siempre deseables para esos mismos ideólogos. Por ejemplo, los ciudadanos podrían votar en contra de las frecuentes manifestaciones por el centro de las grandes ciudades, cercenando de este modo el derecho de manifestación. Si preguntasen a los sufridos vecinos del centro de Madrid al respecto, sospecho cual sería la respuesta.
Otras manifestaciones festivas de diversa índole, como la cabalgata del Orgullo Gay, podrían también verse afectadas. En muchas ciudades, es más que probable que los homosexuales se quedasen sin su fiesta si hubiera que someterla a votación. Es más, podrían verse obligados incluso a ocultarse allí donde los homófobos fuesen mayoría.
Si la democracia consistiese, como parece creer Podemos, solamente en votar, se convertiría en una dictadura de la mayoría, y cualquier minoría, ya fuera elitista o marginal, correría siempre el riesgo de ser reprimida, silenciada o incluso erradicada, dependiendo su suerte tan solo de la buena voluntad de esa mayoría.
Por eso las democracias que merecen ese nombre, se dotan de leyes que aplican tanto a las mayorías como a las minorías, que deben ser acatadas por todos los ciudadanos y que garantizan derechos y libertades, creando un contexto seguro en el que la sociedad y el individuo pueden desarrollarse.
Los populismos no suelen ser muy aficionados a leyes largamente maduradas en parlamentos: prefieren más bien la acción concreta e inmediata, porque es más irreflexiva. Si nos preguntan si queremos suspender el derecho de manifestación, probablemente diremos que no, pero si llevamos una hora en un atasco y nos ofrecen prohibir esa manifestación que la ha causado, la tentación del sí sería mucho más fuerte. La mayoría de los ciudadanos puede estar contra la pena de muerte, pero si nos preguntan por ese asesino de niños, tal vez estemos dispuestos a hacer una excepción.
Usada con habilidad, la votación puede convertirse en una herramienta represiva revestida de prestigio democrático, utilizando mayorías convenientemente motivadas contra minorías molestas, o incluso contra la propia mayoría, que no percibe en toda su extensión las consecuencias de aquello que vota.
Si a esto le sumamos sistemas electorales “creativos” (de los que Podemos también hace gala), podemos fácilmente hacernos una idea de hacia dónde puede conducirnos el “derecho a decidir”.

HD Joven: Calificación universitaria y eficiencia docente

Cuando salí de la universidad, me pregunté dos cosas: si había aprendido todo lo que hubiera podido aprender y, en caso de que la respuesta fuera negativa, si era mi culpa o no. A la primera pregunta, yo, al menos, había de responder con un rotundo “no” y, por tanto, ahora debía averiguar si era mi culpa haber malgastado el tiempo durante lo que me había ocupado una quinta parte de mi vida, la universidad.

Hay miles de factores que pueden tenerse en cuenta para valorar la excelencia de una universidad. Hoy, me pregunto si el modo a través del cual se califica el rendimiento de los alumnos pudiera ser uno de ellos. En España, en general se usa en una escala del 0 al 10. ¿Es este método adecuado? ¿Qué ventajas e inconvenientes tiene respecto de otros métodos?

Hace unas semanas volví de San Francisco, tras haber cursado un intercambio de estudios, y, al haber conocido estudiantes de diferentes países y continentes, con distintos sistemas legales y educativos, el tema del sistema de calificación me ha llamado mucho la atención. En Estados Unidos, por ejemplo, es muy común calificar a los estudiantes por medio del llamado sistema de letras o Bell curve (la campana de Gauss). La nota distintiva de este sistema es la competitividad. En efecto, en las universidades donde se usa este método de calificación, la nota de cada alumno está directamente relacionada con la de los demás y así la competitividad adquiere suma importancia para éstos, no sólo por motivos personales, sino por muchas razones más: es un referente para las instituciones educativas para conceder becas o premios, para las empresas para dar trabajo, etc. Los alumnos “matan” por las máximas notas.

Naturalmente, es inevitable que todo profesor, al corregir los exámenes, haga una estimación del nivel general de la clase y reparta las notas en consecuencia. Sin embargo, la Bell curve es mucho más cruel. ¿Por qué? Porque el número de sobresalientes (A), de notables (B), de aprobados (C), de “cincos pelados” (D) y de suspensos (E/F) se conoce de antemano. Lo que no se sabe es quién los recibirá. Esto ha sido criticado por muchos profesores, que reclaman una mayor discreción y libertad de criterio a la hora de calificar a sus propios alumnos.

