Populismo y democracia: no solo el Brexit

El resultado del referéndum británico resulta tan absurdo y sorprendente desde todo punto de vista, que no han faltado quienes quieren cargar las culpas en la propia institución del referéndum, pretendiendo acercar así el ascua a su sardinilla a las primeras de cambio. “No se puede someter la decisión de cuestiones complejas y trascendentes a consulta popular”, nos dicen. “La democracia representativa presenta ventajas incuestionables frente a los peligros de la democracia directa en las sociedades plurales”, nos aclaran. Puede que sí -cómo negarlo a estas alturas- pero pretender que el único responsable de este monumental lío es el Sr. Cameron y su cuestionable querencia por los referendos, es poner el punto de mira en un lugar completamente equivocado.

No, más bien al contrario: el problema está precisamente en el monumental deterioro de la democracia representativa que estamos padeciendo en Occidente desde hace más de un siglo, pero que se ha agravado exponencialmente en los últimos tiempos. En 1774, Burke era capaz todavía de decir a sus electores de Bristol que un representante político traicionaría a sus electores si sacrificaba su propio juicio a la opinión de aquellos. En definitiva, que él no estaba ahí para servir de correa de transmisión de los prejuicios de sus electores, sino para defender sus intereses tal como él los entendía. Eso sí, prometía no engañarles y decirles en todo momento la verdad.

Pero ya a principios del siglo XX esta concepción había pasado a la historia tanto en el Reino Unido como en EEUU, como recuerda el famoso caso Scopes (1925), por el que al amparo de una ley estatal de Tennessee que prohibía enseñar la teoría de la evolución en las escuelas públicas se pretendió condenar a pena de prisión a un profesor de secundaria. Lo verdaderamente significativo es cómo esa ley terminó promulgándose a través de un sistema de democracia representativa. Redactada por un granjero y apoyada por toda la comunidad rural del Estado, los congresistas la aprobaron convencidos de que el senado del Estado la rechazaría, los senadores hicieron lo propio pensando que el gobernador del Estado la vetaría, y el gobernador la sancionó pensando que nunca llegaría a aplicarse en la realidad.

Este ilustrativo ejemplo de traslación del prejuicio como consecuencia de la delegación de la responsabilidad de los representantes políticos por  motivos electorales se lleva repitiendo desde entonces con descorazonadora frecuencia y, en los últimos tiempos, ha tenido como principal víctima a la Unión Europea. A modo de muñeco silente, se le ha atizado de lo lindo, delegando en ella la propia responsabilidad  por todo lo malo que la respectiva política representativa nacional no estaba dispuesta o a asumir o afrontar por sí sola,  alegando en unas ocasiones pasividad e ineptitud y en otras, de forma un tanto paradójica, un intervencionismo cuasi dictatorial. Se acusa a la UE de déficit democrático, y sin duda adolece de él. Pero ese déficit ha sido conscientemente buscado por nuestros representantes políticos con la finalidad de que el muñeco permaneciese siempre inerme. Ahora, en tiempos de crisis, empiezan a apreciarse las felices consecuencias de esa política.

Como afirmó con rotundidad Paul Bocuse (uno de los creadores de la nueva cocina) al ser interrogado por las virtudes de la refrigeración, “si usted congela mierda, no espere descongelar otra cosa”. Pues eso, nuestras democracias representativas llevan congelando mierda durante décadas, sin atreverse a discutirla, eliminarla o procesarla, y, cuando tras esta crisis económica se inician los correspondientes procesos de descongelación, en forma de elecciones o referendos, no podemos esperar encontrar otra cosa.

Obviamente, no ocurre solo con relación a la UE. Está pasando también al otro lado del Atlántico, tras décadas de irresponsabilidad del Partido Republicano. La mentira, la adulación, la simplificación y la delegación de la responsabilidad no han convertido al electorado en exigente y responsable, sino solo en indócil. Menudo descubrimiento. Ya identificó Ortega el problema hace 85 años: “el nuevo hombre (…) en el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargará su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles”. El no haber sido capaz de demostrar la frágil vinculación entre prosperidad y civilización va a quedar para siempre en el debe de esta generación de políticos europeos y americanos.

En esta jornada electoral no podemos dejar de volver la vista a España, para descubrir males casi peores.  El proceso de congelación llevado a cabo por el PSOE y el PP durante las últimas décadas ha sido colosal. Nos hablaban de democracia a la europea, mientras construían un sistema clientelar profundamente corrupto que ha puesto en peligro la supervivencia de nuestro Estado del Bienestar. Sin embargo, parece que la indocilidad del electorado no fuese con ellos, sino con un extraño cometa que cruzase el sistema solar. Nos piden que reaccionemos frente al populismo arrojándonos de lleno en sus causas; es decir, nos piden que para pararlo les votemos. No cabe mayor paradoja.

Hoy aparecen nuevos partidos para cubrir las deficiencias de los viejos (que son muchas, nadie lo duda) pero deberíamos fijarnos con cuidado en la mercancía que pretender vendernos, no sea que adolezca exactamente de los mismos defectos de simplificación y adulación que nos han traído hasta aquí. Por eso, para saber si van a ser como los que nos han gobernado, solo deberíamos fijarnos en su retórica. Si nos prometen el maná pero no explican de manera convincente de donde van a salir los recursos para pagarlo, si un día dicen una cosa y al siguiente la contraria, si demuestran mucho interés por el fondo, pero escasa por la forma en la que consiste la civilización, no son del tipo Burke, precisamente.

No soy un ingenuo. La íntima tensión entre democracia y verdad ha preocupado a los más grandes filósofos desde Platón a Foucault. Es de solución compleja, sin duda. Pero si queremos progresar un poco para salir de este lío en el que nos hemos metido, es precisamente ahí donde debemos mirar, y no en los inconvenientes de los referendos, el déficit democrático de la UE, el populismo, la globalización, el carácter viejo o nuevo de los partidos o el problema de la inmigración descontrolada. Los problemas de la democracia no se solucionan siempre con más democracia, pero sí con mejor democracia.