Ignacio Echeverría y la razón práctica

Summum crede nefas animam praeferre pudori

et propter vitam vivendi perdere causas.

(Juvenal, Sátira VIII)

 

Ante la grandeza absoluta cualquier palabra que uno intente pronunciar resulta insignificante, superflua y hasta impertinente. Parece mucho mejor permanecer respetuosamente callado. No obstante, aunque estoy seguro de que lo que voy a decir no va a mejorar apenas el silencio, me atrevo a infringir el imperativo de Wittgenstein (“de lo que no se puede hablar hay que callar”). Y ello precisamente porque el asunto al que me voy a referir supone –a mi juicio- una clara muestra del error que subyace a ese imperativo: la idea de que no existe discurso racional más allá de las proposiciones de las ciencias naturales y de la tautología matemática. Una idea que puso en circulación hace ya cerca de un siglo el célebre filósofo vienés y que ha llegado a convertirse en una de las señas de identidad de nuestro tiempo.

La noche del pasado 3 de junio Ignacio Echeverría volvía con dos amigos de patinar en un parque de Londres cuando, al pasar por la zona del Borough Market, se topó con la escena del apuñalamiento indiscriminado de transeuntes por unos terroristas islamistas. En ese momento es de suponer que Ignacio debió de pensar que se trataba de unos delincuentes comunes que habían intentado perpetrar un robo cuya víctima se había resistido. Sobre la marcha decidió acudir en auxilio de la persona agredida en vez de salir corriendo (o más bien pedaleando, porque los tres amigos iban en bici). Y también debió de pensar que el skate que llevaba consigo era un objeto lo suficientemente contundente como para emplearlo como arma con la que enfrentarse con éxito a los agresores.

Analizando este pensamiento de Ignacio -reconstruido de esta forma hipotética- en el breve instante que precedió a su involucración en la acción, podemos constatar que en esos segundos o incluso décimas de segundo realizó tres juicios que implicaban tres usos diferentes de su razón, tres formas de racionalidad perfectamente distinguibles.

El primero de ellos fue un juicio sobre la realidad de los hechos que estaban acaeciendo. Ante la escena que le presentaban sus sentidos, su mente avanzó una interpretación: una persona estaba siendo atacada por otras, y además se trataba de una situación de violencia real. Creo recordar que en las cercanías del Borough Market existe un museo sensacionalista dedicado a los crímenes de Jack el Destripador. Por tanto, bien podía haberse tratado de una performance para los turistas, o también de una confusa reyerta de borrachos. Sin embargo, Ignacio interpretó correctamente los hechos: no como una ficción sino como algo real y donde se podía distinguir una parte agresora y una parte agredida y necesitada de ayuda. Es posible, sin embargo, –como he anticipado e indica el testimonio posterior de uno de los amigos que le acompañaban- que no enjuiciase correctamente el tipo de violencia callejera con el que se habían tropezado, que considerase a los agresores como delincuentes comunes y no como fanáticos terroristas islámicos.

En cualquier caso, este enjuiciamiento de los hechos es algo propio de lo que se conoce como “razón teórica” o “científica”, un uso de la razón cuyo objeto es el conocimiento de la verdad de las cosas y los hechos. También podría ser objeto de este uso de la razón la explicación causal de este acontecimiento: qué causas psicológicas, ideológicas, económicas, sociales, culturales o de cualquier otro tipo fueron las que llevaron a estos individuos a perpetrar semejante tipo de acción (como también la propia acción de Ignacio y la de sus amigos podría intentar ser objeto de una explicación causal o “conductista” semejante, como algo determinado necesariamente por unas concretas causas).

El juicio relativo a la idoneidad de un monopatín como arma y de la probabilidad de éxito de la acción individual iniciada por Ignacio pertenece a un orden de racionalidad diferente: a lo que se conoce como “razón técnica” o “instrumental”. La razón propia del ingeniero. No se trata aquí de conocer y explicar el mundo real, sino de manipularlo con éxito; dado un fin humano cualquiera –cuya bondad no se cuestiona-, el enjuiciamiento de los medios, instrumentos y procedimientos adecuados para alcanzar dicho fin. El objeto de esta razón no es la verdad, sino la eficacia, el éxito de la acción. Un saber de medios, de know-how, relativo a un hacer humano como “facere”.

