Cenizas mortuorias: regulación, sentido común y contradicciones

Igual que los comercios de disfraces exhiben en estas fechas lo más granado y terrorífico de sus existencias, haciendo, hasta donde pueden, publicidad de sus caretas y vestimentas macabras, la Iglesia no ha dejado pasar la ocasión para expresar, en vísperas de las festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, su doctrina y sus admoniciones en torno a los restos humanos.

El Vaticano, lógicamente, no se apunta a un Halloween profano y cómico, de brujas, terrores y supercherías, aunque el término aluda originariamente a la víspera de Todos los Santos. Pero tampoco es ajeno al movimiento, también económico, que se pone en marcha con las visitas masivas a los cementerios de los próximos días. La Iglesia, hasta donde sé, no se dedica a blanquear sepulcros ni a vender flores, como tampoco gestiona los servicios de transporte a las necrópolis. Pero sí mantiene, particularmente en el noroeste de la Península, numerosos cementerios parroquiales –no municipales, por tanto- y, en no pocos templos, columbarios que acogen los restos de cremaciones o de exhumaciones de restos mineralizados.

Como ha trascendido por los medios de comunicación, la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha elaborado y difundido el documento “Ad resurgendum cum Christo”, que pretende complementar la ya añosa instrucción “Piam et constatem”, de 5 de julio de 1963 (recién fallecido Juan XXIII), en la cual se aconsejaba “vivamente” la sepultura de los cuerpos, aunque sin negar los sacramentos y funerales a aquellas personas que solicitaran que sus cuerpos fueran incinerados. Ahora, ante las prácticas que se han generalizado en los últimos años, se formula tajantemente la prohibición del esparcimiento de las cenizas “en el aire, en la tierra o en el agua”, así como su conversión en recuerdos conmemorativos, incluso joyas; su conservación domiciliaria o, en fin, la división de ese polvo enamorado, en expresión de Quevedo, entre los familiares del difunto o entre los pueblos y paisajes que marcaron su vida.

Algo conozco el tema, tras más de tres décadas escribiendo sobre Derecho funerario. Todavía en 2007, no dejó de sorprenderme que el Ministerio de Sanidad y Consumo se embarcara en la actualización de la Policía Sanitaria Mortuoria y lo hiciera, pese a la transferencia plena de atribuciones a las Comunidades Autónomas, con una filosofía similar a la que inspiró el Decreto 2263/1974, de 20 de julio. Concretamente, este proyecto reglamentario fue llevado, el 14 de marzo de 2007, al Consejo Interterritorial de Sanidad del Sistema Nacional de Salud y el 26 de abril siguiente a la Comisión Nacional de Administración Local. Tras las objeciones recibidas y coincidiendo con el cambio de titular en el Ministerio, la prensa nacional difundió la noticia de que el Gobierno preparaba una disposición en la que se regularía el destino de las cenizas cadavéricas, prohibiendo, entre otras conductas, su abandono en vertedero (sic); previsión que ni figuraba en el proyecto original.

En el texto que se sometió a la aquiescencia de las Comunidades Autónomas, se señalaban otras cosas no menos evidentes al respecto, como que  “las cenizas de cremación se transportarán en urnas, figurando en el exterior el nombre del difunto o sus iniciales y no estarán sujetas a ninguna exigencia sanitaria”. La pregunta inmediata era predecible: ¿si no se requiere ninguna exigencia sanitaria, para qué se regula con pretensiones básicas, el que una urna lleve iniciales? Todas estas cuestiones están, en su caso, perfectamente detalladas por la normativa autonómica y las ordenanzas municipales y difícilmente podía defenderse que correspondieran a un título estatal. Incluso, la publicitada previsión del destino de las cenizas no dejaba de ser un monumento a la obviedad y un desprecio al sentido común. Tanto desde una perspectiva espiritualista, que sublime los restos incinerados, como desde una visión más materialista que se fije en su condición de residuos, no parece necesario tener que señalar, desde una norma estatal, que las urnas no se arrojan en basureros indiscriminados ni se abandonan en calles, playas o manantiales.

Aquella tentativa, más por los vaivenes políticos que por las críticas que algunos formulamos, se quedó en nada. Pero ahora, en una curiosa obsesión reguladora de los restos postcremación, es la Iglesia Católica la que aparece en escena, con una mezcla de razonamientos ecológicos, tan asumibles como obvios y de exhortaciones a los fieles con un correlato sancionador de gran dureza.

