La PDLI intervendrá en la Conferencia internacional sobre libertad de expresión de Qatar

La secretaria general de la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información (PDLI)Yolanda Quintana, intervendrá en la Conferencia Internacional sobre libertad de expresión que tendrá lugar en Doha (Qatar) los próximos días 24 y 25 de julio, exponiendo un análisis sobre la situación mundial de este derecho y sus principales amenazas.

A la Conferencia está previsto que asistan trescientos periodistas y representantes de medios de todo el mundo, además de expertos, miembros de organizaciones de defensa de la libertad de prensa y delegados de Naciones Unidas y de la UNESCO.

Puedes leer la noticia completa en este enlace.

HD Joven: La Universidad de Barcelona, al servicio del ‘procés’

La semana pasada, la Universidad de Barcelona (UB) se adhirió, con nocturnidad y alevosía, al “Pacto Nacional por el Referéndum”. El Consejo de Gobierno de la UB, aprovechando que sus más de 60.000 estudiantes ya estaban de vacaciones y que el 20 aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco copaba los medios de comunicación, decidió plegarse a los intereses de la Generalitat y contribuir a aquello que Salomon Asch definió, desde la psicología social, como “poder de la conformidad en los grupos”.

En la década de los 50, los experimentos de Asch demostraron que la presión de una multitud sobre una cuestión determinada puede acabar causando conformidad en el individuo que disiente. Tan interiorizada se tiene la teoría de control de masas en la Generalitat que ha logrado que la inmensa mayoría de universidades de Cataluña se adhieran a un pacto partidista con el objetivo de demostrar una amplia aceptación social en torno al referéndum.

En el caso de la UB, como en muchas otras universidades, la mancha de dicha adhesión no se podrá borrar hasta que no logremos, como mínimo, echar a los fanáticos que lo han permitido. No me voy a extender demasiado sobre las razones de por qué una Universidad pública no debería haber tomado cartas en el asunto, pero no puedo avanzar sin exponer algunos argumentos fundamentales. Básicamente, cabe citar cuatro cuestiones capitales. En primer lugar, no debería haber tomado parte porque nos encontramos ante una decisión ilegítima puesto que el Consejo de Gobierno de la Universidad se elige por razones académicas, no ideológicas; en segundo lugar, porque se trata de una decisión opaca, tomada a espaldas del alumnado y del resto de la comunidad universitaria; en tercer lugar, porque es una decisión partidista que erosiona las bases de la convivencia en la comunidad; y, en cuarto lugar, porque es una decisión ilegal por quebrantar la neutralidad que debe mantener toda institución pública y que socava, de este modo, la libertad ideológica y el pluralismo político que establece nuestra Constitución y que supone la base de la democracia.

Ciertamente, podríamos dar muchos otros argumentos. Por ejemplo, que dicha decisión atenta contra el prestigio de nuestras universidades. Sin embargo, hace tiempo que las instituciones catalanas, comandadas por el separatismo, perdieron dicho prestigio, rigor y solidez. De hecho, la estratagema nacionalista para otorgar legitimidad social a un referéndum independentista que no la tiene ha pasado ya a la fase de “el fin justifica los medios”. Porque parece que para el gobierno de la Generalitat todo vale si conduce a unos pocos hacia el fin deseado. Sino pregúntenle, por ejemplo, al Síndic de Greuges de Cataluña (Defensor del pueblo), quien también se ha plegado abiertamente al servicio del independentismo y ha expresado públicamente que “le daría vergüenza” formar parte de Societat Civil Catalana, asociación líder en la lucha contra el secesionismo.

No obstante, y aunque el gobierno de Puigdemont trate de taparlo y de mirar hacia otro lado, todo este ‘procés’ infinito provoca daños inconmensurables a la sociedad catalana y española. Los déficits de la empresa nacionalista están dejando ya demasiadas víctimas por el camino. Me atrevería a decir que la peor parte se la están llevando los niños y niñas en las escuelas, puesto que son el futuro de nuestra sociedad. Niños y niñas que han de soportar una campaña tras otra de nacionalización del entorno escolar, amparados únicamente por resoluciones judiciales que -miren por donde- en Cataluña no se respetan, ni obedecen. Niños y niñas que, ante el desprecio nacionalista, han de ser protegidos por sus familias bajo riesgo de escrache por pedir únicamente lo que el derecho les otorga: un modesto, pero fundamental, 25 % de enseñanza también en lengua castellana. Sí, la oficial en su país. Qué extraño, ¿verdad?

Y claro, ahora que tenemos universidades con ideología oficial y con intereses partidistas, ¿en qué papel quedarán aquellos colectivos de estudiantes universitarios cuyo objetivo es el de luchar contra los abusos nacionalistas? ¿A quién pedirán amparo cuándo lo necesiten? ¿A quién solicitarán ayuda cuando la requieran? Véase, de este modo, la aberración de dotar de ideología a una institución pública y el desprestigio que ello supone.

Pero seamos honestos, todo esto de la independencia está confeccionado por un mismo patrón y sigue, por ende, unas mismas premisas. La Universidad de Barcelona, como otras, no es una excepción. Esta adhesión ha vuelto a poner en evidencia dos aspectos fundamentales que hacen que el ‘procés’ resulte, sobre todo, profundamente tóxico e ilegítimo. Es tóxico porque divide, crea bandos confrontados y obliga a posicionarse. Encontramos una muestra de ello en el resultado de la votación para la adhesión, donde únicamente 24 persona, de 50, votaron a favor del Pacto Nacional por el Referéndum. Y es ilegítimo porque se confecciona de arriba a abajo y no dispone de suficiente base social. La adhesión de la UB supone un clarísimo caso puesto que el capricho opaco de una veintena de personas condiciona el devenir de más de 60.000 estudiantes. Como digo, este patrón se repite en muchos otros casos y podríamos citar numerosos ejemplos.

No obstante, lo cierto es que nada de lo que hace el gobierno de la Generalitat está funcionando. La adhesión de la UB al Pacto Nacional por el Referéndum es un burdo intento más de lograr aceptación social, aunque a estas alturas, de las bases independentistas, ya solo se desprende agotamiento. La población está más hastiada que nunca. Las dificultades para comprar urnas de verdad (no de cartón) son descomunales, el pulso con el Gobierno central parece extenuante, las dimisiones internas hacen mella, las purgas le dan un toque autoritario y fascistoide y la desconfianza entre los socios de gobierno crispa a las bases independentistas, que son quienes han bebido de esa fuente de progreso, bienestar, libertad y riqueza que supuestamente significa la independencia. A todo lo anterior habría que sumarle la falta de garantías y los escasos y dudosos apoyos internacionales que ha recibido el ‘procés’.

En definitiva, apuesto a que el 1 de octubre no habrá referéndum. No obstante, espero que un ‘procés’ como el vivido, un proceso ilegal, opaco e ilegítimo, impulsado con nocturnidad y alevosía, no salga gratuito. Espero que después de este dantesco espectáculo no se vayan de rositas, porque muchos catalanes, cuando todo acabe, habremos pagado un precio muy alto.

Eficacia de la cancelación registral de las sociedades de capital

Este artículo ha sido escrito por Aurora Martínez Flórez y Andrés Recalde Castells

Para la extinción de las sociedades de capital (SA o SRL) se exige la completa realización de las operaciones de liquidación (el pago de los acreedores y, en su caso, el reparto del haber resultante entre los socios) y otorgar la escritura pública de extinción, que deberá inscribirse en el Registro Mercantil con la correspondiente cancelación de todos los asientos relativos a la sociedad (v. art. 395 TRLSC).

