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La absolución de la Infanta: el examen de conciencia

En un post publicado el pasado martes en este mismo blog con ocasión de la sentencia del caso Nóos por Ramón Ragués, uno de los abogados de la Infanta, se concluía pidiendo un examen de conciencia del sistema de justicia penal. Concretamente, se indicaba lo siguiente:

“El examen de conciencia que debe efectuar ahora el sistema de justicia penal -y quienes tienen capacidad para reformarlo- pasa por preguntarse cómo es posible que con tan escasos mimbres alguien haya tenido que sufrir tan severa pena de banquillo. Si la única explicación es la presión mediática estamos ante un evidente punto de vulnerabilidad de la administración de justicia, al que debería buscarse algún remedio compatible con la libertad de información tan necesaria en una sociedad democrática.”

Nosotros pensamos que ese examen de conciencia es imprescindible. Lo que ocurre es que, sin perjuicio de agradecer a Ramón la gentileza de habernos ofrecido su contrastada opinión técnica sobre el asunto, pensamos que debe discurrir por derroteros completamente distintos.

Para comprender adecuadamente el caso y no perderse en los detalles, es conveniente alzar la cabeza y comenzar contemplando el cuadro en su conjunto.

El Sr. Urdangarín, esposo de la Infanta, ha sido condenado por los delitos de prevaricación, falsedad en documento público, malversación de caudales públicos, fraude a la Administración, tráfico de influencias y, además, por varios delitos contra la Hacienda Pública. Es decir, el Sr. Urdangarín no solo defraudaba a la Administración y malversaba caudales públicos gracias a su tráfico de influencias, sino que además evitaba pagar impuestos por ello, lo que, bien mirado, es perfectamente lógico y podemos considerarlo casi un complemento secundario de su actividad delictiva. Otra cosa es, como ocurrió con Al Capone, que el dato tenga mucha importancia a la hora de entablar la acción penal y conseguir el procesamiento y condena del delincuente. Al fin y al cabo, es un delito mucho más fácil de perseguir y probar.

Una vez precisado este dato, reflexionemos sobre cómo pudo el Sr. Urdangarín montar esta trama delictiva y obtener sus pingües beneficios. No se trataba de un empresario con un pasado que le avalase, sino de un exjugador de balonmano. Con esos mimbres es difícil contratar con la Administración. Mucho más difícil todavía es conseguir que los políticos y funcionarios te adjudiquen ilegalmente los contratos y no te pidan cuentas de nada. Sobra decirlo, pero la única explicación racional es que su éxito delictivo se fundó pura y exclusivamente en su condición de cónyuge de la Infanta y así lo afirma terminantemente la sentencia (“prevaliéndose de su privilegiado posicionamiento institucional”, afirma en sus pp. 10, 24, 309, 311, 524 y 529). Infanta que, además, era la beneficiaria final, junto con su marido, de las ilícitas ganancias así obtenidas, y por eso ha sido condenada ahora a su restitución como responsable civil a título lucrativo vía art. 122 del CP.

Ahora bien, la responsabilidad criminal, a diferencia de la civil anteriormente mencionada, no piensa solo en el daño ocasionado o en el enriquecimiento injusto obtenido, sino que se fija especialmente en el carácter reprochable de la conducta del actor: lo que hizo o -en algún tipo penal- lo que no hizo pudiéndolo hacer. Y la frontera es extraordinariamente delicada, porque tan injusto es estigmatizar con el reproche penal al inocente (por muy ignorante que sea y por mucho que se haya beneficiado) como permitir que el facilitador indirecto y beneficiario directo por la conducta delictiva realizada en su nombre se desentienda de ella por el fácil recurso de endosarle el muerto al otro.

Sobre esta difícil cuestión han tenido que decidir los tribunales, tanto en el momento en que decidieron dejarla al margen del procesamiento de los otros delitos por los que se acusaba a su marido, como en esta sentencia en la que solo se le acusaba de delito fiscal:

“Sentado lo anterior, estimamos que, para ser partícipe de un delito contra la hacienda pública se requiere una acción consciente dirigida a la defraudación al erario público. Tal acción podría revestir la forma de cooperación necesaria si se advierte la realización por parte del socio no administrador de un acto sin el cual el delito no se habría cometido; de complicidad si hubiera coadyuvado a su ejecución con actos anteriores o simultáneos; o de inducción al autor a cometer el delito.”

Y resulta que el Tribunal no ha encontrado pruebas fehacientes de estos actos, después de revisar documentos y escuchar a los testigos en Sala, y ha entendido que lo único que se le ha podido probar (ostentar la condición de socio no administrador de la mercantil) no es suficiente para imputarle esta forma de participación delictiva (lo que llegado a ese punto es correcto). En consecuencia –afirma la sentencia- el resultado de la prueba plenaria no permite a la Sala alcanzar la convicción de que Dña. Cristina de Borbón y Grecia coadyuvara en modo alguno a la realización del hecho típico ni, tampoco, que asumiera la condición de administrador de hecho de la mercantil.

La cuestión, por tanto, se circunscribe a un delicado tema de prueba y convicción. Y que para llegar a dilucidarlo definitivamente el caso haya tenido que llegar al juicio oral, (aunque sea para condenarla o absolverla, tanto da) nos llena de alegría, porque lo hubiera constituido un escándalo mayúsculo es que este difícil asunto -en el que la participación de la Infanta (consciente o no) fue decisiva para producir el resultado delictivo- se hubiera ventilado en una fase muy preliminar por el empeño de no acusar de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado.

Pero es que aunque no sea mayúsculo, el escándalo ahora no es de calado mucho menor. Porque se supone que cuando se llega a un caso como este, situado en el límite, el empeño de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado es pedir que se continúe la investigación, solicitar más pruebas y finalmente, cuando el caso es ligeramente ganable, acusar hasta el final. Y no actuar desde un principio como un abogado defensor, porque para eso la Infanta ya tiene un abogado defensor, y nada malo, como ha probado una vez más Ramón con su post del otro día.

Por eso debemos hacer un examen de conciencia, sin duda alguna. Nuestro Estado de Derecho se encuentra en grave peligro y el momento de reaccionar es precisamente ahora. Como afirmaba Bernd Rüthers en “Derecho Degenerado” -su clásico sobre los juristas de cámara en el Tercer Reich- una vez que un sistema jurídico es totalmente capturado la resistencia interna es imposible. Toda posible reacción debe comenzar mucho antes. Pero ahora, tras la absolución de la Infanta, se nos propone reflexionar para caminar aún más en su desmantelamiento: quizás para suprimir la acción popular (¿por qué esa absurda condena en costas que contradice la decisión de apertura del juicio oral?) o para atribuir la instrucción al Ministerio Fiscal, cuyo carácter jerárquico tanto gusta al Sr. Ministro de Justicia.

Reflexionemos, sí, y hagamos examen de conciencia. Urge.