Pero, en ese brevísimo lapso temporal que precedió a su participación en la lucha, Ignacio realizó un tercer tipo de juicio, que he dejado para el final porque es el más importante de los tres, tanto para él como para nosotros. Este juicio respondió a la pregunta ¿qué debo hacer en esta concreta situación? La cuestión que aquí se planteaba era de una naturaleza completamente diferente de las otras dos. En este caso se trataba de una cuestión de tipo moral o ético: ¿qué curso de acción era el correcto?, ¿permanecer quieto y a distancia?, ¿huir, como harían unos instantes después sus amigos cuando él ya había sido derribado?, ¿o intentar socorrer a la víctima enfrentándose a los agresores con los medios a su alcance?

Es muy difícil saber exactamente lo que sucedió en una situación tan inesperada como rápida y confusa, sobre todo cuando el protagonista ya no nos lo puede explicar. Pero parece razonable pensar que la implicación de Ignacio en la pelea no fue inevitable para él. Los tres amigos llegaron al lugar de los hechos en bicicleta, eran jóvenes, deportistas y se supone que dotados de esa agilidad especial que exige el deporte que venían de practicar. No parece que a Ignacio le hubiera resultado especialmente difícil huir del lugar con su bicicleta. Y sin embargo, hizo lo contrario de huir, se abalanzó blandiendo su skate contra los agresores. Es decir, justo lo contrario de la reacción más natural e instintiva de todo ser animado ante una situación de peligro (parálisis o huida).

Evidentemente, todo debió de ser muy rápido, pero necesariamente hubo un instante, por mínimo que fuera, en que Ignacio se planteó qué hacer en esa situación. Su respuesta a esta cuestión, que era una cuestión ética, un problema moral, se convirtió en la causa de su inmediata acción: su participación en la lucha.

Este juicio, que decidió su acción y su destino, aunque no deja de tener relación con ellos, pertenece a una esfera claramente distinta de aquellas a las que pertenecen los otros dos actos de juicio a que antes me he referido. En este caso, se trata de lo que Kant llamó la “razón práctica”, el uso de la razón que es propio del enjuiciamiento moral de la conducta humana. Aquí no se trata del conocimiento de la verdad de las cosas que suceden en el mundo físico, ni del éxito de nuestra interacción con el mundo, sino simplemente, de lo correcto, de lo que es bueno o malo, honesto o deshonesto, de los valores y de los fines. De lo que hay que hacer, pero no de un hacer como facere, sino como agere, del actuar humano ante las situaciones problemáticas que la vida nos va planteando a cada uno. En definitiva, de cómo conducir bien nuestra vida.

Y es algo intrínseco al ejercicio de esta razón práctica –como pone ejemplarmente de manifiesto este caso- su esencial mundanidad y temporalidad, en el sentido de que se pone en juego precisamente porque vivimos en un mundo, rodeados de circunstancias contingentes que en su mayor parte nos vienen dadas y no podemos elegir (como encontrarse precisamente la noche del 3 de junio en un determinado lugar); y porque exige de nosotros una respuesta en un momento justo, ni antes ni después. De nada sirve discernir lo correcto ex post facto, porque ni la historia general ni la nuestra individual tienen marcha atrás (siendo esta irreversibilidad lo que dota de sentido trágico y de su última relevancia a nuestra vida). La moralidad exige acertar en el tiempo oportuno, en el kairós, que decían los griegos. El caso de Ignacio fue especialmente extremo, porque apenas había tiempo material para decidir, pero la oportunidad o temporalidad en el sentido indicado es algo inherente a esta razón práctica a que me refiero.

Y ya que cito a los griegos, no puedo dejar de decir que, mucho antes que Kant, Aristóteles en su Ética a Nicómaco nos instruyó sobre la existencia de una virtud a un tiempo ética e intelectual, que llamaba frónesis (la prudentia de los latinos), que es precisamente la virtud del hombre que delibera y decide correctamente en las situaciones problemáticas o críticas de la vida humana. Una virtud, como la propia razón práctica, que la modernidad ha ido dejando de lado ante ese predominio de la razón teórica y de la razón instrumental que ha llevado consigo el desarrollo científico y tecnológico, y también como consecuencia del triunfo de una concepción sentimentalista y emotivista de la moral, hoy omnipresente entre nosotros.

