Principio de legalidad y justicia popular alternativa

Hace unas semanas un Magistrado de la Audiencia Nacional, manifestó, entre otros extremos, que “Los jueces tenemos que interpretar la ley conforme al pueblo”. Sorprende esta afirmación por provenir de un Magistrado y por lo que se aleja del vigente sistema constitucional español. Es cierto que el art. 117.1 de la Constitución comienza diciendo que la justicia emana del pueblo, pero no se administra en su nombre sino en nombre del Rey, y añade ese mismo precepto por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial independientes, inamovibles y responsables sometidos únicamente al imperio de la Ley.

Como es sabido, el artículo 9.1 CE contiene la llamada cláusula del Estado de derecho, por la que en palabras del Tribunal Constitucional significa que no caben mas interpretaciones del ordenamiento jurídico que las derivadas de la Constitución, debiendo prevalecer en todo caso en la exegesis de una norma o incluso ante un conflicto entre disposiciones, la interpretación mas acorde con el texto constitucional (así, por todas, SSTC 9/81, 34/83, 77/85).

Partiendo de la premisa anterior la alocución “la justicia emana del pueblo”, no significa otra cosa que los Jueces y Magistrados deben someterse al principio de legalidad, entendido éste como un resultado de la soberanía nacional representada en las Cortes Generales en el ejercicio de su potestad legislativa (art.66.1 y 2 CE).

Debe recordarse que así como existe una cierta concordancia casi universal sobre lo que son los poderes ejecutivo y legislativo, no ocurre lo mismo con el llamando Poder Judicial, que aparentemente no tiene una nítida fundamentación democrática como los otros dos poderes. Sin embargo, son precisamente los principios de constitucionalidad y de legalidad quienes incardinan el Poder Judicial dentro de los límites constitucionales, alejándolo de posiciones populistas de claras connotaciones schmittianas, postulados apoyados en que el pueblo encarna y cumple la voluntad de un líder mesiánico. Es evidente que esta doctrina no puede ser mantenida en nuestro sistema político representativo configurado dentro de una Monarquía parlamentaria.

Al constituir el imperio de la Ley el asiento estructural de la posición constitucional del Poder Judicial, éste se alza como una garantía esencial de la independencia judicial frente a los movimientos alternativos y, a veces, contrarios al respeto a la Ley como fundamento del orden político y de la paz social. Por eso no cabe en nuestro Derecho público el mantener teorías afines al uso alternativo o libre del Derecho; y menos aún, en la medida que esas teorías impliquen una interpretación contraria a los principios constitucionales sobre los que se asienta el Estado de Derecho; ya que, supondría un ataque central a la seguridad jurídica y a la interdicción de la arbitrariedad  de los poderes públicos proclamados en el art. 9.3 CE, dándose rienda suelta a la ideologización de la justicia. Todavía es recordada la Sentencia del Tribunal Supremo Soviético de 1927 y mantenida hasta 1985, que declaró que por encima de la norma estaban los derechos de la clase trabajadora. Sentencia que por cierto fue seguida años después por tribunales nazis.

En la actualidad y dentro de los países democráticos, solo existen dos sistemas de configuración del Poder Judicial. Por un lado, el sistema judicial de legalidad (sistema europeo), en el que el Juez administrando la justicia en nombre del Jefe del Estado, se limita a interpretar y aplicar la norma aprobada por el Parlamento al caso controvertido, sin que quepan márgenes de discrecionalidad sobre lo que pueda creer o no creer el pueblo sobre la bondad de esa norma. El fin es resolver las controversias entre las partes o entre éstas y los poderes públicos, mediante una norma previa elaborada expresamente al efecto por las Cámaras legislativas. En contraposición a ese sistema está el de la justicia del caso concreto (sistema británico), en el que el juez, al no ser técnicamente órgano del Estado, es al mismo tiempo legislador, resolviendo de conformidad a normas previamente aprobadas por el Parlamento y/o de conformidad con la equidad. Pero aún en este sistema, la Ley del caso concreto se sintetiza en una formulación judicial que es derecho objetivo, nada que ver con una interpretación popular de lo que sea la justicia.

En otros términos, en el sistema judicial de legalidad la certeza del Derecho se alcanza en un acto jurisdiccional aplicativo de una Lay previa; en el sistema de justicia del caso concreto, la certeza del derecho, se logra por la creación de una ley por el juez, atendiendo a normas históricas y al casuismo del caso concreto.

La única manera de entender en nuestro Derecho público la expresión “la justicia emana del pueblo” (art.117.1CE), consiste, en primer lugar en reconducirla a que el pueblo se corporiza en la Cortes Generales, de las que emanan las leyes y, en segundo lugar, en habilitar a los ciudadanos la posibilidad de participar, dentro del Estado democrático y social de Derecho (art.1.1CE), por las vías establecidas en el art.125 CE, como son la institución del Jurado, la acción popular y los Tribunales consuetudinarios y tradicionales.

Los jueces no tienen que interpretar la Ley conforme al pueblo sino según el sistema de fuentes que el propio ordenamiento tiene establecido (art. 1.1 CC). En otro caso se abriría una puerta peligrosa al subjetivismo ideológico y al particularismo de clases donde la discrecionalidad judicial acabaría pugnando con la propia Ley del Parlamento. Ésta última implica la protección de la libertad de todos los ciudadanos en cuento que encarna la voluntad general del Estado, como ya la definiera Montesquieu.

Por esta razón el Juez ésta sometido siempre y sin excepciones a la Ley, que debe aplicarla en todo caso, sin poder resistirse válidamente a ella; y si el juzgador tiene dudas sobre su constitucionalidad en el momento de aplicarla puede y debe plantear la cuestión de constitucionalidad ante el Tribunal Constitucional (art.163  CE, 35.2 y 36 LOTC y 5.3 LOPJ).

En definitiva, el derecho no tiene naturaleza política, y por ello, no admite interpretaciones ideológicas o de clase que rebasen el principio de legalidad.