Como vemos, en la Bell Curve, un poco a imagen y semejanza de la propia cultura estadounidense, siempre tiene que haber uno o varios ganadores. Siempre, y aunque no lo merezcan. Por ejemplo, obligatoriamente, alrededor de un 5% de los alumnos recibirá A+ (Matrícula de Honor) y otro 10-15% recibirá A y/o A- (Sobresaliente). En definitiva, que un quinto de la clase será considerado excepcional, sin necesidad de que lo haya sido en realidad. E igual sucede con los notables, aprobados y suspensos. Son las reglas; no puede haber premios desiertos, como en los concursos de literatura.

La mayoría de las Law Schools americanas utilizan este sistema. Otras, como algunas de las más prestigiosas (Yale, Harvard, Stanford y Berkeley), utilizan el sistema Pass/Fail (Aprobado/Suspenso). Como su propio nombre indica, consiste simple y llanamente en que sólo se puede o bien aprobar o bien suspender, con algún matiz.

Este sistema, al contrario que el de letras, desecha la competitividad entre los alumnos y, a cambio, invierte en otros aspectos igualmente valiosos para las aulas. Un estudio de Daniel E. Rohe (y otros), The Benefits of Pass-Fail Grading on Stress, Mood, and Group Cohesion in Medical Students, concluyó que el sistema Pass/Fail reduce el estrés y favorece el buen humor y la cohesión entre los estudiantes, sin por ello reducir el nivel de aprendizaje; de hecho, otro estudio incluso afirma que aumenta (ver Can a Pass/Fail Grading System Adequately Reflect Student Progress?) ¿Es así como Yale, por ejemplo, consigue ser valorada la mejor facultad de Derecho del país? ¿Cómo consiguen los alumnos sacar lo mejor de sí mismos sin estar sometidos a presión? Difícil de decir. Tal vez sea porque los alumnos dejan a un lado el ego, el orgullo a veces exagerado de ser el mejor y, simplemente, se centran en aprender, que es en realidad a lo que se va a la universidad. El caso es que funciona, y muy bien.

Luego, existen métodos totalmente distintos, como el de Alemania. Al revés que en el sistema de letras, en el sistema germano uno compite primordialmente contra sí mismo, y no contra los demás, pues, primero, las notas de uno no dependen del resto de la clase y, segundo, las máximas puntuaciones son prácticamente inalcanzables por ningún alumno. Me explico.

En las universidades alemanas, siendo la nota más alta el 18, y la más baja el 0, sólo unos pocos alcanzan un 13 o un 14, a veces un 15, pero, eso sí, un 16, 17 o 18 es prácticamente un logro inaudito, como advierten las propias universidades (ver aquí). Muy pocos estudiantes lo han conseguido. La inmensa mayoría de la clase, nada menos que un 90%, no pasa de un 8 (ver aquí), siendo un 4 (¡de 18!) un aprobado. Es decir, se aprueba satisfaciendo un mísero 22% de los contenidos de la asignatura. Pero ¿es mísero de verdad? Lo dudo a horrores. Lo que ocurre es que el nivel de exigencia es mucho mayor; tanto es así que un 11 sobre 18 en el sistema alemán se convalida por una A, esto es, por la máxima nota del sistema de letras estadounidense (ver aquí).

¿Por qué tanta exigencia? En mi opinión, este sistema pretender ser una mezcla entre desesperante e ingenioso: es precisamente el hecho de que los alumnos saben que no podrán escribir en el examen tanto como el profesor espera de ellos lo que les fuerza a tratar de alcanzar ese imposible. Es, por cierto, una lección de humildad de la que carecen los sistemas americanos; los alemanes no dejan a sus jóvenes abogados que se conformen, ni que caigan en el error de pensar que son únicos y brillantes. Queda mucho por aprender, muchachos… Un amigo mío alemán, en cambio, cree que, más que un intento del sistema por infundir humildad en los estudiantes, es, por las mismas razones, un signo de arrogancia por parte de la élite jurídica, que pretende demostrar que ni el mejor trabajo del mejor estudiante es suficiente para ellos. No obstante, reconoce que, últimamente, los profesores tienden a conceder mejor notas a los estudiantes.