Y lo cierto es que la Iglesia ha dado algunos giros importantes en esta materia, sobre la que ahora vuelve, incluso con la admonición de no celebrar exequias católicas a quienes dispongan sobre el destino de sus restos lo contrario a lo por ella ordenado, al ver, además, en algunas de estas prácticas, una suerte de panteísmo. Sobre esto último, habría que preguntarse, en el caso verídico del ciudadano que, los domingos, llevaba al campo de fútbol la urna de su padre, a qué divinidad nos estaríamos refiriendo. O en la leyenda urbana de las señoras que recibieron unas cenizas de un pariente americano y creyeron que era levadura… En fin, lo cierto históricamente es que durante el Pontificado de Pío XII, se produjo un cambio muy significativo en cuanto al concepto del cadáver con dos efectos sociales fundamentales: la bendición a la extracción de órganos para trasplantes y  el levantamiento de la prohibición de incinerar los restos humanos, con ciertas condiciones. En 1957 suele fecharse este giro, propiciado, en buena parte por el “Discurso a la Asociación Italiana de Donantes de Córnea”, pronunciado por el Papa Pacelli, el 14 de mayo del año anterior. Hay, en este discurso, una afirmación jurídica de capital importancia: “el cadáver ya no es, en sentido propio, un sujeto de derechos (…) porque se halla privado de personalidad” (Cfr. Aurelio Fernández, Moral Especial, Cap. VII, Ediciones Rialp, Madrid, 2003, págs, 122 y sigs.). Cuando, apenas iniciado el pontificado de Pablo VI, se expidió la citada Instrucción de 1963, autorizando las prácticas crematorias, era de dominio público que la filosofía vaticana había cambiado al respecto. Prueba de ello es que, en España, donde los cementerios fueron oficialmente católicos hasta la restauración democrática, el Reglamento de Sanidad Mortuoria, de 22 de diciembre de 1960, ya exigía a los municipios de más de un millón de habitantes el servicio de horno crematorio de cadáveres. La Iglesia Católica, que aclaró y ratificó la Instrucción de 1963, el 25 de mayo de 1975, permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo (Praenotanda del Ordo Exsequiarum, de 15 de agosto de 1969, nº 15; Canon 1176.3 y Catecismo de la Iglesia Católica, de 25 de junio de 1992, 2301). Lejos quedan ya, por tanto, el Decreto vaticano Non pauci. Quoad cadaverum crematione, de 19 de mayo de 1886 y los antiguos cánones 1203 y 1240 del Codex pío-benedictino de 1917, que condenaban la incineración y negaban la sepultura eclesiástica a quienes, en vida, hubieran instado la cremación de su propio cadáver. Y ya en el pontificado de Bonifacio VIII (1294-1303) se había anatematizado la incineración.

Yo comparto, por razones ambientales y porque estoy en contra de toda necrofilia, la posición de no arrojar, especialmente a las aguas, ni cenizas ni nada que pueda degradar la calidad de aquellas. Y las casas no son panteones. Todo tiene su lugar, evidentemente. A la inversa, siempre he defendido el uso de las técnicas crematorias por razones urbanísticas de agotamiento de suelo y por los problemas jurídicos y sociales de las exhumaciones en enterramientos públicos sometidos a plazo concesional o arrendaticio. Pero no creo que sea momento de volver al anatema y negar las misas de funeral a quien desea, con romántica ingenuidad, seguir por las montañas o riberas que gustaba de frecuentar en vida. El papa Francisco más bien se ha pronunciado personalmente sobre el escándalo de someter los sacramentos a precio o de aprovechar su faceta social, caso de bautismos y bodas o la sensibilidad ante un fallecimiento, para pasar inoportunamente el cepillo.

Porque si hablamos de necrofilia y manipulación y turismo de restos, ¿qué decimos de las reliquias? Cuerpos de santos troceados a conveniencia y viajados y repartidos por mil sitios, con la bendición de la Iglesia. El caso de Santa Teresa, recientemente conmemorada, invita a la sonrisa: suponiendo que Dios quisiera que su cuerpo permaneciera íntegro, ¿quiénes son los obispos y curas para despiezarlo? ¡Qué gran contradicción! Pero ya se sabe que en todos los altares hay una reliquia, sin que tampoco conste, por el testimonio de los Evangelios sinópticos, que bajo la mesa de la Última Cena, hubiera ningún muerto.

Bien está recomendar prácticas higiénicas, urbanas y sensatas que, repito, comparto plenamente. Pero no es época de amargar en plan cenizo a la gente, ni de amenazas. No descarto que, algunos de los que, no siendo conscientes de haber contrariado precepto eclesiástico alguno, diseminaran cenizas de un próximo, creyendo cumplir la voluntad del difunto, ahora teman una aplicación retroactiva de la punición y hasta la nulidad de los sufragios… o la condena eterna. Confío en que no.

Pero, para ser justos, no está la Iglesia, con sus relicarios y su historial en la materia, en condiciones de levantar muy alto la voz.