Pues bien, ¿fueron acertados los juicios de Ignacio Echeverría en la noche del 3 de junio?

Su juicio teórico, según he indicado, quizá sólo fue correcto parcialmente, por cuanto no debió de percatarse de que se enfrentaba a terroristas fanáticos. Y su juicio de razón instrumental fue claramente desacertado: los cuchillos y el número de los agresores terminaron prevaleciendo sobre la contundencia del skate.

¿Y su juicio de razón práctica? Creo que todos estamos de acuerdo en que en este ámbito acertó de pleno, que hizo exactamente lo correcto. Él no fue la única víctima de esa noche asesina, pero sin duda es quien ha generado una corriente de simpatía y de reconocimiento universal, más allá de la condolencia, la consternación y la repulsa ante una muerte injusta. Inmediatamente que se divulgó la noticia de su acción y cuando todavía no se sabía que le había costado la vida, fue calificado en todos los medios como héroe. Y nada más haber certeza de su fallecimiento, el Gobierno de España se apresuró a anunciar la concesión de una medalla al mérito civil a título póstumo. Y ahora por todas partes se anuncian homenajes, y calles e institutos que se van a rotular con su nombre.

¿Y por qué héroe y mérito civil? Pues porque hizo lo que todos sabemos que es correcto y valioso en una situación completamente límite y con riesgo y sacrificio de su propia vida. E hizo lo correcto porque previamente había juzgado correctamente la situación desde el punto de vista moral, había discernido bien lo que debía hacer, cuando lo natural era que lo extremo de la situación hubiera ofuscado su juicio moral.

Pero más allá de la admiración, el reconocimiento y los homenajes –todos póstumos-, ¿fue realmente racional su conducta? Consideradas todas las cosas y en especial el final del asunto, ¿acertó en su decisión?

Para los que somos creyentes, parece que la respuesta es más sencilla: lo perdió todo, pero con toda seguridad salvó –santo súbito- lo único que importa. Desde la óptica de la “economía de la salvación”, no hay duda de su acierto.

Pero si ponemos entre paréntesis toda noción de trascendencia espiritual y planteamos la cuestión en términos estrictamente seculares, ¿cuál es nuestra respuesta? Sabiendo cómo terminó el episodio, si un hijo nuestro se encontrase en la situación de Ignacio, ¿qué le recomendaríamos que hiciera? ¿Qué huyese y conservase su vida? ¿O que intentase ayudar y muriese? Este es un interrogante que nos interpela a cada uno de nosotros, creyentes y no creyentes, cristianos, agnósticos, ateos, budistas o musulmanes de recto corazón. Un interrogante que tiene que ver con el sentido de la vida humana, con el sentido de la vida de cada uno de nosotros. Y que deberíamos responder con absoluta sinceridad.

Desde la lógica de la moral del éxito, del placer y la satisfacción individual que impera en nuestra sociedad, es difícil dar una respuesta positiva. En definitiva, la vida es un lapso de tiempo -lo más prolongado que sea posible mientras no se vea comprometida su “calidad”- que intentamos rellenar de la mayor cantidad de momentos, experiencias o “vivencias” (palabra ésta que como pocas define al hombre moderno, como nos enseña Gadamer) placenteras, agradables y satisfactorias. Si es así, perder la vida por un acto instantáneo de rectitud no deja de ser algo absurdo, un completo sinsentido.

Salvo que pensemos –pero eso quizá nos exigiría no sólo promover homenajes sino replantearnos muchas cosas- que el sentido de la vida humana no tiene que ver con la acumulación ni de cosas ni de tiempo ni de vivencias. Que, incluso en términos estrictamente humanos, el que realizó o “vivenció” el máximo contenido, el máximo valor de la vida humana fue el propio Ignacio Echeverría, aunque fuera precisamente acortándola. Y nunca más oportuno que aquí el verso de Juvenal: propter vitam vivendi perdere causas, es decir, por el afán de preservar la vida terminar perdiendo las razones por las que merece la pena vivir. Y todo ello aunque lo peculiar y meritorio de su última y decisiva acción hubiera quedado inadvertido para nosotros, incluso si no hubiera habido ningún testigo superviviente para contárnoslo y nada de todo este jaleo y reconocimiento póstumo (que más necesitamos nosotros que él).