Ha sido un asunto tradicionalmente controvertido en la doctrina y en la jurisprudencia española (y también en la extranjera) el tema de si la sociedad se extingue cuando se cancelaron sus asientos registrales, a pesar de que no se habían concluido todas las operaciones de liquidación. Esto es, cuando se realizó la inscripción cancelatoria sin haber pagado a todos los acreedores (supuesto que se plantea en la práctica con frecuencia) o sin haber repartido todo el haber social entre los socios. La cuestión, de gran interés práctico, afecta a la reclamación de esos acreedores o socios tras la cancelación registral.

La doctrina y la jurisprudencia han propuesto diversas soluciones con el fin de atender a los intereses de acreedores y/o de socios.  La postura más radical, defendida por la doctrina, es la que considera que la inscripción cancelatoria provoca la extinción de la sociedad y que las relaciones jurídicas pendientes de la sociedad pasan por sucesión universal a los socios, de manera que deben ventilarse con estos.

Se trata de una concepción que suscita numerosos reparos. Desde el punto de vista práctico, porque la sucesión de  los socios en la posición de la sociedad daría lugar a situaciones muy complejas (a un listisconsorcio pasivo necesario, a la creación de una comunidad de bienes entre los socios…) y  llevaría a que los acreedores de la sociedad concurrieran respecto de los bienes sobrevenidos con los acreedores personales de los socios. También merece objeciones desde el plano teórico, porque, amén de apoyar el “nacimiento” y “muerte” en una concepción, en cierta medida, antropomórfica de la persona jurídica hoy absolutamente superada, es incoherente con el proceso articulado por el Derecho societario para la extinción de la sociedad. La sucesión mortis causa presupone la muerte del sujeto al que se sucede. En cambio, las normas societarias prevén que la sociedad continúe en vida mientras se extinguen sus relaciones jurídicas. No parece lógico, por ello, acudir a la sucesión universal para resolver los problemas de la liquidación incompleta, cuando el Derecho societario la desechó, decantándose por un sistema de pago de los acreedores y de atribución inter vivos de los bienes sociales antes de la extinción de la persona jurídica.

Otras soluciones patrocinadas por la doctrina y por la jurisprudencia para resolver los problemas que se plantean cuando tras la inscripción cancelatoria aparecen relaciones jurídicas pendientes de la sociedad que no encuentran respuesta en las normas positivas parten, con unos u otros matices, de la continuación de la sociedad incluso después de la inscripción registral cancelatoria.

Así sucede, por un lado, con la  tesis según la cual la sociedad que fue cancelada sin haber terminado la liquidación continúa manteniendo su personalidad jurídica hasta finalizar la liquidación y en la medida precisa para concluirla, de acuerdo con la cual la inscripción en el Registro Mercantil tiene una eficacia meramente declarativa de una extinción ya producida (solución acogida por las SSTS de 27.03.2011 y de 20.03.2013 ante la demanda presentada por acreedores insatisfechos contra la sociedad cancelada).

Y lo mismo puede decirse de otra tesis que vincula la publicidad registral con la adquisición y la pérdida de la personalidad jurídica. Se llega a decir que la sociedad de capital adquiere su personalidad jurídica con la inscripción de su escritura de fundación en el Registro Mercantil (art. 33 TRLSC) y que, correlativamente, pierde la personalidad con la inscripción cancelatoria en el citado Registro. Ahora bien, la inscripción registral no sanaría los defectos de la liquidación; de manera que, si la sociedad se canceló sin haber terminado la liquidación, los acreedores y los socios podrán pedir la nulidad de las operaciones de liquidación, la nulidad de la cancelación registral y la reapertura de la liquidación.

Sin embargo, la necesidad de interponer una acción de nulidad de la inscripción cancelatoria supone, en el fondo, negar efecto extintivo a la cancelación: la inscripción por sí sola no produce la extinción; sólo la provoca si va precedida de la realización de todas las operaciones de liquidación (solución acogida por la STS de 25.07.2012, también en un caso de demanda de la sociedad cancelada por acreedores insatisfechos). En efecto, según esta Sentencia, para que los acreedores puedan demandar a la sociedad cancelada solicitando la declaración y la satisfacción de sus créditos, es preciso que al mismo tiempo pidan la nulidad de la cancelación registral para que la sociedad recobre la personalidad jurídica.

La reciente e importante Sentencia del Pleno de la Sala Primera del TS de 24.05.2017 constituye el último hito en este proceso que niega a la inscripción registral la producción de efectos extintivos para la sociedad. Esta Sentencia entiende, de acuerdo con la tesis que atribuye efectos meramente declarativos a la cancelación, que la sociedad sigue teniendo personalidad jurídica tras la cancelación cuando esta se produjo sin haber terminado la liquidación y, por lo tanto, conserva la capacidad para ser parte como demanda. Pero, además, representa un importante avance, porque viene a eliminar los obstáculos que suponía la doctrina de la Sentencia de 25.02.2012 (y la de los autores a los que dicha sentencia seguía) para que los acreedores insatisfechos de la sociedad cancelada puedan reclamar el cobro de sus créditos a la sociedad cancelada y pone de manifiesto las deficiencias dogmáticas de dicha postura.

Son tres los aspectos fundamentales que interesa resaltar de esa sentencia:

1º. Se niega cualquier pretendido paralelismo entre una eficacia (constitutiva) de la inscripción registral a los efectos de la adquisición y de la pérdida de la personalidad jurídica. Un paralelismo que fue afirmado por la STS de 25.07.2012 (de acuerdo con lo que había sostenido un autorizado sector doctrinal bajo la vigencia de la LSA y del TRLSA). En la Sentencia de 24.05.2017, el TS indica que la afirmación de que las sociedades de capital adquieren su personalidad jurídica con la inscripción de la escritura de constitución y que la pierden con la inscripción de la escritura de extinción no es del todo exacta. Por un lado, señala –reiterando lo que hoy constituye doctrina asentada- que si bien la inscripción de la escritura de constitución de la sociedad es precisa para adquirir la personalidad jurídica propia del tipo social elegido (de SA o de SRL: art. 33 TRLSC), no lo es para que la sociedad adquiera personalidad jurídica. La sociedad no inscrita tiene cierto grado de personalidad jurídica (art. 37 TRLSC) y, por ello, goza de capacidad para ser parte; así lo demuestra el régimen de la sociedad en formación o, eventualmente, el de la sociedad irregular. Del mismo modo, tras la inscripción de la escritura de extinción y la cancelación de los asientos registrales, la sociedad conserva la personalidad jurídica a los efectos de las reclamaciones pendientes basadas en pasivos sobrevenidos que deberían haber formado parte de las operaciones de liquidación. Mientras que esté pendiente la liquidación de la sociedad, esta sigue teniendo personalidad jurídica y, por ello, capacidad para ser demandada. Las reclamaciones de los acreedores para que se reconozcan judicialmente sus créditos pueden y deben dirigirse contra la sociedad.

2º. La continuación de la personalidad jurídica sólo lo es a los efectos necesarios para concluir la liquidación de la sociedad. La sociedad cancelada que no terminó su liquidación (porque tiene acreedores insatisfechos o bienes sociales sin repartir) sigue teniendo personalidad jurídica, pero únicamente  “a los meros efectos de completar las operaciones de liquidación” afirma el TS. La sociedad no sigue existiendo a otros efectos (para el tráfico la sociedad no existe). Se trata de un aspecto importante, porque la conservación de la personalidad jurídica se concibe únicamente como un expediente (sencillo y eficiente) para facilitar la extinción de las relaciones jurídicas pendientes de la sociedad cancelada; para completar su proceso de extinción.

