La realidad y el deseo: reproducción de la Tribuna en El Mundo de Elisa de la Nuez y Rodrigo Tena

El resultado de las elecciones catalanas es un ejemplo más -aunque especialmente agudo- del fantasma político que recorre Occidente con efectos potencialmente devastadores: la desconexión entre la realidad a la que se enfrenta todo ser humano mayor de edad y nuestros deseos infantiles de soluciones mágicas e inmediatas. Los europeos nos enfrentamos con la crisis del Estado del bienestar, el aumento de la desigualdad, el paro, la frustración de la partitocracia, etc. Pero en vez de reaccionar como personas mayores, utilizando la razón para identificar los problemas y buscar las soluciones siguiendo los cauces previstos en nuestras democracias -algo siempre complejo, pesado, monótono y en general poco gratificante- preferimos con frecuencia el placentero chute del autoengaño olvidando que el bajón o la resaca vendrán siempre después.

En nuestra particular variedad nacional hemos celebrado unas elecciones autonómicas, sí, pero en unos términos engañosos, dado que los dos principales partidos secesionistas se han presentado con una lista única que es un batiburrillo de políticos, representantes de la sociedad civil nacionalista y personajes más o menos conocidos con un programa tan pintoresco como su composición. Quizá por esa razónsus promotores han calificado estas elecciones de «plebiscitarias»,desconociendo que unas elecciones y un plebiscito son cosas radicalmente distintas -al menos en la teoría política- dado que mientras las primeras tienen por finalidad elegir cargos electos que representen a los ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos (sanidad, educación, esas cosas) el segundo permite que los ciudadanos se pronuncien directamente sobre determinadas decisiones (sí o no a la independencia) sin necesidad de la intervención de sus representantes. Por ese motivo, lo que ha ocurrido después de las elecciones del domingo es que el resultado final no tiene, ni la legitimidad del plebiscito -no sólo por el número de votos, sino por la forma- ni el ordenado mandato para la gestión de la cosa pública que se deriva de unas elecciones ordinarias.

Reconocemos que una parte del electorado que ha apoyado esta solución no puede tener el sentido de la realidad tan deteriorado como para imaginar que su victoria electoral constituye un paso decisivo en la consecución unilateral de la independencia, bálsamo de Fierabrás capaz de resolver de golpe todos sus problemas, tan comunes por otra parte a los del resto de España. Y eso pese a la intensa propaganda oficial realizada antes y después de la campaña tendente a asegurar que, aunque se abra un proceso revolucionario para conseguir una declaración unilateral de independencia al margen de la legalidad, no se van a padecer ninguna de las incertidumbres que este tipo de procesos llevan aparejadas; ni las legales, ni las económicas, ni las sociales. Más bien hay que suponer que muchos ciudadanos, al igual que nuestros vecinos griegos, han sido tentados para gritar 100 y conseguir diez, convencidos de que la troika española (compuesta en el imaginario nacionalista por el PP, el PSOE y el TC) no tendrá más remedio que ceder por las malas -ya sea en financiación o en blindaje de competencias- lo que no quiso por las buenas. Si es así, sinceramente no han escogido el mejor camino para conseguirlo.

La reforma del Estado es imprescindible después de 38 años de democracia y no está motivada sólo ni principalmente por el problema catalán. Ahora bien, tenemos que aprovecharla también para resolver (o conllevar un poquito mejor) la integración de Cataluña. El inconveniente es que el resultado de este domingo, más que facilitarlo, complica enormemente el panorama. Una parte muy importante de nuestro país se ha «autoexcluido» de la colaboración en este proyecto común de regeneración y reforma, que por definición debe de partir del respeto al Estado de Derecho. Estando juntos por el sí a romper con la legalidad, es complicado que continúen juntos para reformarla. Máxime cuando para gobernar van a necesitar el apoyo de un partido antisistema que defiende la vía de hecho y la desobediencia a las leyes así como la salida inmediata de Cataluña no sólo de España, sino de la UE y de la OTAN.