Entonces, ¿qué hay de nuestro sistema, el español? Es un método sin mucha complicación: del 0 al 10, y punto; diez es la nota más alta porque diez es el número más alto y se aprueba con cinco porque está justo en la mitad. De algún modo, está a caballo entre los tres sistemas. Por un lado, aunque es necesario competir con el resto, porque la nota de todo estudiante siempre va a ser valorada, si bien ligeramente, en relación con el rendimiento de la clase, la competitividad no llega al extremo del sistema de letras, en el que todos luchan desesperadamente por la máxima nota y se crean odios innecesarios entre los alumnos. No obstante, nunca me ha parecido que se fuerce a todos los estudiantes a rendir mejor, sino solamente a los que, por naturaleza, son más competitivos. Esa laxa competitividad favorece, eso sí, un mayor compañerismo, pero nunca tan abierto y real como en el sistema Pass/Fail. Por último, tampoco permite el sistema español que los alumnos traten humildemente de auto-superarse, como en el sistema alemán; al revés que en éste, en la universidad española sí está al alcance de cualquiera la máxima nota, un 10.

¿Cuál es entonces el mejor método para incentivar a los alumnos? ¿Los americanos, el alemán, el español o algún otro? Lo único que yo sé es que ninguna de nuestras universidades está entre las cien mejores del mundo. Ninguna (ver aquí, aquí y aquí). En cambio, la educación en Alemania y en Estados Unidos está muy bien considerada, aun respondiendo a patrones de calificación muy distintos. ¿Será que en realidad la forma de calificar no importa y este artículo tampoco? Tal vez. Sin embargo, yo he estudiado con dos de esos métodos y uno de ellos, el de letras, aunque muy estresante y criticable, consiguió sacar más de mí que el sistema del “0 al 10”.

De acuerdo, que sí, que es mi culpa: debería haber estudiado más durante la carrera. Pero, ¿quién sabe?, igual hubiera aprendido muchísimo más con otro sistema. Igual ahora sería Presidente.

 

In memoriam: Emilio Jimenez Ruiz-Gálvez, abogado

 

 

 

 

 

 

En su famosísima obra “La lucha por el Derecho” (1872) Rudolf von Ihering alaba la actitud de ese viajero inglés que, estafado por un cochero, opone a la injusticia una resistencia sorprendente, invirtiendo en la reparación de su derecho –en tiempo y dinero- diez veces más que lo estafado. La gente del pueblo se ríe de él, porque conoce la frustración que esa lucha supondrá. Pero el inglés también lo sabe y pese a ello no se arredra, porque lo que está en juego no es sólo dinero, tampoco únicamente una cuestión de dignidad personal, sino un deber para con la sociedad. En el dinero que niega el inglés y otros pagan hay algo característico de Inglaterra: la historia secular de su desenvolvimiento político y de su vida social.

Pese a su agudeza y brillantez, siempre he pensado que a este análisis de Ihering le faltaba algo. Si el viajero inglés no estuviese de turismo, viajando ocasionalmente por “uno de esos países del Sur”, sino que, ya sea por profesión o por otro motivo, se viese obligado a soportar esos pequeños abusos con demasiada frecuencia, probablemente no tendría más remedio que claudicar (o embarcarse definitivamente para Plymouth). Salvo, claro está, que contase con la ayuda de un personaje que falta en esta historia y que pide a gritos: con un buen abogado del foro. No sólo con un abogado honesto y técnicamente competente, sino con uno tan concienciado y combativo como él (y que además, si es posible, conozca a fondo los intrincados mecanismos de la Justicia local). Pues bien, Emilio Jimenez Ruiz-Gálvez era uno de esos: eslabón imprescindible en la lucha por el Derecho.

En esta sección hemos recordado en otras ocasiones a ilustres profesores que trabajaron incansablemente por el progreso de la ciencia del Derecho en España, contribuyendo de esta manera a lograr una sociedad más justa. Nos proporcionaron inspiración y argumentos para luchar contra las inmunidades del poder público y contra los abusos del privado, y por eso debemos agradecérselo. Recordemos que, como nos mostraron los juristas romanos, el Derecho se formula no en imperativo, sino en indicativo: esto es justo, y lo otro no lo es. Y el jurisprudente es, precisamente, el que es capaz de “indicar” con rigor y claridad.