3º. La posibilidad de demandar a la sociedad cancelada y de concluir su liquidación no requiere impugnar la inscripción cancelatoria. La Sentencia da un paso importante afirmando que no es necesario que los acreedores impugnen la inscripción cancelatoria para poder demandar a la sociedad reclamando la satisfacción de sus créditos. Una solución totalmente coherente con el planteamiento del que se parte: si la sociedad sigue existiendo a pesar de la cancelación registral, no hay necesidad de dejar sin efecto dicha inscripción para que la sociedad recobre su existencia y pueda concluirse su liquidación. Por otro lado, la tesis acogida por esta Sentencia permite superar los graves problemas a los que conducía la interpretación que consideraba que la inscripción cancelatoria es constitutiva de la extinción y que es necesario declarar la nulidad de la cancelación para que la sociedad recobre la personalidad jurídica y la capacidad para ser parte. Ello obligaría a declarar la nulidad de la cancelación y a otorgar nuevamente la escritura pública de extinción y a inscribirla en el Registro Mercantil tantas veces como acreedores insatisfechos o activos sociales aparecieran después de la cancelación de la sociedad, con los consiguientes costes para los acreedores y los socios, lo que repugna a las más elementales ideas de justicia y economía. Dado que siempre puede aparecer un nuevo acreedor (o un nuevo bien) después de la cancelación registral de la sociedad, es sensato articular vías que permitan conservar lo actuado con anterioridad (en la medida en que resulte posible) y completar el proceso inacabado.

Por las razones indicadas, la STS de 24.05.2017 merece una valoración muy positiva, tanto desde el punto de vista teórico como desde el práctico.

El derecho a decidir y las comarcas. O por qué en Quebec los independentistas no quieren un referéndum

A la vista del referéndum que las fuerzas independentistas quieren convocar en Cataluña en octubre, son significativas las diferencias entre los argumentos a favor y en contra del mismo. Los primeros parecen más atractivos de entrada. Frente a la razón, más fría y técnica, del necesario respeto a la Ley, los partidarios de la secesión y sus acompañantes habituales en la izquierda aducen otros de sangre más caliente y con mayor carga sentimental: el valor de la voluntad popular, la tolerancia respecto al deseo de construir una nueva nación a partir de un cierto sustrato diferencial, o la idea de la liberación de un poder opresor que impediría por la fuerza la realización de esos legítimos anhelos.

El marco legal actual tiene unos límites claros pero, al margen de los mismos, es preciso no rehuir ese debate. Y para ello los unionistas han de armarse dialécticamente mejor, máxime en un ambiente recalentado por la propaganda y las emociones. Y en este ámbito echo en falta argumentos que cuestionen el “argumento bandera” nacionalista del debido respeto a la voluntad de los catalanes, el presunto y manido “derecho a decidir”.

Los secesionistas utilizan a menudo el ejemplo del Canadá como modelo de lo que un país avanzado ha de hacer con los anhelos separatistas de una parte de su territorio, en su caso la provincia de Quebec, y su encauzamiento a través de posibles consultas plebiscitarias. Pero un mejor análisis de esa concreta situación nos permite comprobar cómo precisamente ese tratamiento ha conseguido, sorprendentemente, unos frutos muy diferentes a los deseados por los nacionalistas. Hasta el punto que éstos, batiéndose en retirada, ya no quieren celebrar hoy allí un referéndum. Ese ejemplo, por lo tanto, más que suponer un respaldo al secesionismo, puede dotar de nuevas armas dialécticas a unos unionistas necesitados de ellas.

Quebec es una provincia de clara mayoría francófona que arrastraba sentimientos de agravio histórico hacia el resto del país, de mayoría anglófona. Cuando los nacionalistas accedieron al Gobierno autónomo su aspiración máxima fue lograr la separación de Canadá a través de un referéndum. Y consiguieron al respecto promover hasta dos consultas de autodeterminación, en 1980 y en 1995. La última de ellas perdida sólo por un muy escueto margen. Dada la evolución de la opinión, parecía que sólo era cuestión de tiempo un nuevo referéndum, esta vez ganado. Pero entonces una nueva circunstancia cambió radicalmente este rumbo: la promulgación de la llamada Ley Federal de Claridad, que regula las bases de la secesión.

Un vistazo a la Historia nos permite entender mejor esta situación, insólita en otros muchos países. Canadá se constituye en 1867, con la denominación entonces de “Dominio del Canadá”, como una confederación de provincias que habían sido hasta entonces colonias británicas. Ni siquiera comprendía originariamente su extensión actual, pues provincias como Columbia Británica o Alberta se incorporaron posteriormente, pactando incluso para ello condiciones especiales. Sometido el Dominio a la autoridad de la Corona británica (vinculación que hoy simbólicamente se mantiene, con la Reina de Inglaterra como Jefe del Estado), el Gobierno federal fue ganando progresivamente un mayor poder e independencia. Ese origen puede explicar que, partiéndose de una unión voluntaria de Provincias, no existan impedimentos constitucionales insuperables para su separación, como ocurre en la inmensa mayoría del resto de los países. Pero esta posibilidad debía ser regulada para que se hiciera, en su caso, de forma ordenada y justa, evitándose el unilateralismo con que hasta entonces habían actuado las autoridades provinciales nacionalistas en Quebec. Esa necesidad es la que llevó a la promulgación de la Ley de Claridad.

El análisis de esa ley está en este post (aquí) de 2012 que, tal vez desafortunadamente, no ha perdido demasiada actualidad. La misma establece los pasos necesarios para lograr ese objetivo de la secesión, referéndum incluido, y sus condiciones que, muy sintéticamente, podemos reducir a tres. Ninguna de las cuales, por cierto, es cumplida en el proceso que impulsan hoy los secesionistas catalanes, por más que sigan queriéndose apoyar en ese precedente.

-El primer requisito es que el proceso comenzaría con una pregunta clara e indubitada en un referéndum sobre el deseo de secesión (y de ahí el nombre de “Ley de Claridad” como se conoce a la norma). Y que el mismo deba ganarse con unos requisitos especiales de participación, pues no se considera razonable que un cambio tan trascendental y de efectos tan generales sea decidido en definitiva por un sector minoritario de la población, como pretenden los impulsores del referéndum catalán y como ocurrió también con el aprobatorio de la última reforma estatutaria que tantos problemas ocasionó.

-El segundo requisito es que ese referéndum ganado sería un mero comienzo, y no un final del proceso de separación. Allí no pierden de vista que ese camino requeriría complejas negociaciones para resolver de forma amistosa todos los enormemente arduos problemas que una secesión trae consigo. Mucho mayores, por ejemplo, que los que ha de resolver el Reino Unido para salir de la Unión Europea, donde aun así se considera asfixiante el plazo legal de dos años para concluir un acuerdo.

-El tercero es que la cesión no ha de darse necesariamente sobre toda la provincia canadiense en la extensión territorial que hoy tiene. En este requisito quiero insistir hoy, pues en gran parte explica el citado y sorprendente giro de los secesionistas.

Conforme a la citada Ley, y como parte de esa negociación, si existen en la provincia consultada ciudades y territorios en los que la proporción de unionistas sea sustancial y claramente mayoritaria, aquélla, para separarse, debe aceptar desprenderse de ellos para que puedan (por ejemplo, formando para ello una nueva provincia) seguir siendo parte de Canadá. Esto parece que tiene una buena justificación. De la misma manera que Canadá adopta una postura abierta respecto a la potencial salida de territorios con una sustancial mayoría de habitantes que no desean seguir siendo canadienses, la Provincia también debe aceptar desprenderse de porciones de la misma por la razón, en este caso simétrica e idéntica, de que una mayoría sustancial de su población sí desee seguir siendo canadiense.

