Recordaba Jefferson que el arte de gobernar consiste en el arte de ser honesto. Pero parece que es un arte que no está al alcance de todo el mundo, y menos en una democracia de baja calidad, sin contrapesos importantes y sin rendición de cuentas. En todo caso, lo primero que se echa en falta en el debate público en estos días es la honestidad intelectual, dada la tendencia a encubrir los intereses de quien sostiene determinados argumentos bajo unos ropajes más presentables de cara a la opinión pública. Si no somos demasiado inocentes debemos entender que cuando alguien defiende una determinada postura sobre un asunto de interés público lo puede hacer por convicción pero también por puro y simple interés, ya se trate del interés del partido, del grupo social, económico o profesional al que se pertenece o del interés particular (muchas veces crematístico). Lógicamente la ciudadanía considera que mantener una postura públicamente en base a convicciones o principios -léase ideología- resulta más admisible que hacerlo por un interés egoísta y/o material. Pero no siempre es fácil distinguir un caso de otro, especialmente cuando los intervinientes no tienen demasiado interés, como suele suceder, en proporcionar la información que podría permitirlo.
La cuestión es especialmente relevante cuando hablamos de decisiones que tienen un marcado carácter técnico. Por ejemplo, si un Comité de expertos aconseja al Ministerio de Sanidad la prescripción de un determinado medicamento tendrán más credibilidad si no trabajan para la empresa farmacéutica que los fabrica. El caso, por cierto, no es inventado. Recientemente se ha hablado de los posibles conflictos de interés en que incurrirían algunos de los expertos nombrados por el Ministerio de Sanidad para elaborar el Plan Nacional contra la Hepatitis C. El problema de fondo –según la información disponible- es que en el Ministerio nadie se había molestado mucho por comprobar si los nombrados incurrían o no en un conflicto de interés. Ya saben, hay que fiarse de la gente. Por lo que se ve, los interesados tampoco se habían preocupado por proporcionar una información que podría ser bastante relevante a los efectos de valorar sus recomendaciones.
En definitiva, ni el Ministerio ni los expertos habían considerado la posibilidad de la existencia de un posible conflicto de interés digno de tal nombre. Suele ocurrir: es muy complicado que quien puede incurrir en un conflicto de interés sea capaz de detectarlo por sí mismo. Por eso precisamente se requiere el juicio ajeno, juicio que debe fundamentarse en los datos objetivos y no en el carácter moral de los intervinientes. Afortunadamente, el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno ha resuelto en sentido favorable la petición de un ciudadano de que se hagan públicas las declaraciones de interés de los expertos: en este ámbito, como en tantos otros, la transparencia es esencial dado que es la única herramienta de que disponemos para desvelar los posibles intereses particulares que se esconden –a veces inconscientemente- detrás de las manifestaciones o las declaraciones en un debate público.
Efectivamente, muchas personas pueden no ser llegar a ser conscientes de hasta qué punto son sus intereses particulares los que determinan sus argumentos a favor o en contra de una determinada decisión o política pública, aunque por supuesto nunca faltan los cínicos que lo saben perfectamente. En todo caso, parafraseando la famosa frase atribuida a un senador norteamericano, es propio del ser humano no reparar en los conflictos de interés en que incurre cuando el hacerlo perjudicaría gravemente sus ingresos. Por eso es tan frecuente que se detecten con toda precisión las contradicciones, los errores y los conflictos que subyacen en los argumentos y posturas de los contrarios mientras que rara vez se observan en los propios. De ahí que la transparencia y los contrapesos institucionales sean esenciales y no sea suficiente con apelar a la confianza en las personas, incluso en aquellos casos en que su honorabilidad parece fuera de duda.
El debate sobre la privatización de la gestión de la sanidad, sobre la calidad de la educación, sobre la gobernanza de la Universidad y no digamos ya sobre reformas que afectan directamente a determinados colectivos profesionales son otros tantos ejemplos. Sin olvidar que muchas veces los mejores expertos son también los que más intereses tienen en la cuestión. A veces incluso nos encontramos con un problema añadido: las personas pueden tener varios “gorros” y no siempre es sencillo identificar con cual defienden una postura. Y no todos los gorros son iguales: hay algunos –el birrete académico, por ejemplo- que otorgan una cierta presunción de imparcialidad y una mayor credibilidad, dado que se supone que un profesor universitario no puede tener más interés particular en un asunto que el estrictamente académico o teórico. En cambio otros gorros, como los de empleado por cuenta ajena, no gozan de la misma presunción de neutralidad. Pero ¿qué ocurre si por ejemplo un catedrático que participa en una importante reforma sobre la legislación mercantil del gobierno corporativo de las empresas cotizadas es también socio de un gran despacho que a su vez asesora a una de ellas que tiene interés directo en evitar la imposición de determinado tipo de normas? ¿No convendría saberlo? Por no hablar de los casos un poco más sofisticados donde las relaciones que se entablan no son profesionales, sino personales y no fácilmente detectables al pertenecer al ámbito privado.
