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Lealtad a los votantes y sistema electoral

Un hecho en principio positivo puede volverse negativo en función de las circunstancias. Esto es lo que ocurre con los actuales partidos políticos que no quieren renunciar a sus promesas y compromisos electorales. Esta reacción resulta saludable, en cuanto implica lealtad y respeto.

El problema surge por su difícil compatibilidad con nuestro sistema electoral. Definido constitucionalmente como de representación proporcional, debería significar que cada candidatura recibe un número de escaños proporcional a los votos obtenidos. Sin embargo, en la práctica tal definición ha funcionado deficientemente, con primas importantes para los primeros partidos y sanciones para los demás. Por eso, nuestro sistema electoral se acerca mucho en su resultado final al sistema mayoritario, como el implantado en el  Reino Unido, pero –todo hay que decirlo- sin las ventajas de este último.

El resultado mayoritario de nuestro sistema ha generado el conocido bipartidismo o cuasi bipartidismo, también parecido al del Reino Unido. Hasta las elecciones del 20 de diciembre de 2015 siempre surgió un partido claramente vencedor en las elecciones, incluso en numerosas legislaturas con mayorías absolutas. En tales circunstancias naturalmente era ocioso hablar de negociaciones y pactos para formar gobierno: el primer partido en escaños recibía la investidura y todo lo más negociaba algún apoyo expreso o tácito con otro partido pequeño.

La vigencia de este sistema durante cuarenta años ha impedido una cultura del pacto, de la negociación para formar mayorías estables. Nos hemos acostumbrados a posturas tajantes, de blancos y negros, por lo demás muy españolas.

Sin embargo, las elecciones del 20-D y las recientes del 26-J han alterado profundamente este panorama. Aun manteniéndose el trato desigual, el caso es que por primera vez se presenta un claro pluripartidismo que es propio de la representación proporcional que ordena la Constitución. La presencia de cuatro fuerzas políticas en el conjunto nacional ha acabado con esas mayorías claras de los cuarenta años anteriores, haciendo imposible que cualquiera de ellas pueda formar gobierno por sí misma.

Se impone entonces una nueva actitud, una nueva cultura acorde con el sistema de representación proporcional. Los partidos políticos deberían renunciar a su pureza electoral, a la fidelidad sin fisuras a sus electores, para acercarse y formar mayorías estables. Lo cual significa naturalmente negociación, transacción y pacto, por muy ingratas que resulten estas operaciones. Lo contrario –el encastillamiento en las propias posiciones- podrá ser saludable desde algún punto de vista, pero desde luego es contradictorio con el sistema de  representación proporcional que nos hemos dado.

Los partidos políticos no solo deberían asumir de forma realista el nuevo marco representativo sino, lo que es más importante, hacérselo ver a sus votantes. Hay que educar a los ciudadanos en que la transacción y las renuncias recíprocas son indispensables para que el sistema funcione, según ocurre en los países nórdicos, en Alemania y en tantos otros. No proceder así podría conducir a la frustración y a la deslegitimación del sistema.

Si no se desea lo anterior, si se opta incondicionalmente por la pureza y lealtad electorales, lo mínimo que se puede pedir es coherencia. En este sentido debería defenderse la implantación de un sistema electoral mayoritario, donde siempre hay un claro vencedor que forma gobierno sin necesidad de algo tan incómodo como la negociación y el pacto.  Pero sus inconvenientes (bipartidismo, penalización de las terceras opciones) también habría que asumirlas.