Pero, ¡ay!, luego esa indicación hay que llevarla a la práctica. Y para eso, ¿en quién puede apoyarse el débil? ¿En quién puede confiar el modesto ciudadano, ajeno a nuestro mundo de juristas, que ocasionalmente tiene un problema o sufre una injusticia? No, desde luego, en el prestigioso profesor, incapaz de ayudarle directamente. Tampoco en el gran despacho, normalmente inaccesible, o quizás situado al otro lado de la barrera, junto al poderoso. Por eso, sin abogados que atiendan diligentemente a los ciudadanos anónimos la Justicia sería una quimera. Peor aún que una quimera: un escarnio. Un luminoso escaparate al que un grueso vidrio impide echar mano.

La grandeza de un Estado de Derecho se comprueba cuando el argumento fuerte vence al débil, pese a que el primero lo sostenga el débil y el segundo el fuerte. Un mundo tan preocupado por las desigualdades económicas (véase el éxito del libro de Piketty) debería reconocer que no existe mejor efecto redistributivo que éste. Al fin y al cabo, como defendieron Aristóteles y Santo Tomás, la justicia conmutativa no es más que una manifestación de la distributiva, pues a nadie le es lícito incrementar su parte en el acervo común a costa del vecino. Y este efecto, silencioso pero enormemente trascendente, lo logran todos los días los abogados de a pie, quienes, junto con muchos jueces de primera instancia e instrucción, constituyen la principal línea de defensa de nuestro maltrecho Estado de Derecho y la principal vanguardia en el combate por la igualdad ante la ley.

Emilio Jimenez era uno de ellos, desde luego. El inconveniente de glosar la actividad de un abogado es que, a diferencia del científico del Derecho, sus logros no se concretan en monografías y artículos doctrinales de uso general, sino en historias particulares que afectan a personas concretas de carne y hueso, y que no procede divulgar. Fui testigo de muchos de ellos. Pero baste decir ahora que asesoraba igual a la gran empresa que a la viuda sin recursos, y nunca sacrificó el tiempo que esta última exigía para concedérselo a la primera. Negoció con tino y acierto y evitó así muchos pleitos innecesarios. Se enfrentó con éxito a unas cuantas multinacionales que, al estilo del cochero de Ihering, confiaban en que los costes y molestias impuestas a sus víctimas les hicieran desistir. No contaban con él, desde luego. Encontró siempre el argumento fuerte y supo hacerlo valer. ¿Qué más se le puede pedir a un abogado?

Emilio Jimenez nació en Madrid, en 1966. Estudió Derecho en su Universidad Complutense. Monárquico y liberal, gran aficionado a la Historia de España y a los toros, murió el pasado día 2 de enero, tras una cruel enfermedad que combatió con la misma entereza y determinación que cualquiera de sus casos. Por eso tampoco perdió este último, en absoluto. Su ejemplo es un tesoro que quedará siempre para su familia, sus amigos y para los muchos a los que ayudó profesionalmente. Descanse en paz.

 

La misa funeral por su eterno descanso tendrá lugar mañana viernes a las 20.00 H en la Parroquia de San Fernando (calle Alberto Alcocer nº 9, Madrid).

Una segunda oportunidad ¿sólo para empresarios?

Parece que el Gobierno pretende abordar por fin un tratamiento concursal de la persona física insolvente  medida que ha sido reclamada por la UE y por el Fondo Monetario Internacional , instituciones que tienen claro que la reforma de las legislaciones nacionales sobre insolvencia es una herramienta importante para promover la recuperación económica.

En este blog desde hace ya bastante tiempo hemos denunciado la lamentable regulación actualmente vigente en esta materia y el impacto económico que tiene el condenar a la exclusión social al empresario que fracasa en su primera iniciativa. aquí, aquí y aquí   Las consecuencias en el empleo y en el déficit público de esta opción legislativa son brutales tal y como ha puesto de relieve la UE en recientes estudios.   Cada año un millón de empresas cierran en Europa. De hecho, solo el 50% de las empresas sobrevive 5 años después de haber sido creadas. De todas las empresas que cierran, solo el 15% lo hacen en un proceso concursal y el 96% suelen ser concursos no culpables.

