Lenguaje político molón

“La palabra democracia mola; y por tanto habrá que disputársela al enemigo cuando hagamos política. La palabra dictadura no mola, aunque sea dictadura del proletariado. No mola nada. No hay manera de vender eso”, apuntaba Pablo Iglesias en 2013. Intervenía ante las Juventudes Comunistas de Aragón, y ofrecía una charla titulada “Comunicación política en tiempo de crisis” (cfr. minuto 21 de su intervención:  https://www.youtube.com/watch?v=Zh2qWOsRyO0).

Obsérvese que sus reparos hacia la dictadura son de significante, no de significado. Y aunque reconoce que resulta imposible comerciar con el concepto, Iglesias añade que “la dictadura del proletariado es la máxima expresión de la democracia”. De manera que sitúa en la trastienda un vocabloy exhibe en el escaparate otro, no por el contenido de los términos, sino por la `telegenia´ de los mismos. Durante su conferencia, Iglesias incide en la “carga asociativa” que acompaña al lenguaje político. Y son esas connotaciones las que le ocupan: si el sustantivo proyecta buena imagen (se vende bien, reporta seguimiento, facilita rédito electoral), adelante; si el sustantivo proyecta mala imagen, se retira del expositor.

El propósito estratégico y electoralista ayuda a explicar la lógica de Iglesias: apuesta por recurrir al lenguaje que resulta más eficiente para conquistar el poder… o “asaltar el cielo”, si evocamos otra de sus célebres expresiones.Pero a su vez, conviene constatar, quien considera que la dictadura del proletariado es la quintaesencia democrática, será porque su manera de entender la democracia resulta harto sui generis.

Apropiarse del vocablo que prestigia, y presuponer que el enemigo ha usurpado el vocablo prestigioso son vertientesdel mismo proceso propagandístico. Tales operaciones no son nuevas. Sirva como ejemplo: de las dos Alemanias previas a la reunificación, la que blasonaba de democrática (República Democrática Alemana) es la que no lo era.

Aconseja Aurelio Arteta (El saber del ciudadano; Tantos tontos tópicos) no tomar el nombre de la democracia “en vano”. Certera recomendación. De hecho, el pedigrí democrático de un político no aumenta por sermonear, cada dos por tres, con las invocaciones al “pueblo” o a“la gente” (Iglesias y Trump ejemplifican con fluidez esa dinámica). Y es más, tampoco basta con que ese pueblo o esa gente decidan algo de forma mayoritaria. Si una decisión es despótica y pisotea derechos y libertades inalienables, desde luego que no va a convertirse en democrática, por mucho que tal decisión haya sido respaldada por una abrumadora mayoría. Ni siquiera aunque el dictamen viniese aprobado por una hipotética unanimidad.

Por eso la democracia requiere, sí o sí, de “Estado de derecho” (cfr. ¿Hay derecho?, obra cuya autoría corresponde al seudónimo colectivo Sansón Carrasco). En la actualidad, abundan políticos que pretenden vulnerar la legalidad, para así cumplir, aseguran,con el mandato democrático. Es decir, que de forma caprichosa deciden saltarse las reglas del juego… porque ellos lo valen. Postulados de ese jaez resultarían irrisorios, de no ser por las peligrosas derivas que todo ello encierra. Un sistema democrático resulta perfectible, que no perfecto, puesto que para `perfecciones´ya encontramos las de los regímenes totalitarios: perfectos en su afán coercitivo, perfectos en su naturaleza sanguinaria, perfectos en su empeño represor. En consecuencia, el funcionamiento de las democracias es mejorable, y por ello cuenta con sus cauces de mejora: nada que ver con tomarse la legalidad como asignatura optativa.

Sabotear el lenguaje político es tan antiguo como la propia política. Durante la segunda mitad del siglo XX fue habitual una “patraña” que describe Sartori en ¿Qué es la democracia? Se daba por buena la existencia de una “democracia occidental” y otra “democracia comunista”, y se realizaba una sesgada comparativa, que hizo perdurar la farsa. El ventajista procedimiento aún es empleado hoy por algunos. Veamos. Una comparación rigurosa exigiría confrontar ideales con ideales, y hechos con hechos. Sin embargo, la falsa demostración entrecruza los emparejamientos, para comparar los ideales no realizados del comunismo, con los hechos de la democracia liberal. Es una manifiesta competencia desleal: resulta bien tramposoenfrentarensoñaciones, presuntamente inmaculadas, con realidades que, por definición, siempre serán limitadas e imperfectas.

Por acabar. No es raro encontrar mucha palabrería a un lado y otro del arco ideológico. Esa palabrería, en sus distintas modalidades, nunca es inocua; y la avistamos en España, en Europa y en el resto del mundo. Son frecuentes, cada vez más, discursos populistas-nacionalistas que instrumentalizan de forma torticera valiosísimos conceptos: entre otros, el de democracia. Y precisamente porque el concepto “mola”, merece la pena protegerlo de quienes pudieran contribuir a `inMOLArlo´.