Esto último resulta difícil de aceptar para cualquier nacionalista, que tiende siempre a querer absorber territorios que considera irredentos más que a estar dispuesto a desprenderse de otros sobre los que domine. Si consideramos encuestas y comportamientos electorales recurrentes, la renuncia a Barcelona, a su zona metroplolitana, a buena parte de la costa, además del Valle de Arán y probablemente otras comarcas, para respetar la voluntad claramente mayoritaria de sus habitantes de querer seguir siendo parte de España y de la Unión Europea puede producir un efecto paralizante del impulso hoy desbocado del nacionalismo a la secesión. Como ha ocurrido en Quebec, donde los nacionalistas no están de ninguna manera dispuestos a renunciar a Montreal y a otras zonas trascendentales por su riqueza, cultura y valor simbólico para constituirse como un país más rural, atrasado y reducido de lo que hoy son.

Ahí es, por tanto, donde el argumento del pretendido “derecho a decidir” hace aguas. Porque si un nacionalista no reconoce que los habitantes del resto de España puedan tener influencia en su configuración territorial, tampoco hay que reconocerles a ellos el apriorismo de que sólo lo que decidan el conjunto de los catalanes ha de tener legitimidad.

Lo que subyace en todo ello es que, por mucho que el nacionalismo quiera vender su proceso de secesión como un camino de sonrisas hacia la felicidad, lo cierto es que la Historia nos enseña que cualquier disgregación ha dado lugar a serios problemas, grandes crisis económicas, desplazamientos de población e importantes sufrimientos personales. Y que todo ello no podría evitarse en Cataluña cuando un importante sector de la población (al menos aproximadamente la mitad) desea seguir siendo española.

En el debate es preciso introducir ya este factor. España debe en todo caso empezar a amparar a sus ciudadanos que, en Cataluña, desean seguir siendo españoles y están hartos de sentirse rehenes abandonados al nacionalismo. Y no perderse jugando sólo en su terreno de juego. En este sentido las últimas propuestas de los socialistas de Sánchez e Iceta de promover reformas constitucionales para atribuir aún más poder a unas autoridades regionales que tan mal lo han usado, para garantizar privilegios y hegemonías, para desactivar cualquier mecanismo de control y de protección de la legalidad, y para acentuar la simbólica desaparición de todo vestigio del Estado en Cataluña, resultan, no ya inútiles para frenar a un secesionismo al que las cesiones nunca han apaciguado, sino manifiestamente contraproducentes.

No es eso lo que sirve, ni tampoco el inmovilismo de un Rajoy convencido de que el problema se solucionará dejando que se pudra. En el corto plazo los mecanismos de restablecimiento de la legalidad pueden evitar, tal vez, la celebración del referéndum unilateral. Pero es preciso abordar ya el problema del día después y despojarse para ello de prejuicios y de dogmas. Como han conseguido hacer los canadienses. Dejemos a los nacionalistas, catalanes o españoles, la defensa conceptual de indisolubles unidades territoriales de sus respectivas patrias. Nosotros, los que no lo somos, podemos ir un poco más allá, actuar con inteligencia, promover  con aquélla inspiración unos mejores incentivos y garantizar así una unión y una integración que a todos nos favorece.

Transparencia Internacional España publica sus tres últimos informes completos

Transparencia Internacional España comunica que ya están disponibles en su página web de forma completa y gratuita tres recientes Informes y publicaciones.

1) Los Resultados completos del Índice de Transparencia de los Ayuntamientos (ITA) 2017. Este Índice mide el nivel de transparencia de los 110 mayores Ayuntamientos de España, a través de un conjunto integrado de 80 indicadores, relativos a las seis Áreas de transparencia. Los resultados se han publicado tanto a nivel de transparencia global, como en cada una de dichas áreas, y a nivel individual para cada uno de los Ayuntamientos, así como también agrupados por Comunidades Autónomas, por grupos de tamaño de los municipios, etc.

2) Contenido completo de la Guía práctica de autodiagnóstico en compliance y prevención de la corrupción para empresaspublicación destinada a ofrecer a las empresas un sistema de autoevaluación para conocer su situación en cuanto a reporting y cumplimiento normativo, así como un conjunto de directrices para el desarrollo de una cultura empresarial orientada a los más altos estándares internacionales en este terreno.

3)  Contenido completo del Informe: Ley de Transparencia y grandes empresas en España, informe que constituye el primer análisis en España sobre los efectos de la Ley de Transparencia en el sector privado empresarial, analizando a estos efectos el nivel de conocimiento y de cumplimiento de dicha ley por las grandes empresas españolas cotizadas, en tanto receptoras de fondos públicos.

Digitalización y futuro: sobre el salario universal y los impuestos a los robots

Uno de los aspectos fascinantes de la revolución industrial se produce cuando la nueva burguesía propietaria de las fábricas entiende que el gran éxito para sus negocios vendría no de que todas las mayores fortunas del mundo comprasen los nuevos tejidos, o los nuevos coches, que eran capaces de producir las renovadas fábricas, sino en que fuesen los obreros de esas mismas fábricas los que pudiesen comprar los nuevos productos.

Como describe Niall Ferguson, en su libro Civilización, hoy nos puede parecer que la sociedad de consumo ha existido siempre, pero lo cierto es que es una innovación reciente, y uno de los elementos que resultaron claves para que la civilización occidental se adelantase al resto de civilizaciones del mundo.

La sociedad de consumo revela el equilibrio, siempre inestable, que existe en los sistemas económicos basados en el capitalismo, donde la búsqueda de eficiencias en los procesos productivos presionan para reducir los costes salariales, al tiempo que son las personas que cobran esos salarios, las que deben convertirse también en los clientes que adquieren esos productos, para lo que requieren unos salarios adecuados.

Expresado en otros términos, el crecimiento de la riqueza que se ha producido en el mundo,  de forma intensa y continuada tras la revolución industrial, y en particular tras el proceso de globalización, si no se traduce en una mejora del bienestar de todos los ciudadanos e incentiva las desigualdades, provoca inestabilidad y contestación social.

Si algo hemos aprendido en estos últimos años, es que las personas que sienten que están siendo marginadas por el modelo económico, no tienen mucha intención de quedarse calladas. El voto a Trump en Estados Unidos, el voto al Brexit en Reino Unido, o el ascenso de los partidos populistas en toda Europa no es sino una expresión del desánimo sobre el futuro. No podemos olvidar que estos acontecimientos se producen en un entorno de gran generación de riqueza agregada. EEUU tiene hoy una renta per cápita media 10 veces mayor que la que tenía en 1960. El PIB per cápita español se ha multiplicado por más de 100 desde la década de los 60. Nunca el mundo ha sido más rico.

Europa durante muchos años pareció encontrar el modelo perfecto, con un sistema capitalista, equilibrado por un estado del bienestar diseñado para no dejar a nadie atrás, y ofrecer a toda la sociedad los beneficios de la riqueza generada por  la economía liberal. Pero hoy ese modelo también afronta una crisis severa.

El gran “chivo expiatorio” de todos los males del mundo en los últimos años, la globalización, está dando paso a un proceso que tiene la capacidad de ser aún más disruptivo: la digitalización. Si la globalización destruyó puestos de trabajo en las sociedades más industrializadas de Estados Unidos y Europa para crearlos en los países emergentes, la digitalización embarcaría a estas sociedades en un proceso de automatización que podría acelerar la destrucción de empleo.