En España la mayoría del tejido empresarial está formado por empresarios personas naturales[1]. A pesar de ello, aquí se les maltrata y mucho. El fracaso empresarial está estigmatizado y  esta es una visión muy distinta a la de otras culturas y países en las que las personas que, por ejemplo, se presentan a una entrevista de trabajo con algún fracaso en su currículum se consideran candidatos muy valiosos, ya que han vivido un proceso de aprendizaje que puede ser extremadamente útil y que cuentan con capacidades que no habrían podido adquirir de otra forma. Esto ocurre en países como USA en los que un inversor confía más en un emprendedor que haya fracasado ya en varias ocasiones. Ya Albert Einstein dijo “Anyone who has never made a mistake has never tried anything new”.

A pesar de la larga experiencia en otros países donde se ha evidenciado un aumento en la iniciativa empresarial y en el PIB con una legislación de insolvencia más favorable al deudor[2], España ha seguido condenando a la exclusión social al empresario que fracasa, haciéndole responder de las deudas empresariales con sus bienes presentes y futuros (art. 1911 Código Civil), invitándole a la economía sumergida para evitar la agresión de su patrimonio personal. La reforma de la Ley de Apoyo a los Emprendedores y su internacionalización que analizamos aquí  y aquí     fue un intento patético de resolver el problema. Otro brindis al sol tal y como ya puso de relieve el FMI que sacó los colores al legislador español por la ineficacia de su regulación.

Ahora bien, lo que cabe plantear es si el diseño de un régimen de segunda oportunidad debe ser el mismo para toda persona natural o debe dotarse de un régimen especial al empresario persona física. En la actualidad ya existen diferencias: solo el empresario y profesional puede acudir al acuerdo extrajudicial de pagos y en caso de fracaso del mismo e iniciarse concurso consecutivo el deudor podrá exonerar sus deudas si abona los créditos contra la masa, los garantizados, el crédito público.

Por el contrario, si se trata de un consumidor, no cabe para él la posibilidad de acudir a un procedimiento extrajudicial previo (cosa impensable en la mayoría de los países de nuestro entorno) y solo podrá exonerar el pasivo pendiente si abona los créditos contra la masa, el crédito garantizado y el 25% del pasivo ordinario. Un consumidor podrá exonerar crédito público y un empresario que acuda al procedimiento para lograr un acuerdo extrajudicial de pagos no. El mundo al revés: las deudas con la Hacienda Pública ahogan a los empresarios y si éstos intentan un acuerdo, resulta que no cabe exoneración del crédito público.

¿Es lógico mantener estas diferencias de régimen jurídico? ¿es lógico que un consumidor no pueda acudir a un procedimiento para lograr la salida convencional de la crisis? ¿es lógico que un empresario que ha intentado un acuerdo extrajudicial y fracasa no pueda exonerar el crédito público cuando es el que probablemente le causa la insolvencia? A mi juicio, no y  parece que según el Gobierno solo para los empresarios es necesario una reforma del régimen de segunda oportunidad. Craso error, a mi juicio, y que va en contra de la Recomendación de la UE de 12 de mayo de 2014  que si bien sugiere un régimen de segunda oportunidad para empresarios,  expresamente señala:  “se insta a los Estados miembros a estudiar la posibilidad de aplicar estas recomendaciones también a los consumidores”. Efectivamente, los desafíos son tan graves para los consumidores como para los empresarios.

Qué sea un empresario a estos efectos, el problema de delimitar dentro del pasivo de un empresario persona natural las deudas que proceden de su actividad empresarial y las que proceden de su economía doméstica, y caso de no hacerlo, la discriminación negativa que puede padecer el trabajador por cuenta ajena que ve cómo otros se exoneran de deudas domésticas mientras que él no puede hacerlo con la misma intensidad son dificultades que aconsejan una unidad de régimen en esta materia. Así sucede en USA y recientemente en Italia que ha reculado respecto de su inicial régimen de dotar de la exoneración de deudas solo al empresario, habiendo diseñado en 2012 un sistema para los consumidores. De hecho, la discriminación que antes existía  en Italia fue cuestionada desde el punto de vista constitucional.

El principio de responsabilidad patrimonial universal que hace responder al deudor con todos sus bienes presentes y futuros actúa con la misma intensidad en toda  persona física al margen de cómo se gane la vida. Una regulación diferente rompe con la unidad legal de disciplina lograda con la promulgación de la Ley Concursal, aplicable a todo deudor empresario o no. Basta suprimir el escandaloso umbral de pasivo satisfecho que actualmente se exige  y establecer adecuados mecanismos de control de la conducta el deudor que se beneficie de la medida y ello para toda persona natural.