Porque es obvio que las leyes se pueden y se deben cambiar, pero siempre a través de los cauces que establece el propio ordenamiento jurídico. En el caso de un referéndum sobre la secesión, es necesaria la modificación de la propia Constitución que lejos de ser intocable, como pretenden algunos, es necesariamente un texto que tiene que adaptarse para garantizar la convivencia y el bienestar de todos los ciudadanos cada vez que sea necesario. Y sobre todo para adaptarla a la realidad. Pero el problema es ¿de qué realidad hablamos? ¿Cómo es posible una negociación o un consenso cuando los diagnósticos de la única realidad existente están en las antípodas?

Porque si algo nos han enseñado estas últimas semanas es que la realidad que perciben los independentistas tiene poco que ver con la que percibimos el resto de los ciudadanos, hasta el punto de que el debate racional se ha tornado muy difícil, por no decir imposible. El componente de fe, ilusión o emoción -por no hablar de los intereses, que lógicamente también existen- es consustancial al movimiento secesionista, incluso para personas que por dedicarse habitualmente a profesiones intelectuales deberían ser capaces de mantener el pensamiento crítico. Y conviene no olvidar que en sociología y en política -a diferencia de lo que ocurre con la física o las matemáticas- el elemento subjetivo e incluso irracional forma parte esencial de la realidad que hay que gestionar

Los berlineses no veían los cráteres que dejaban las bombas aliadas en el Tiergarten porque su Gobierno afirmaba que no había caído ninguna en la capital, según el testimonio de William Shirer en su imprescindible Berlin diary, escrito mientras trabajaba como reportero de la radio CBS en Berlín durante el nazismo. Pero las bombas no por eso cesaron y finalmente arrasaron la capital. Muchos alemanes creían todavía en la primavera de 1945 que Hitler tenía un arma secreta que le permitiría ganar la guerra: necesitaban mantener esa ilusión en medio del desastre. Si hay algo necesario en España y Cataluña ahora mismo es ilusión y como siempre ocurre en estos casos no faltan los vendedores de recetas milagrosas (por acción o por inacción) incluso entre los que son directamente responsables del desaguisado. En política se les llama populistas y aparecen como setas en épocas de crisis,cuando la gente está dispuesta a comprar cualquier elixir que les libere de todos los problemas a cambio de que les eximan de la responsabilidad de tener que contribuir a solucionarlos.

Por eso, el primer paso para intentar salir del atolladero en el que nos hemos metido (con diferente nivel de responsabilidad, por supuesto) es huir del autoengaño y empezar de una vez a contabilizar los cráteres de nuestro sistema político e institucional. El camino sigue siendo hoy el mismo que antes del 27S. La inamovilidad no tiene razón de ser; el miedo tampoco. El problema catalán vuelve a ser -como tantas veces antes- el problema español. Hay que abordar una reforma constitucional que permita celebrar un referéndum a los catalanes al amparo de una ley de claridad; pero, siendo esta cuestión importante, lo esencial es reorganizar el Estado bajo un modelo federal serio, regenerar las instituciones, devolver la independencia al Poder Judicial, reforzar el Estado de Derecho y garantizar la sostenibilidad de nuestro Estado del Bienestar. No podemos esperar ni un minuto más para iniciar este camino.

Desgraciadamente, también el Gobierno de la Nación se ha autohinabilitado, no ya para liderar, sino para simplemente cooperar en este proyecto de reforma. En esta gravísima situación de crisis institucional no es razonable esperar tres meses para conocer la opinión de los ciudadanos españoles al respecto, simplemente por el cálculo electoral de un líder político que, al igual que el Sr. Mas, debería estar en su casa desde hace tiempo.

Nuestros padres y abuelos afrontaron un reto aun mayor en circunstancias mucho más difíciles que las actuales, probablemente porque no tuvieron miedo a enfrentarse con la realidad. Y es que, como recordaba Jefferson, el hombre que no teme a las verdades, nada tiene que temer de las mentiras.