En los últimos meses el debate sobre el impacto de la digitalización ha empezado a asomarse a la agenda política. No la española, siempre ocupada en otros temas tan apasionantes como la secesión catalana, pero si la Europea, y la mundial. Es sintomático que si el Foro de Davos en el año 2016 analizaba en tono optimista el nuevo contexto económico global, en el año 2017, la cuarta revolución industrial y sus implicaciones centraban el debate, con un análisis de los grandes desafíos económicos y sociales que plantea.

El debate en estos momentos de incertidumbre se debe parecer mucho al que se vivió en los inicios de la revolución industrial. Algunos economistas e intelectuales se apuntan a una visión neo-ludita, donde el proceso de automatización impulsado por la digitalización desencadenaría un desempleo masivo, y un empobrecimiento de la mayoría de los ciudadanos, otros vislumbran un futuro en que máquinas y hombres coexistan en un futuro mejor que el actual.

Y lo cierto es que cualquiera de esas dos hipótesis puede ser cierta. Realmente, podríamos afirmar que la digitalización es un proceso que tiene la capacidad de incrementar la generación de riqueza, mejorar la productividad y dar un gran impulso a la calidad de vida. Pero es un proceso que pone en cuestión todo el orden económico y social construido tras la revolución industrial, y muy en particular tras la segunda guerra mundial. Lo que queramos que sea el nuevo orden derivado de la digitalización es algo que se está definiendo ahora.

Manuel Muñiz define con acierto la nueva situación, en un artículo sobre el colapso del orden liberal. El gran desafío que produce la digitalización es que se pueden generar incrementos de productividad, que no se van a traducir en incrementos de rentas salariales. La utilización de la tecnología permite aumentar la productividad sin generar empleo o remunerar mejor el que ya existía.  El trabajo, por encima de cualquier otro mecanismo social ha sido el elemento que en todos los países desarrollados ha garantizado la redistribución de la riqueza. Si este mecanismo deja de funcionar, si se genera riqueza, pero esta no se traduce en más trabajo y mejores salarios, todo el orden liberal entrará en crisis, y podemos esperar que derive desánimo y se abra paso la revolución populista.

Esta situación exige entender que estamos ante algo más que la necesidad de aplicar algunos mínimos ajustes al modelo económico y social actual.  El nuevo orden va a requerir repensarlo todo.

Quizás sea más sencillo entenderlo, al ver cuestionada la arquitectura fiscal que sostiene el estado del bienestar en los países desarrollados: el impuestos sobre beneficios  en la era digital se convierte en un impuesto que acaban pagando las empresas más por responsabilidad social, que por exigencia fiscal. El beneficio es un concepto que si ya era “difícil” en la economía tradicional, en la economía digital se convierte en un concepto etéreo fácil de trasladar a aquel país con una menor presión fiscal. Los esfuerzos de los países desarrollados a través de iniciativas como la acción BEPS de la OCDE, muestran la extraordinaria dificultad de hacer efectivo este impuesto en un mundo globalizado y digital.  Las dudas sobre el futuro del mercado del trabajo cuestionan también el futuro del impuesto sobre las rentas del trabajo, lo que socava los pilares de la fiscalidad en la mayoría de los países.

En este escenario, no es de extrañar que se hayan abierto muchos debates sobre diferentes aspectos que se verán impactados por el proceso de digitalización. Muy en particular sobre el futuro del trabajo. Ideas como la necesidad de que los robots paguen impuestos impulsado por el parlamento europeo, y apoyado por personas como Bill Gates, y cuestionado por muchos otros economistas,  es un magnífico ejemplo de los interrogantes que se están planteando.

El otro concepto que ha centrado las discusiones en los últimos meses ha sido el del salario universal. Este era un debate que tradicionalmente se había afrontado en un eje derecha-izquierda donde la izquierda lo ha defendido como un modo de garantizar una mínima calidad de vida a todas las personas, y la derecha lo veía como un modelo ineficiente, que debía superarse asegurando a todas las personas el acceso a un trabajo. El experimento de Finlandia sobre la renta básica universal abría los ojos a una perspectiva diferente. El debate sobre la renta básica ya no se desarrollaba en el tradicional eje derecha-izquierda, sino en la reflexión sobre como sumarse al imparable proceso de digitalización, aprovechando todas sus ventajas, pero sin dejar a nadie atrás.

Este es un debate que definirá el futuro de nuestra sociedad. No es un solo un debate económico sino en gran medida social. Preferiría la gente recibir una renta y no trabajar, o, como afirman otras doctrinas, entre ellas las de la Iglesia Católica, el trabajo dignifica, y por tanto la solución siempre debería ir encaminada a garantizar un trabajo y no una renta. Si alguien piensa que España es ajena a este debate, quizás viendo algunas convocatorias de empleo público, podría pensarse que nuestros gobiernos hace tiempo decidieron que el trabajo dignifica, y que la administración es un buen mecanismo para paliar la escasez de trabajo con un sueldo digno. Este debate merecerá otro post con un análisis más detallado.

Lo que esta situación pone de manifiesto es que muchos economistas parecen querer aplicar reglas del siglo XX a problemas del siglo XXI, y quizás lo que estos nuevos retos necesitan es una nueva generación de economistas y sociólogos, que afronten estos nuevos retos sin los prejuicios del debate económico en el eje derecha-izquierda que ha marcado el siglo XX.

La sociología, la economía política, la ciencia política, gran parte del Derecho político y constitucional y por supuesto las democracias liberales fueron en gran medida fruto de la revolución industrial. Todos ellos se mostraron como conceptos y ciencias necesarias para entender, estudiar y explicar lo que estaba pasando. Quizás la actual élite económica mundial debería dejar pasar a una nueva generación capaz de entender mejor una situación que poco se parece a las vividas en el pasado. De la capacidad de superar los prejuicios heredados del siglo XX dependerá la capacidad de diseñar un futuro acorde a las posibilidades que ofrece el proceso de digitalización.

 

 

 

 

La Directiva 2014/17 y la reforma del crédito hipotecario.

Como parece ser costumbre, España ha incumplido el plazo de adaptación de la Directiva 2014/17 y parece que el Anteproyecto que pretendía hacerla está paralizado. Esto quizás no sea tan malo si nos permite reflexionar sobre el sentido de esta Directiva, para hacer una reforma que devuelva la seguridad jurídica a este sector de la contratación financiera -y no una faena de aliño para cubrir el expediente-.

Para todo ello es bueno recordar cual ha sido el papel del crédito hipotecario en la grave crisis que hemos sufrido. Como dice el considerado 3 de esa Directiva: “La crisis financiera ha demostrado que el comporta­miento irresponsable de los participantes en el mercado puede socavar los cimientos del sistema financiero, lo que debilita la confianza de todos los interesados, en particu­lar los consumidores, y puede tener graves consecuencias sociales y económicas.”

En efecto, el crédito hipotecario está en el epicentro de la crisis. Por una parte, la concesión y titulización de préstamos hipotecarios que no se podían pagar fueron el desencadenante de la crisis financiera de 2008, que ha modificado todo el sistema financiero mundial y provocado la mayor recesión en muchas décadas. Y no se trata de un contagio de un problema de EE.UU. En España también ha habido  crédito inmobiliario irresponsable,considerable a particulares y descomunal a promotores. Tan descomunal que ha destruido las Cajas y la mayoría de los Bancos (¿será el Popular el último?) provocando una muy preocupante concentración bancaria.