Así lo ha puesto de relieve el Banco Mundial : “las personas naturales se enfrentan a un núcleo común de cuestiones clave, con independencia de que la actividad empresarial sea una parte del contexto de esa insolvencia”, lo que aconseja una unidad de régimen al margen de algunas especificidades propias de la actividad del empresario. De hecho, en ordenamientos como Francia que mantienen un procedimiento especial para empresarios, lo hacen no en función del tipo de deudor, sino que lo determinante es la naturaleza del pasivo. Existe un procedimiento para deudas personales y otro para deudas profesionales y la adscripción del deudor a uno u otro depende de la causa de la insolvencia y no de la naturaleza del deudor, sistema que ha provocado muchos problemas en la práctica pues la insolvencia de persona natural empresario puede tener origen mixto y no nacer solo de las dificultades de su actividad económica. Como también ha aclarado el Banco Mundial, a menudo es muy difícil trazar una distinción significativa entre los deudores que son “consumidores puros” y los “deudores empresarios”, dificultad que en España se agudiza tras los recientes cambios operados por la Ley de Emprendedores.

En suma, a mi juicio, hay que tender a la simplificación y coherencia normativa. Complicar la regulación para hacerla inaplicable en la práctica es una táctica muy frecuente aquí que creo se debe evitar. Es la persona natural la que merece un trato especial pues solo respecto de ella opera con intensidad la responsabilidad patrimonial universal. Un régimen de segunda oportunidad para el empresario favorece la iniciativa empresarial, pero a su vez es preciso recuperar al sujeto como consumidor que es el que en definitiva hace que esas empresas que se crean no terminen cerrando. Resolver el problema solo del empresario es, de nuevo, resolver la mitad del problema, algo a lo que, por cierto, nos tiene acostumbrados el legislador español.

El Gobierno tiene en sus manos la posibilidad de solucionar eficazmente el problema a muchos ciudadanos y debe hacerlo BIEN porque de lo contrario estará dando argumentos irrefutables a “otros”……



[2] Cfr los datos al respecto en el reciente informe “Bankruptcy and second chance for honest bankrupt entrepreneurs”, Ecorys octubre 2014, http://www.eea.gr/system/uploads/asset/data/7071/ptoheusi_ee_2014.pdf

De “mezquitas”, presidentas autonómicas e inmatriculaciones

La presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, ha manifestado que debe defender la “titularidad pública” de la Mezquita de Córdoba, aunque la gestión siga siendo de la Iglesia “con un límite” y ha asegurado que no considera “legítimo ni razonable” que la Iglesia la haya puesto a su nombre “por 30 euros” y que haya eliminado la expresión “mezquita”, en contra de la idea de “tolerancia de las culturas” (ver aquí)

La cosa viene a cuento de que en el año 1998 el gobierno Aznar modificó el Reglamento Hipotecario para permitir la inmatriculación de los bienes de dominio público y los templos eclesiásticos, que antes no accedían al registro quizá por considerarse innecesario. Así lo solicitó la Iglesia respecto a la mezquita-catedral de Córdoba, con la oposición de algunos sectores que consideran que es un bien del Estado porque la Iglesia no tenía título y los bienes de dominio público no se pueden prescribir. Pero como el art. 35 de la LH considera justo título para la adquisición a favor del titular inscrito la misma inscripción, se está diciendo que la Iglesia va a adquirir por prescripción en el 2016, transcurridos 10 años de la inmatriculación (o al menos crear una apariencia de propiedad). Véanse aquí los argumentos de un catedrático y aquí el inicio de una investigación ¡penal! sobre ello.

Todo es discutible, por supuesto. Pero me parece que el político y el jurista civilizados tienen que hacer pedagogía y matizar, evitando meter en el mismo saco, mezclando churras con merinas, consideraciones de todo tipo, por mucho que se esté en coalición con Izquierda Unida o tenga que agradar a minorías varias. Digo “civilizados” porque pienso que la civilización está en la distinción: el hombre antiguo vivía con sus animales y realizaba todas sus funciones vitales en el mismo entorno; el moderno, distingue lugares y funciones, haciendo estas más eficaces e higiénicas. Y el representante público tiene que trasladar esa civilización al ciudadano. Dice Beigbeder cínicamente que “no hay que tratar al público como si fuera tonto ni olvidar nunca que lo es”, lo que lamentablemente es el lema de muchos políticos y también parece que se hace en este caso, excitando las emociones primarias de anticlericalismo y de la izquierda en un asunto que exige algunas matizaciones evidentes.

