El poder de las palabras: la dialéctica nacionalista o la perversión del lenguaje

El nacionalismo catalán ha vuelto a dar una lección de su extraordinaria maestría en el manejo del lenguaje, y en el uso de las palabras. Denominar “desconexión democrática” a un proceso de secesión basado en la desobediencia de las leyes estatales y en la subversión del ordenamiento jurídico puede considerarse un hallazgo, de los muchos que hay en “el  proces”.

Todos sabemos que las palabras son capaces de despertar emociones. La lingüística y la filología estudian como hay palabras que transmiten sensaciones positivas a aquel que las escucha o las lee. Tecnología, ciencia, diálogo, democracia, consenso, amor, sonrisa,… son algunos ejemplos que predisponen al interlocutor a una actitud positiva. Otras, como autoritario, imposición, desolación o jerarquía producen el efecto contrario. Desde el inicio del proceso catalán, las palabras han jugado un papel clave.

El primer éxito fue fijar el debate allá en el año 2008 en el “derecho a decidir”. La expresión demuestra la maestría de la perfecta selección de las palabras, y el acierto en la definición de los términos del debate.  ¿Quién puede oponerse a que las personas puedan decidir su futuro?. Es un debate perdido. La historia nos muestra que los debates no siempre los ganan quienes cuentan con los mejores argumentos, sino los que saben fijar las preguntas y el marco en el que se desenvuelve. En el caso catalán, todos los intentos por reconducir la discusión a términos más racionales han resultado hasta ahora infructuosos, con un apoyo mayoritario de la sociedad catalana a este supuesto “derecho a decidir”, aun cuando no figure en ningún ordenamiento jurídico conocido aunque solo sea por su evanescencia. En los años anteriores, al igual que en el caso vasco,  se hablaba del “derecho de autodeterminación”, pero este derecho tenía el inconveniente de ser mucho más concreto y preciso, de aparecer en el Derecho internacional y por tanto permitir una derrota dialéctica del nacionalismo. Pasar del “derecho a la autodeterminación”, concreto y discutible, al “derecho a decidir”, evanescente e indiscutible,  es sin duda una genialidad dentro de la estrategia secesionista. El derecho a decidir es un derecho abstracto e inexistente jurídicamente, planteado sobre una afirmación irrebatible: todo el mundo debería poder decidir sobre su futuro.

Los términos correctos del debate deberían haberse situado en cuál es la base legal de ese presunto derecho, sobre qué decisiones permite que se tomen y sobre quienes son sus agentes. Pero es obvio que el debate nunca pudo plantearse en esos términos. Desde el inicio los términos quedaron falseados,  de manera que se trataba de discutir sobre si se estaba a favor o en contra de que los ciudadanos pudieran decidir democráticamente sobre su futuro. Planteado así,  estamos ante un debate perdido para los no nacionalistas. Partidos como el PSC rindieron de inicio sus banderas y se plegaron a la dialéctica nacionalista. El nacionalismo había ganado su primera gran batalla.

La segunda batalla se libró adulterando el significado de las palabras “diálogo” y “negociación”.  En un diálogo en que hay poco interés en llegar a un acuerdo, el interés se centra en no aparecer como el que ha roto los puentes de la negociación. Una oferta de diálogo y negociación nunca puede ser rechazada, porque lo importante es fijarse en lo que se está negociando: los términos de la independencia, o un modelo para mejorar la convivencia. Confundir el rechazo a la independencia con el rechazo al diálogo supuso la segunda victoria del nacionalismo. España se llenó de tertulianos y articulistas bien pensantes, y de promotores de terceras vías, que ahondaron en el éxito de la dialéctica nacionalista. La fuerza de palabras como “diálogo” es tal, que la mayoría de los autores, al escribir sobre Cataluña, sienten la necesidad de establecer una cierta equidistancia entre el nacionalismo independentista, y el inmovilismo del Gobierno central. Algo parecido a lo que sucedió en el País Vasco. La equidistancia revela en muchas ocasiones la necesidad que tenemos de apaciguar un sentimiento de culpa ante las ofertas de diálogo no atendidas. El problema es que nadie se pregunta en realidad sobre el posible contenido del diálogo. Basta con estar a favor o en contra.

La retórica de que España no ofrece alternativa a los catalanes también ha calado hondo en el ideario colectivo. La idea de que es España la que debe convencer a los catalanes de que se queden es nuevamente un manejo brillante del lenguaje. Dado que la soberanía reside en el pueblo español, el planteamiento esperable sería que Cataluña convenciese al resto de los españoles de las ventajas que para ellos reportaría renunciar a esa soberanía y permitir que Cataluña se constituya en un nuevo estado. Intentar convencer a esos ciudadanos acusándoles de ladrones, es una forma peculiar, que sin duda pone de manifiesto la superioridad en el manejo del lenguaje y de la situación que hasta ahora ha exhibido el nacionalismo catalán.

Con el concepto de desconexión democrática como un nuevo eufemismo de lo que solo puede considerarse un autogolpe de estado,  el nacionalismo muestra de nuevo su maestría al utilizar palabras que tranquilizan y transmiten la sensación de que algo que es democrático no puede sino traer venturas y ventajas. Nuevo éxito. Muchos medios se han rendido ante la palabra “desconexión” seguida del adjetivo “democrática”, que vuelve a transmitir la idea de proceso pacífico y legítimo, sin necesidad de enfrentamientos y aun menos de violencia. Al tiempo, los nacionalistas huyen de la palabra “desobediencia”,  aunque la desconexión la lleve inevitablemente consigo.

Utilizar sin miedo las palabras que permitan combatir la dialéctica nacionalista es un elemento esencial para intentar abordar con ciertas garantías un análisis minímamente riguroso de la situación actual. Muchos achacan al Gobierno central un inmovilismo incapaz de proponer alternativas a la ilusión generada por el proyecto independentista. Creo que la mayoría compartimos la necesidad de ese nuevo proyecto de país, pero no solo para Cataluña, sino para toda España. Aún así, creo que el mayor error cometido por los sucesivos Gobiernos nacionales ha sido el de la absoluta incapacidad de salir al paso de esta perversión del lenguaje en los términos que la dialéctica nacionalista ha impuesto desde hace muchos años. Esto ha permitido que los debates siempre hayan transcurrido en los términos amañados fijados por los partidos nacionalistas.

Estaría bien que en esta ocasión, políticos, intelectuales y medios de comunicación se sacudiera los complejos, y llamaran al proceso con el nombre que realmente le corresponde. Un autogolpe de estado y una desconexión sí, pero de las reglas de la democracia.