Tan grave como el anterior es el problema de confianza, al que también se refiere la Directiva, muy especialmente en nuestro país. El problema comenzó por el final del proceso, las ejecuciones hipotecarias: cuando estas se multiplicaron a partir de 2009 y se empezaron a producir los lanzamientos de los propietarios, se creó una situación de verdadera alarma social. Los llamados desahucios dieron lugar a un movimiento social de gran importancia, a una Iniciativa Legislativa Popular, y tuvieron una influencia esencial en el mayor cambio del mapa político español de toda la democracia. La crisis de la ejecución fue también jurídica, pues el El Tribunal de Jusiticia Europeo (TJUE) declaró en la Sentencia Aziz que nuestro procedimiento de ejecución era contrario a la Directiva europea, por lo que se tuvo que reformar.

Más adelante, la crisis se manifestó en relación con el contenido de los contratos: los intereses de demora, las condiciones de vencimiento anticipado, las cláusulas suelo, los préstamos multidivisa, se convirtieron en motivo de discusión en nuestros tribunales y en el TJUE. Los efectos en nuestro sistema jurídico han sido enormes. Los jueces y en particular el TS han asumido un papel muy activo en la defensa de los consumidores frente a las cláusulas abusivas, pero sentencias como las que fijan tipos máximos de intereses de demora han planteado la duda de si se excedían en su función. La sentencia de la cláusula suelo de 9 de mayo de 2013 desarrolló la necesidad de la transparencia material, es decir de que el consumidor no debe solo comprender la cláusula sino también poder conocer sus efectos económicos y jurídicos. Pero aplicó ese concepto de manera tan desorbitada que la decisión ha supuesto un verdadero movimiento sísmico en la contratación hipotecaria, son réplicas sucesisvas como la anulación de su irretroactividad por la STJUE de diciembre de 2017, o el reciente y polémico Real Decreto 1/2017 que regula el procedimiento de reclamación. Como efecto colateral de estas resoluciones ha nacido una verdadera industria jurídica de reclamaciones masivas basada la captación comercial de clientes -ahora volcada en una cuestión de tan discutible fundamento e importancia como el pago de los gastos de la hipoteca-.

El legislador tiene ahora la oportunidad de poner orden en este lío, pero a mi juicio la reforma ha de ser más ambiciosa que la que planteaba el Anteproyecto.

En primer lugar, no cabe remitir (como se hacía) la regulación del crédito irresponsable  a una norma de rango inferior, como ha explicado con detalle y acierto Matilde Cuena aquí. Es un tema central para el futuro y tiene que abordarse por Ley y lo antes posible.

Además, el legislador debe intervenir con mucha más decisión en el contenido de los préstamos hipotecarios de consumidores. Pongo algunos ejemplos con propuestas para suscitar la discusión.

Las ventas vinculadas de otros servicios (seguros, tarjetas, fondos) con los préstamos deberían prohibirse, pues son una fuente de opacidad en el coste y en consecuencia de falta de competencia. Las comisiones de reembolso anticipado deben reducirse en los préstamos a interés variable y sobre todo hay que poner un límite as las los préstamos a interés fijo. Aquí acertaba el Anteproyecto, aunque con algunos errores técnicos. También era razonable la regulación del vencimiento anticipado, requiriendo que lo impagado representara un determinado porcentaje del importe total del préstamo. En relación con los intereses de demora hay que abandonar el criterio del 114 LH (3 veces el interés legal del dinero) y poner un margen razonable  sobre el interés ordinario -no mayor de 4 puntos-. En relación con los préstamos en divisas, seguramente lo más razonable es prohibirlos salvo que el prestatario acredite que recibe sus ingresos en esa moneda.

Todos estos límites deben establecerse de forma imperativa y aclarando que son normas especiales para los consumidores, de manera que las cláusulas que los cumplan queden fuera del examen de abusividad conforme al art. 1.2 de la Directiva 93/13.

En cuanto a la garantía de la transparencia material, el Anteproyecto introducía un acta que convertía al notario en el centro de la actividad de información precontractual. Creo que el acta puede ser útil para hacer efectiva la libre elección del notario y favorecer un contacto previo entre este y el cliente, con remisión de toda la información necesaria por medios telemáticos y con la posibilidad de consulta física. Pero no se puede pretender blindar el cumplimiento de la transparencia, que es una obligación del acreedor, traspasando su realización al notario. Hay que tener en cuenta también que la preocupación del legislador con este tema quizás sea excesiva y que el blindaje no solo no es posible sino tampoco necesario: el concepto exorbitante de transparencia material de la Sentencia de 9 de mayo de 2013 parece haber sido en parte corregido por la de 9 de marzo de 2017 como han comentado FERNANDEZ BENAVIDES (aquí) y GOMÁ (aquí).

Con la intención de dar luz sobre estos temas, se celebra en los próximos días en Santander un curso (UIMP, 19 al 21 de julio) con la participación de algunos de los protagonistas de la evolución jurisprudencial de estos años (este es el programa). Creo que que para devolver la confianza y la seguridad jurídica al crédito hipotecario hay que superar ciertas ideas. Antes se pensaba eso se conseguía blindando la posición del acreedor: a mayor libertad en la contratación y seguridad en la ejecución, mejores condiciones de crédito para los consumidores. La crisis ha demostrado que eso no es así, y que el desequilibrio de fuerzas favoreció los abusos en el contenido de los contratos, y la falsa seguridad de las garantías alentó la concesión irresponsable de crédito. La nueva regulación debe buscar la simplificación de la contratación y la protección del deudor a través de normas claras que impidan situaciones de falta de transparencia o abusivas. Veremos si Jueces, Bancos, asociaciones de consumidores, registradores y notarios somos capaces de aportar ideas en este sentido.

HD Joven: Primera condena a prisión permanente (revisable)

Hace pocos días que se ha dictado la primera condena a pena de prisión permanente revisable en España desde la introducción de dicha medida punitiva en nuestro ordenamiento jurídico por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal (en adelante, “LO 1/2015”). Más conocido como el parricida de Moraña, David Oubel, fue hallado culpable de asesinar a sus dos hijas después de haberlas drogado, concurriendo en sus actos los agravantes de alevosía, parentesco y circunstancia de ser las hijas menores de 16 años. Además de su pena privativa de libertad, no podrá acercarse a la madre de las niñas a quién deberá indemnizar con 300.000 euros.

Aún no disponemos de la sentencia ya que el fallo fue dictado in voce por la Presidenta de la Sección Cuarta de la Audiencia Provincial de Pontevedra, después de que por unanimidad el jurado declarara culpable al reo. Sin duda, cuando se publique, su lectura nos clarificará los extremos de la argumentación jurídica. De cualquier forma, lo que ahora pretendemos es analizar los dilemas en torno a la prisión permanente revisable.

Desde la óptica sociológica, punto de vista que a veces descuidamos los juristas, se ha consolidado en nuestro país la idea de que las penas son bajas, de que casi nadie va a la cárcel y de que algunos criminales no deberían salir de ella.

En las dos primeras cuestiones el imaginario colectivo se equivoca, como revela una lectura comparativa de nuestro Código Penal con sus homólogos europeos, o el hecho de que en España haya un 32% más de población carcelaria con respecto a la media de la UE. La tercera, en cambio, puede someterse a debate.

En la UE la mayoría de países, salvedad de Portugal y Croacia, contemplan la cadena perpetua en una modalidad más o menos parecida a la prisión permanente revisable española. Este simple dato revela que ninguna de las normas jurídicas internacionales directamente aplicables en nuestro país, más concretamente el derecho de la Unión Europea y el Convenio Europeo de Derechos Humanos, resultan incompatibles con las diferentes modalidades de la prisión perpetua.