Distingamos, pues, esos diversos “entornos”: al menos “propiedad”, “gestión”, y “procedimiento”. En cuanto a la propiedad, las entidades religiosas, de cualquier confesión, pueden ser propietarios en tanto en cuanto disfruten de personalidad jurídica, como reconoce el art. 5.1 de la ley de Libertad religiosa, 7/1980, de 5 de julio. Por tanto, las Iglesias serán propietarios de sus bienes, como cualquier otro, por haberlos adquirido, con independencia de que tales bienes estén inscritos o no en el registro de la propiedad, dado que nuestro sistema transmisivo no es, por fortuna, de inscripción constitutiva pese a ciertos esfuerzos denodados para conseguirlo que tuvieron expresión palmaria en la afortunadamente malograda Ley de Reforma Integral de los Registros. O sea, que si la Iglesia Católica consigue demostrar que ha adquirido la Mezquita-Catedral de Córdoba “por la ley, por donación, por sucesión testada o intestada, por consecuencia de ciertos contratos, mediante la tradición o “por prescripción”, como señala el art. 609 del Código civil, nadie le podrá chistar en su adquisición, si se aplican las reglas generales del Derecho. Y parece bastante evidente la posesión pacífica e ininterrumpida por bastante más de los 30 años exigidos para la mala fe, a pesar, creo yo, de los voluntaristas argumentos en contrario que antes he enlazado, pues la adquisición de la mezquita por la iglesia sería anterior al concepto de dominio público e incluso del propio Estado. Desde luego, el gobierno no considera que sea del Estado, como puede verse aquí.

Claro que si la presidenta de Andalucía quiere que sea de titularidad pública por lo que sea, puede intentar usar el procedimiento de expropiación forzosa que, por cierto, puede tener algunos problemas competenciales, tal y como hacía notar aquí para otro supuesto, siempre respetando los acuerdos con la Santa Sede (ver aquí art. 16 de la LEF y aquí el art. 15 de los Acuerdos).

Y todo ello sin perjuicio de que el uso de los bienes o su gestión esté sujeto a las normas correspondientes, y concretamente a la ley de Patrimonio Histórico Español de 1985 que contiene distintas medidas aplicables a los bienes culturales de la Iglesia que tienden a su preservación y al disfrute público (ver aquí)

Ahora bien, una cosa es ser propietario y otro estar inscrito en el Registro de la Propiedad, pues cabe estar inscrito y no ser propietario y ser propietario y no estar inscrito. Se suele decir que el Derecho civil es el ruedo y la legislación hipotecaria el burladero, porque permite evitar las cornadas del verdadero propietario. Es decir, nuestro sistema protege a la persona diligente que adquiere en virtud de un título público (y por tanto controlado en cuanto a su regularidad formal y material), a título oneroso y de buena fe  de quien es titular en el registro e inscribe a su vez, incluso frente a terceros que, siendo los verdaderos propietarios, no han tenido esa precaución. Es un sistema muy elaborado que no existe en los países anglosajones, en los que se sufre la reclamación por el verdadero propietario y el riesgo sólo se cubre con un seguro.

Ahora bien, como la protección que ofrece el sistema es muy poderosa, al punto que en ocasiones puede desposeer al verdadero propietario, se exigen unos controles especiales para entrar en él. Es lo que llamamos inmatriculación, el acceso al registro por primera vez, que exige –art.199 LH- que haya al menos dos títulos públicos (lo que impone ya una continuidad en el tiempo y unas formas), que se haya hecho un expediente de dominio judicial, o título más ciertas actas (con citación a colindantes, coincidencia con catastro y otras pruebas)…Con ello se trata de evitar que cualquiera pueda arrogarse registralmente la propiedad y obtener indebidamente los beneficios del sistema. Es más, incluso una vez inmatriculada la finca, no se va a gozar de esos beneficios en el plazo de dos años (art. 207 de la LH) ni por los adquirentes a título gratuito (ni por supuesto en casos de falta de buena fe).