Evidentemente esto no solo ocurre en España; pero como es habitual, aquí el problema se agrava por la tradicional opacidad y resistencia a facilitar información personal o profesional que puede resultar muy clarificadora precisamente para que los ciudadanos podamos conocer algunos datos relevantes de la biografía de los que intervienen en un debate público: datos que nos ayudarán a valorar no solo su formación sino sobre todo su independencia y su credibilidad. Pero solemos topar con la sacrosanta protección del derecho a la intimidad y a la protección de datos personales, que tantas veces se usa en España como un pretexto para ocultar información cuyo conocimiento no favorecería precisamente a quien la esconde. No nos confundamos: no se trata de cotillear, se trata sencillamente de conocer cuáles son las trayectorias personales y profesionales de las personas que adoptan decisiones públicas relevantes o intervienen en un debate público importante. Es cuestión de honestidad intelectual, sin la cual –para qué nos vamos a engañar- no es fácil que exista la otra. En este sentido, resultaría muy de agradecer que los protagonistas de la vida pública faciliten no solo sus declaraciones de interés, como los asesores del Ministerio de Sanidad, sino su “curriculum vitae”, a ser posible sin adornos, omisiones o directamente falsificaciones.
Claro que en una democracia se supone que los políticos deben de anteponer los intereses generales sobre los suyos particulares, o mejor aún, que sus intereses coinciden precisamente con los intereses generales y que la única diferencia entre unos y otros es la forma de interpretarlos, es decir, la ideología que subyace según que se trate de conservadores, socialdemocrátas, etc, etc. Pero eso es solo la teoría. Conviene no pecar de ingenuidad: el político tiene su propia agenda, y salvo en el caso de personas altruistas y con auténtica vocación de servicio público –que también existen- puede ocurrir que esa agenda tenga también algo que ver con los intereses no ya del grupo de pertenencia, lo que es más comprensible, sino también con los particulares, lo que es más peligroso. De ahí que la exigencia de transparencia a nuestros cargos electos –y al resto de la clase política- sea irrenunciable. Actitudes como la del Presidente del Congreso de los Diputados señalando que hay que creer en la palabra de parlamentarios o ex parlamentarios como Martínez Pujalte o Trillo cuando afirman no haber incurrido en ninguna incompatibilidad o ilegalidad después de cobrar grandes cantidades de dinero por “asesoramientos verbales” a empresas que obtuvieron contratos de Administraciones autonómicas gobernadas por el PP resultan anómalas y preocupantes y como tales deben de ser denunciadas Y es que hoy sigue plenamente vigente la observación de Jeremy Benthan: “Cuando más te observo, mejor te comportas”.
Elisa de la Nuez Sánchez-Cascado es licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid (1980-1985). Accedió al Cuerpo de Abogados del Estado en el año 1988
En la Administración pública ha ostentando cargos tales como Abogado del Estado-Jefe de la Secretaría de Estado de Hacienda; Subdirectora General de Asuntos Consultivos y Contenciosos del Servicio Jurídico de la Agencia Estatal de Administración Tributaria; Abogada del Estado-Secretaria del Tribunal Económico-Administrativo Regional de Madrid; Abogada del Estado-Jefe Servicio Jurídico de la Rioja; Letrada en la Dirección General Registros y Notariado; Abogada del Estado ante el TSJ de Madrid; Abogada del Estado en la Dirección General del Servicio Jurídico del Estado del Ministerio de Justicia
En la actualidad compatibiliza su trabajo en los Juzgados de lo contencioso-administrativo de la Audiencia Nacional con otras labores profesionales.
En el sector público, ha ostentado muchos años el puesto de Secretaria General de una entidad pública empresarial.
En su dedicación al sector privado es socia fundadora de la empresa de consultoría Iclaves y responsable del área jurídica de esta empresa.
Destaca también su experiencia como Secretaria del Consejo de administración de varias empresas privadas y públicas, Secretaria del Consejo de Eurochina Investment,
de la de la SCR Invergestión de Situaciones Especiales, y de la SCR Renovalia de Energía; ha sido también Consejera de la sociedad estatal Seyasa y Secretaria de la Comisión de Auditoria Interna; Secretaria del Consejo de la sociedad estatal SAECA.
En el área docente ha colaborado en centro como ICADE; la Universidad Complutense de Madrid; la Universidad San Pablo-CEU o el Instituto de Estudios Fiscales. Ha publicado numerosas colaboraciones en revistas especializadas, de pensamiento y artículos periodísticos.
Es coeditora del blog ¿Hay derecho? y del libro del mismo nombre editado por Península junto con otros coautores bajo el pseudónimo colectivo “Sansón Carrasco” y Secretaria General de la Fundación ¿Hay Derecho?