La propia Exposición de Motivos de la LO 1/2015 hace referencia a las sentencias del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (en adelante “TEDH”) en los casos Kafkaris vs. Chipre, Meixner vs. Alemania, Bodein vs. Francia, y Hutchinson vs. Reino Unido en las que el TEDH, según el legislador español, “ha declarado que cuando la ley nacional ofrece la posibilidad de revisión de la condena de duración indeterminada con vistas a su conmutación, remisión, terminación o libertad condicional del penado, esto es suficiente para dar satisfacción al artículo 3 del Convenio”, avalando así la prisión permanente revisable.

Dando por buena la interpretación del legislador sobre la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, quedaría analizar el encaje de tal punición en nuestro texto constitucional.

De la prescripción del art. 25.2 de la Constitución (las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”) provienen las mayores reservas a este respecto. La sola posibilidad de mantener a alguien de por vida en la cárcel no parece ajustarse muy bien a los fines de reeducación y reinserción social. Sin embargo, la presión permanente revisable no abdica de rehabilitación del condenado –al menos no sobre el papel- ya que su regulación del tercer grado y suspensión de la ejecución (artículos 78bis y 92 del Código Penal) fija unos horizontes temporales definidos a partir de los cuales no se permite al Estado mantener al condenado privado de libertad, salvo que constate que no se ha rehabilitado de la causa que le llevó a prisión. Si hasta que se cumple tal fecha, la pena ha estado orientada a la rehabilitación, es decir, a que pueda alcanzar el tercer grado y/o la suspensión, esta medida punitiva supera su primer escollo de posible inconstitucionalidad.

Tales límites temporales se configuran, así mismo, como garantía de que la pena no será inhumana o degradante por desconocer el condenado cuánto se prolongará su presidio. Este sabe que entre los 25 o 35 años -según el tipo y número de delito cometidos- el tribunal está obligado de oficio a revisar su caso para estudiar concederle la suspensión de la pena. En caso de denegárselo, cada dos años deberá de nuevo proceder a una revisión de oficio.

En cualquier caso, bajo prisión permanente revisable, el sujeto tiene unas fechas límite que una vez transcurridas establecen que sólo puede permanecer en prisión si el Tribunal considera que sigue sin rehabilitarse. Cuestión más dudosa es la adecuación constitucional de esta inconcreción que puede degenerar en inseguridad jurídica. ¿Cómo se determina la rehabilitación en términos jurídicos? E incluso más recelos se desprenden sobre la previsión para delitos de terrorismo, pues se condiciona la suspensión a mostrar “signos inequívocos de haber abandonado los fines y los medios de la actividad terrorista” y a haber colaborado con las autoridades (artículo 92 del Código Penal).

Una interpretación literal de este último precepto plantea la incógnita de qué sucede con los terroristas que no pudieran colaborar con las autoridades o que decidieran colaborar con ellas cuando la información que pudieran aportar careciera de utilidad. Más inquietante es la idea de que abandone “los fines”. El terrorismo no es aceptable para el Estado de Derecho, pero sus “fines” –v.g. independencia de Euskal Herria, pueden ser una causa política perfectamente legítima, que de conculcarse confrontaría el Código Penal con la libertad ideológica –y en su caso, libertad de expresión-, ambos derechos fundamentales de nuestra constitución (arts. 16.1 y 20 CE) y también recogidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (arts. 9 y 10) y en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (arts. 10 y 11).

Sin perjuicio de que algún terrorista vuelva a acabar en Estrasburgo, sobre estas cuestiones habrá de pronunciarse el TC cuando resuelva los recursos de inconstitucionalidad interpuestos respectivamente por la oposición y el Parlament de Catalunya. Además, por primera vez en su historia, quizás el Más Alto Tribunal se pronuncie sobre si las penas privativas de libertad tienen en nuestro ordenamiento jurídico alguna clase de límite temporal al margen de que se les exija encaminarse a la rehabilitación del penado.

Quisiera concluir con una reflexión en términos político-criminales. Hay que plantearse que la prisión permanente revisable puede recaer sobre dos tipos de personas. Por un lado, tenemos a aquellos sujetos que pueden reinsertarse en la sociedad; por otro, a quienes nunca podrán rehabilitarse. Por mucho tiempo, la existencia de los últimos ha sido un tabú que ahora empezamos a afrontar. La psicopatía y la psicopatía sexual son unos buenos ejemplos de tales sujetos a los que hoy día la ciencia no sabe cómo tratar. Legítimamente la sociedad se pregunta por qué el Estado los deja en libertad después de haber detectado a uno y quizás, sólo quizás, debamos empezar a considerar que no debe hacerlo.

Hay que recordar que la psicopatía no deja efectos en sede de culpabilidad, pues no impide al sujeto entender la ilicitud de sus actos. Esto obliga en la actualidad a enviar a la cárcel a un sujeto que sabemos de entrada que no puede rehabilitarse. Este punto es quizás el más necesario de reforma.

Aunque afrontemos el hecho de que algunos criminales no son susceptibles de rehabilitarse, de lege ferenda, el legislador nunca debería perder de vista la perspectiva rehabilitadora que debe presidir las instituciones penitenciaras. Si tales sujetos deben permanecer de por vida privados de libertad, quizás la cárcel no sea el sitio más adecuado y haya que establecer mecanismos adecuados para garantizar su ingreso y, en su caso, rehabilitación en un centro psiquiátrico especializado.

 

La Plataforma Cívica por la Independencia Judicial afirma que el Supremo se ha fracturado sobre la elección de altos cargos

El Observatorio de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial (PCIJ) afirma, en su informe sobre la sentencia que finalmente sancionó positivamente la elección de Miguel Pascual del Riquelme como presidente del Tribunal Superior de Justicia de Murcia, que el Supremo se ha “fracturado en una cuestion esencial para la carrera judicial” como es la promoción profesional y la designación de altos cargos de cúpula judicial.

Puedes leer la noticia completa en este enlace.

Bartleby y el artículo 155: “preferiría no aplicarlo”

Estoy seguro que nuestros cultos lectores conocen bien la historia de Bartleby, el escribiente, relatada en un cuento del mismo nombre de Herman Melville. Bartleby es contratado por un abogado de Nueva York que se dedica a propiedades e hipotecas de clientes ricos. Es un buen empleado, pero cuando en una ocasión se le pide que examine un expediente, Bartleby contesta: “Preferiría no hacerlo”. Y no lo hace. Y, partir de entonces, cada vez que se le pide algo contesta lo mismo, aunque sigue con sus ocupaciones normales. Al final resulta que nunca abandona la oficina, ni siquiera cuando es despedido; ni cuando el abogado vende el local, impotente para expulsarlo.