Y es aquí, precisamente, donde alguna razón podría tener la presidenta autonómica, porque la Iglesia Católica goza de un tratamiento especial y mucho más favorable que el que se aplica al resto de los ciudadanos. En efecto, la Iglesia hacer uso del privilegio que el art. 206 de la Ley Hipotecaria concede al Estado, Provincia, el Municipio y las Corporaciones de Derecho público o servicios organizados que forman parte de la estructura política de aquél para, cuando carezcan de título escrito de dominio, poder inscribir el de los bienes inmuebles que les pertenezcan mediante una certificación librada por el funcionario a cuyo cargo esté la administración de los mismos. Añade el art. 304 del Reglamento Hipotecario que “Tratándose de bienes de la Iglesia, las certificaciones serán expedidas por los Diocesanos respectivos”.

O sea, que el Estado y la Iglesia se libran de los engorroso trámites anteriores y de demostrar su propiedad: basta con su palabra. Puede tener cierto sentido que el Estado pueda inmatricular sus bienes en el registro de una manera directa, dado que se trata de bienes del propio Estado que es el que crea y mantiene el sistema y protege y reconoce propiedades, aunque también cabría plantearse si estos privilegios de la Administración son aceptables cuando, por ejemplo, pueden suponer un perjuicio para el verdadero propietario que ve su finca se la inmatricula el Estado por las buenas. Quizá aquí ya no tiene sentido ese privilegio exorbitante, y así lo dejaba caer Roca. Ahora bien, lo que sí parece inaceptable es que en un Estado laico se siga manteniendo ese mismo privilegio en la inmatriculación de bienes de la Iglesia Católica, que implica atribuirle una veracidad y una comodidad de la que no disfrutan las demás confesiones religiosas ni en general las demás personas físicas o jurídicas (ver aquí). La STS de 18 noviembre 1996 entiende que la extensión de este privilegio a la Iglesia Católica es inconstitucional por violar el principio de igualdad establecido en el art. 14 de la Constitución al no extenderse a las demás confesiones religiosas inscritas y reconocidas. Parece que el gobierno tiene intención de modificar la ley Hipotecaria en este sentido. Ahora bien, conviene volver al principio y recordar que, aunque eso ocurra, eso no impedirá que la iglesia siga siendo propietaria de la Mezquita si le corresponde con arreglo a la ley.

No me cabe duda que la presidenta Díaz conoce perfectamente estás quizá prolijas distinciones, y que el Estado de Derecho, expresión máxima de la civilización en el ámbito jurídico, supone respetar las diferencias de esos diversos entornos y el resultado que resulte de ello, con independencia de consideraciones políticas. Y hay que pedirle que traslade esa complejidad al ciudadano, evitando tratarle como fuera un manojo de emociones que no se enterase de nada, incluso aunque realmente no se entere de nada pues, como dice Fernando Savater, hay que partir de la premisa socrática de que todo el mundo se revela inteligente cuando se le trata como si lo fuera”. Ese es el respeto que se debe al ciudadano.

 

Flash Derecho: nuestro libro, finalista de los premios Know Square

Según publica El Confidencial, el Jurado de los Premios Know Square –red de conocimiento concebida como punto de encuentro para el intercambio de ideas y experiencias de proyectos de gestión empresarial– ha anunciado los 10 libros finalistas de la IV Edición de los Premios Know Square 2014, el único premio que se concede en España a libros orientados al mundo de la empresa.

Uno de los 10 finalistas es nuestro libro ¿Hay Derecho?, escrito bajo el nombre colectivo de Sansón Carrasco, del que dice lo siguiente:

Inspirado en el blog del mismo título, este libro es un riguroso y mordaz análisis de la situación actual de España, caracterizada por una frágil arquitectura institucional, unida a un complejo entramado creado desde 1978, en los comienzos de la transición democrática. El resultado es un distanciamiento entre política y ciudadanía que requiere urgente solución. Un texto rico, ameno y documentado, en el que se subraya la compleja normativa existente en el ordenamiento jurídico español, y la importancia del Estado de Derecho y su funcionamiento efectivo, necesarios para el desarrollo normal y el progreso de la sociedad española. ¿Hay derecho?, colaborativamente escrito por un grupo de notarios y abogados del Estado, bajo el seudónimo de Sansón Carrasco, es un ejercicio riguroso, una llamada de atención a nuestra conciencia democrática, incidiendo en la importancia de la simplificación y aplicación efectiva de las leyes en el marco de unas instituciones que han de reforzar su independencia.

Queremos agradecer al Jurado de estos premios la selección del libro, y cómo no, a todos los lectores del mismo su interés por él, que tanto nos anima a seguir trabajando.