Y si es así, quizá nos daríamos cuenta también de que la preterida razón práctica no tiene que ver con un kantiano deber por el deber, la rectitud por la rectitud o el sacrificio por el sacrificio, sino con el sentido de la vida, con la vida buena, con la buena forma de vivir.

¿Y cómo llega una persona a un discernimiento y decisión como los que estamos aquí contemplando?

Podemos pensar que se trató de una reacción impulsiva, temperamental. Que Ignacio, además de ser un hombre de buena pasta, generoso y de gran corazón –que con toda seguridad lo fue-, era, por su carácter, un tipo decidido, echado para adelante, de reacción rápida -seguro que también-. Pero estoy convencido de que había algo más. La virtud, una virtud tan extrema, no parece que pueda ser sólo fruto de un arranque. Volviendo a Aristóteles y a su ética, la virtud no consiste en un acto aislado, sino que es un hábito. Podríamos decir que es el resultado de un entrenamiento en el bien. Algo que termina conformando la personalidad. Sólo eso es lo que –como en el deportista entrenado- permite ejecutar lo difícil, en este caso actuar correctamente, con naturalidad, repentizar una decisión como ésta como si no hubiera necesidad de pensarla. En definitiva, seguro que era una persona excepcional, pero también ha debido de haber detrás mucho de educación, de formación, tanto de educación por otros –su familia, su escuela-, como por él mismo, es decir, de autoformación, de autocultivo. No creo que al respecto sea irrelevante el dato –que ha aparecido en casi todas las notas biográficas que se han ido publicando estos días- de que Ignacio era una persona muy religiosa. Lo cual nos puede llevar a pensar que así como la religión mal entendida puede llevar a la locura más vesánica, la religión bien entendida suele estar detrás de las acciones de mayor excelencia moral. Pero, sea como sea, lo importante de esa trayectoria vital anterior es que dio como resultado eso de lo que ya nadie habla: la formación de una conciencia recta, de una conciencia formada o preparada para discernir lo correcto de lo incorrecto, para distinguir el bien y el mal. Eso que precisamente echamos en falta en tantos muy poco juiciosos protagonistas de nuestra vida política, empresarial, financiera y social en general (y no creo que sea necesario señalar).

También hay quien está interpretando su acción como un acto de amor. Esto creo que requiere también alguna precisión, porque el amor es algo que tenemos también muy mal entendido. Y ello precisamente porque lo confundimos con un sentimiento o con una emoción. Al respecto, es evidente que poco amor en este sentido sentimental podía sentir Ignacio por una persona –la víctima del ataque- a la que no conocía absolutamente de nada y cuyo rostro apenas habría llegado a entrever. Hablar -como alternativa- de amor o simpatía por la humanidad en general, de filantropía, es algo muy abstracto y me parece que ajeno a la verdadera motivación de su intervención. Sí me parece correcta la apreciación si rectificamos nuestro concepto de amor, si entendemos éste no como un simple afecto sino como voluntad, como “querer”, como “bene-volencia”. Así, querer a alguien, amarle realmente, no es tanto sentirse atraído por él y querer poseerlo, como desearle el bien y sobre todo procurárselo en cuanto está a nuestro alcance. En este sentido, por supuesto que el acto de Ignacio fue un acto de amor y del más elevado, porque implicaba el máximo desinterés precisamente por no conocer al beneficiario y por tanto por no estar mezclado con afecto alguno. Y al respecto, sí podemos hablar de un amor por la humanidad, pero no la humanidad abstracta o del concepto, sino esa humanidad concreta que se encarna en ese ser humano desconocido con el que me encuentro en una encrucijada, y al que trato no como ajeno sino como prójimo, es decir, como próximo.

El amor de Ignacio consistió en mirar la situación de una manera que le permitió reconocer al ser humano necesitado de ayuda. Lo que supuso, en definitiva, una forma de inteligencia, porque ese mirar y ver claro en la confusión de una noche de ruido y de furia le hizo discernir lo realmente esencial: esa fraternidad de esencia que le unía con la víctima y esa exigencia moral no de simple no hacer daño, sino de cuidado, de ayuda, de sentirse responsable, a cargo de ese otro que, sólo por ser hombre, no era otro.

Y si es así, lo que terminamos descubriendo en su conducta es un acto de la más profunda racionalidad, o lo que es lo mismo, de la más profunda humanidad.