Se han dicho muchas cosas sobre la actitud de Bartleby; desde que es precursora del existencialismo o del nihilismo, hasta que es una muestra de arrogancia, o del deseo de no molestarse por nada. Pero a mí su conducta me ha venido a la cabeza cuando he leído que  Sánchez, tras su reunión con Rajoy, decía que “invocar el artículo 155 lo único que hace es alimentar precisamente al independentismo” a lo que siguieron las declaraciones de Robles en el sentido de que tal aplicación “nunca sería una solución procedente y nunca la apoyaríamos” (aquí). Pero es que Soraya Sáenz de Santamaría también ha venido a declarar que la fuerza de las leyes no necesitan sobreactuación, en contestación a la pregunta de si el gobierno recurriría al artículo 155 (aquí), aunque hace año y medio le parecía una posibilidad perfectamente aceptable (aquí). También Ciudadanos parece entrar en este juego cuando Rivera dice que no se aplicará el art. 155, pero propone “firmeza” para evitar el 1-O y después, actualizar la Constitución; y hace un par de años, parecía más abierto a él, aunque muy cautamente, porque sólo lo preveía para el caso de que se declarara la independencia (aquí)

Sin embargo, hace muy pocos días la prensa nos informaba de una curiosa coincidencia de opinión entre dos dirigentes tan distintos como González y Aznar, “casi en un 95 por ciento”: es preciso aplicar el artículo 155 de la Constitución en relación al asunto catalán. Por supuesto, hay una importante diferencia entre tener responsabilidades políticas y no tenerlas, porque no es lo mismo sufrir las consecuencias de tus decisiones que no sufrirlas; y es verdad que, como decía González, los expresidentes son como los jarrones chinos: no se retiran del mobiliario porque se suponen valiosos, pero estorban siempre.

Por otro lado, también es verdad que en una situación tan políticamente expuesta no es cuestión de revelar nuestra estrategia: quizá existan razones que aconsejen prudencia y quizá la decisión de Rajoy –y demás partidos- de evitar todo aspaviento tenga la sabiduría de sentarse a ver pasar el cadáver de su enemigo que, por cierto, se deteriora paulatinamente con peleas internas que acrecientan la sensación de ridículo nacional e internacional del procès, lo que quizá aconsejara permitir que ultimen su camino hasta que algún niño les diga que el procès está desnudo.

Además, no cabe duda de que el desafío que tiene el gobierno (y el Estado) es grave y de difícil resolución porque es evidente que el soberanismo ha tomado la decisión de huir hacia delante, elevando al máximo –como dice aquí Ignacio Varela- el listón del desafío y de la provocación, para situar a los poderes del Estado ante un dilema perdedor: o represión, o capitulación.

Pero dicho todo eso, ¿es serio decir que no procede aplicar en ningún caso el artículo 155 y que es contraproducente? No lo creo yo así. Las normas no son opcionales y están ahí para ser aplicadas cuando se dé el supuesto de hecho, y parece que podría entenderse que el de este precepto (“si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, …..”) se ha producido hace tiempo, por lo que el problema no es si debería aplicarse en el futuro sino si debería haberse aplicado en el pasado. Y cabe añadir que no es sólo el interés de España el afectado, sino también el  particular de Cataluña, cuya política y cuyos recursos se están dilapidando en luchar contra molinos de viento mientras necesidades acuciantes se dejan de lado.

Lo malo es que, como dice aquí el primer presidente de la Fundación Hay Derecho, Roberto Blanco, este precepto debería aplicarse antes del referéndum, pero como por su lado señala aquí Jorge de Esteban, es probablemente tarde para ello porque la duración de los trámites lo impediría.

Por supuesto, preceptos que contienen conceptos jurídicamente indeterminados están sujetos a una interpretación que puede contener criterios políticos o de conveniencia; pero, en todo caso, la aplicación de la norma no es meramente opcional, ni para los independentista ni para el Estado. No entender esta idea significa olvidar la esencia del Estado de Derecho, enviando a otros posibles incumplidores el mensaje de que la eficacia de la ley depende del número de personas que estén de acuerdo en incumplirla o de la conveniencia política de aquellos que estén obligados a aplicarla, al tiempo de generar en aquellos que sí la cumplen generalmente una sensación de agravio comparativo, porque con ellos, poco poderosos individualmente, no hay clemencia alguna y –por poner un ejemplo- han de pagar sus impuestos con el máximo rigor y sin ninguna presunción de inocencia, con los recargos e intereses correspondientes.

La correcta aplicación, en tiempo y forma, de las normas tiene la función pedagógica y ejemplarizante de hacer saber al infractor las consecuencias de sus actos para disuadirle de repetir el acto y servir de ejemplo a los demás para que eviten la infracción (en Derecho penal se llamaba prevención especial y general) aparte de reforzar el mismo ejercicio del poder con el fortalecimiento de la creencia de que quien ahora lo ostenta es digno de él y ha de temerse su reacción, lo que, en poderes legítimamente constituidos es justo y necesario y no, como parece entenderse todavía en nuestro país, una reacción semifascista o autoritaria. No aplicar las normas en el momento oportuno deteriora la convivencia y al mismo tiempo debilita al propio poder que cada vez será más vulnerable y resistirá peor embates futuros. Por supuesto, ejercer el poder es duro y supone una gran responsabilidad y es cierto que podría generar victimización, pero el “preferiría no aplicarlo” tiene el riesgo superior de generar Estados inoperantes; además la victimización es inevitable para quien quiere sentirse víctima: mejor esperar que vaya al psicólogo que moldearle las normas a su conveniencia. Es más, políticamente, la aplicación del artículo 155 probablemente serviría de llamada de atención a otras Comunidades Autónomas que pudieran rumiar cosas parecidas y permitiría poner sobre la mesa el evidente problema de organización territorial que tiene nuestro país, tanto en su diseño, como en el ejercicio de las competencias atribuidas, preñado de deslealtad y exceso.

Conste que no estoy diciendo ni cómo ni cuándo debe aplicarse este artículo, sino simplemente que no debe descartarse de plano, como no debe descartarse de plano ninguna norma. Ni tampoco digo que en Cataluña no haya un problema, ni que al nacionalismo no le puedan asistir razones; ni siquiera que, con determinadas condiciones, no pudiera ser oportuna una consulta a la canadiense, como quien me haya seguido en este blog sabe perfectamente y puede comprobar buscando. Sólo insisto en que rompiendo la norma no se puede hablar de nada.

Tampoco afirmo que la única solución al desafío del referéndum sea la aplicación de este artículo, pues al parecer se está barajando la posibilidad de aplicar la ley de Seguridad Nacional. O quizá se pueda confiar en que las facultades ejecutivas concedidas al Tribunal Constitucional disuadan del desaguisado o simplemente que el miedo al panorama penal de funcionarios o políticos pueda desactivar un ya bastante mermado proceso.

Ahora bien, tengo para mí que al ciudadano de a pie no le convencerán demasiado afirmaciones tan genéricas como la de que ”el referéndum no se va a celebrar” sin más aclaraciones sobre el método que se va aplicar para impedirlo, sobre todo si recordamos que el intento secesionista anterior es de 9 de noviembre de 2014, con dimisión de Fiscal General incluida, y sin que desde aquella fecha se haya registrado  actuación alguna por parte del ejecutivo, que ha preferido la callada por respuesta mientras que las amenazas y desafíos han ido in crescendo. Tampoco la actitud del  Constitucional, que ha avalado que los rótulos de los comercios en Cataluña sean en catalán, ignorando paladinamente el artículo 2.1 de la Constitución, pueda suscitarnos demasiadas esperanzas.

En definitiva, sólo pido a nuestros gobernantes que tengan en cuenta la máxima de Josep Tarradellas de que en política se puede hacer de todo menos el ridículo. Y todavía que el ridículo lo hagan los políticos puede tener un pase, pero no que se lo hagan pasar a la ciudadanía que, aunque no llegue todavía a hillbilly, no parece conveniente que acumule sentimientos de agravio, con lo que se está viendo por el mundo (léase Trumplandia). Y, por cierto, todavía sería peor que la cosa acabase con un pacto chapucero bajo mano en el que, por evitar el ridículo, se realicen cesiones o cambalaches que acrecienten la disfuncionalidad actual de nuestro Estado y, todavía peor, envíen el mensaje de que para conseguir privilegios hay que apostar fuerte.

Con respeto de las formas se puede hablar de todo; sin él, de nada.