¿Tiene solución jurídica el conflicto entre instituciones centrales y catalanas?

 

Es conocida la deriva rupturista del independentismo catalán, con decisiones de enorme gravedad para el Estado y la unidad nacional.

Cuestión fundamental es decidir cómo debe reaccionarse frente a tales decisiones. Hasta ahora las instituciones centrales y, en particular, el Gobierno han recurrido a medidas principalmente jurídicas, confiando en que las mismas serán suficientes. Pero ¿es cierto esto?, ¿cabe esperar razonablemente que el profundo divorcio vaya a pacificarse mediante remedios procesales?

Para ello, y aunque resulte fatigoso, deben recordarse brevemente los hechos y las reacciones que jalonan este proceso. El primero fue la declaración de soberanía aprobada por el Parlamento catalán en enero de 2013. Pese a que se trataba de una resolución parlamentaria, sin fuerza legal, el Gobierno la impugnó. Y el Tribunal Constitucional le dio la razón: primero suspendió dicha declaración y luego  (STC 42/2014) la declaró nula. Cualquiera que sea la opinión que merezca esta sentencia, lo cierto es que no paró los pies al secesionismo catalán, pues seis meses después se aprobó la ley catalana de consultas referendarias y, casi simultáneamente, un decreto de convocatoria de una consulta a celebrar el 9 de noviembre de 2014 y en la que se debía responder a una doble pregunta (¿quiere usted que Cataluña se convierta en un estado? y en caso afirmativo ¿dicho estado debe ser independiente?). O sea, se trataba de decidir sobre la secesión de dicho territorio pura y simplemente.

De nuevo respondió el Gobierno impugnando la ley y la convocatoria de la consulta. En febrero de 2015 y en un tiempo inusualmente breve, el Tribunal Constitucional volvió a dar la razón al Gobierno y declaró la nulidad de la ley y de la consultaen unos términos inequívocos (SSTC 31 y 32/2015).

Visto lo terminante de estas sentencias, se habría esperado su cumplimiento diligente por una autonomía que forma parte del Estado constitucional. Sin embargo, en modo alguno fue así. Como doblando la apuesta, la Generalidad catalana a través de diversos subterfugios organizó una pseudo consulta con el mismo alcance que la anulada para el mismo día. El Gobierno central volvió a reaccionar con rapidez impugnando esta vía de hecho ante el Tribunal Constitucional. Nuevo asombro: la consultó se celebró, bien que en condiciones muy irregulares, y ello después de que este tribunal declarase la suspensión de esta vía. Meses después la STC 138/2015 tuvo que conformarse, ante los hechos consumados, con una nulidad más teórica que otra cosa.

Este desafío catalán fue replicado desde las instituciones centrales con una nueva ofensiva: la reforma de la Ley orgánica del Tribunal Constitucional  para reforzar sus poderes ejecutivos. En concreto, se le habilitó para exigir información sobre el completo cumplimiento de sus fallos, pudiendo llegar a disponer multas y suspensiones a las autoridades y funcionarios que no lo hiciesen.

¿Sirvió esta reforma para disuadir a los gobernantes catalanes? Desgraciadamente la respuesta vuelve a ser negativa. Apenas un mes después (el 9 noviembre de 2015) el Parlamento catalán aprobó una nueva resolución  en la que se declaraba el inicio del proceso de creación de un estado catalán independiente en forma de república y en la que, proclamándose  depositario de la soberanía y expresión del poder constituyente, reiteraba que no se supeditaría a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional. O sea, se ratificaba en su estado de rebeldía.

La reacción central fue la misma que en los casos anteriores y con los mismos resultados: impugnación ante el Tribunal Constitucional, que decreta la suspensión de la resolución y pocos días más tarde su nulidad (STC 259/2015).

Los hechos posteriores parecen seguir lo que ya es un guión fijo y repetitivo: el Parlamento catalán decide crear una comisión de estudio del proceso constituyente, a lo que el Gobierno central responde planteando un incidente de ejecución de sentencia ante el Tribunal Constitucional. Y días después se crea un Departamento asuntos exteriores en Cataluña, lo que lleva al Gobierno central a formular un conflicto de competencias. El Tribunal decreta entonces la suspensión de dicho departamento. A la vista de lo anterior, lo que hace la Generalidad es modificar la denominación de dicho departamento. Pero esto, a su vez, provoca un enésimo incidente de ejecución suscitado por el primero.

Podría alargarse este recuento con el extraño intento de creación de tres ponencias en el Parlamento catalán para la redacción de las llamadas leyes de desconexión, que ya se citaban en la resolución de 9 noviembre de 2015. Sin embargo, las mismas parecen hoy por hoy navegar en un limbo jurídico que dificulta su comentario.

Los hechos relatados transmiten la impresión de que estamos asistiendo a una representación del juego entre el ratón y el gato. Hasta ahora el primero ha encontrado un hueco o una argucia para escapar del segundo y, por tanto, el resultado ha sido infructuoso para este.

La cuestión no tendría excesiva importancia si solo fuese un juego. Desgraciadamente no es así, pues se está ventilando la secesión unilateral de parte del territorio nacional. En cada lance mencionado el Estado ha salido humillado, pues no consigue hacer efectiva su teórica soberanía. De este modo, el resultado no puede ser más contraproducente: el Estado debilitado y en la misma medida fortalecido el secesionismo. Pinta mal.

A la vista de lo anterior, cabría preguntarse si la vía escogida de impugnaciones y recursos ante el Tribunal Constitucional, al que se le obliga a realizar una función distinta de aquella para la que nació, es la que se necesita. Posiblemente, junto a tantos desafueros, hay un problema político que demanda una estrategia acorde. Una reflexión urgente se impone.