La imposible oportunidad para la Tercera España

En los últimos años se ha recuperado y recordado la figura del periodista sevillano Chaves Nogales. Siempre que se escribe sobre él, se le glosa, junto a Salvador de Madariaga, como el representante de esa tercera España que, en palabras de Andrés Trapiello,  “fue la primera que perdió la guerra civil, porque las otras dos Españas, más minoritarias y revolucionarias, exigieron a esta tercera que se decantara de forma inmediata, tras el alzamiento del 36, por la una o por la otra”. Esa España, probablemente mayoritaria, que no se identificaba ni con el fascismo, ni con el comunismo, perdió la guerra, y arruinó su futuro.

Y aquí estamos de nuevo en este año 2016,  inmersos en la batalla de rojos frente azules, en ese eterno retorno en que se ha convertido la historia contemporánea de la política española, en la que los dos bandos nos exigen de nuevo a todos los ciudadanos que nos decantemos de nuevo por uno u otro.

En esta repetición de las elecciones generales parece que nuevamente es la tercera España la que va a volver a perder su oportunidad. Cuando irrumpieron en la escena política los nuevos partidos, algunos nos alegramos, no tanto porque representaran una nueva ideología que sintiéramos más próxima a nuestras posiciones, sino porque, por primera vez, cabía la esperanza de que en una campaña electoral se hablara de las cosas que realmente importan: se hablara de cómo mejorar la educación en este país, y no de si la religión debía ser asignatura obligatoria; se hablara de por qué nuestro mercado laboral es disfuncional y anómalo en el contexto europeo, y no de si debe o no derogarse la última reforma laboral. Pero es éste es un país de profundas convicciones ideológicas, y la ilusión no nos ha durado demasiado.

En el año 2013, en este artículo analizábamos el efecto que el voto identitario e ideológico, tiene sobre el funcionamiento de un país. España sigue siendo un país singular, en el que 77 años después de concluir la guerra civil, y transcurridos 39 años desde la muerte de Franco, aún no hemos conseguido cerrar las heridas y mirar hacia el futuro unidos. Sorprende la cantidad de gente que aún vota a un partido en función del bando en el que sus abuelos o sus padres lucharon o murieron en la guerra civil. Franceses y alemanes fueron capaces de reconciliarse tras la segunda guerra mundial para construir una Europa con un futuro libre de guerras y contiendas, pero parece que las dos Españas no están dispuestas a que eso suceda en nuestro país. Debe ser que sin duda es muy rentable políticamente. Sorprende lo lejos que queda la frase de Ortega y Gasset, escrita en el año 1937 en su prólogo a la edición francesa de La rebelión de las masas: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”. Aquí conviene recordar que el vocablo “imbécil” solo empezó a utilizarse como un insulto a finales del siglo XIX, por lo que su acepción no es exactamente la misma que hoy interpretamos.

Sin duda las campañas ideológicas son mucho más sencillas. El voto del miedo, y el voto a “los míos” no necesitan mucha explicación. Es este un país en el que todo debe etiquetarse como de derechas o de izquierdas: las autovías, las depuradoras, los molinos de viento, las asignaturas de secundaria, la energía nuclear, la deuda, los días de indemnización por despido, o las políticas contra la violencia de género. Las políticas no se juzgan en función de si funcionan o no, de si producen o no los resultados deseados. Las políticas solo se juzgan en función de la etiqueta asignada: si es la mía es buena, si es la contraria es mala. Nadie precisa rendición de cuentas, ni explicaciones excesivamente elaboradas; no es necesario. La etiqueta con la denominación de origen ya dice todo lo que es necesario saber sobre cualquier política pública. Cómodo y sencillo.

El voto identitario e ideológico crea el entorno adecuado para un modelo de gobierno clientelar  y corrupto. Es este el gran mal que aqueja a España, y el que difícilmente podremos superar en un nuevo escenario en el que lo único realmente importante es que no ganen los otros, sean rojos o azules. En la primera edición de estas elecciones generales creímos que había una oportunidad para que se abriera paso esa tercera España, en la que las propuestas se juzgaran en función de sus resultados, y no en función de su color. El diagnóstico sobre los problemas que debían afrontarse era ampliamente compartido, e incluso las soluciones, basadas en políticas aplicadas con éxito en otros países también parecían contar con un alto grado de consenso. El entendimiento de las dos Españas para construir un país mejor parecía al alcance de la mano. A medida que transcurre esta segunda edición de las elecciones generales, esa esperanza se desvanece.

Es difícil creer que desde los extremos, y desde una visión de la vida tan simple como la que etiqueta toda política como de derechas o de izquierdas puedan acometerse las reformas que realmente necesita España. Gane quien gane, lo que parece seguro es que volverá a ganar el enfrentamiento entre las dos Españas, que deja poca cabida para las reformas que precisa este país, aunque quizás sí abra las puertas a una revolución, que como toda revolución siempre es de resultado muy incierto.

En los países con un componente de voto identitario e ideológico tan fuerte, las expectativas sobre los pactos electorales suelen ser más bien ingenuas. Es muy difícil pactar con el “enemigo”, aun cuando sus propuestas se parezcan a las mías. El sentimiento de traición a los valores identitarios impide cualquier movimiento en este sentido. Por eso soy escéptico sobre el pensamiento bienintencionado y voluntarista que suele imponerse en este país al hablar de los pactos. Y por eso, si queremos un mejor futuro para este país, quizás deberíamos pensar que nuestro modelo electoral no debería basarse en el modelo parlamentario, imperante en Europa, donde predomina la cultura del pacto, sino en el modelo presidencialista, basada en la elección de un presidente (y un gobierno) a doble vuelta, que predomina en América. Es cierto que habría que asumir el riesgo del caudillismo que suele verse en los regímenes de América, pero como el modelo mixto francés nos enseña, al menos nos ahorraríamos el sofoco y la vergüenza de ver como nuestros representantes son incapaces de ponerse de acuerdo, no porque no sepan lo que hay que hacer, sino porque su ideología se lo impide. Si ellos no son capaces, que dejen paso a los ciudadanos y su voto.

Mientras nos entretenemos en estos pensamientos, lo que nos espera son las elecciones del 26 de Junio, y la expectativa de que aún haya una oportunidad para esa tercera España.