Toda gran vergüenza puede ser también una gran oportunidad

Tras la jornada de ayer afirmó Puigdemont que “las cotas de vergüenza a las que ha llegado el Estado le acompañarán para siempre”. En esta ocasión tiene toda la razón. Este espectáculo vergonzoso del que hemos sido testigos desplegado a los ojos de mundo entero ha hecho mucho daño al prestigio de España, incluido al de Cataluña, por supuesto. Estas efervescencias nacional-populistas producen miedo y asco en Europa, por mucho que alguno no quiera todavía darse por enterado. Pero también la producen la incapacidad del Estado español de encontrar un cauce civilizado a estas reivindicaciones. El bochorno ha sido completo.

Pero de puertas adentro el daño es todavía mayor, porque los grandes protagonistas de esta gigantesca irresponsabilidad siguen hoy en sus despachos y no sabemos por cuánto tiempo, aunque sospechamos que demasiado. Los responsables principales, evidentemente, son los líderes políticos catalanes, que con absoluto desprecio a la normas democráticas se han empeñado en orquestar un simulacro de votación absolutamente falto de legitimidad. Le aseguramos que la historia, Sr. Puigdemont, no le le va a tratar con cariño. Esperemos que tampoco el Estado de Derecho, si es digno de ese nombre.

Pero al Sr. Rajoy también le toca la suya. Su incapacidad y su cobardía política se han puesto de manifiesto hasta límites que hasta en España resultan inéditos. Ha presenciado la formación de esta ola con total pasividad, sin oponerle iniciativa política de ningún tipo, delegando en el resto de poderes del Estado el protagonismo que solo a su Gobierno corresponde. Y sospechamos con bastante seguridad que esa va a seguir siendo su actitud en el futuro.

Dentro de lo abiertas que estaban las posibilidades , el ilegal referéndum convocado por la Generalitat se ha desarrollado más o menos como cabía esperar. Se ha votado, aunque de manera caótica, y eso pese a que la única apuesta de Rajoy era que tal votación no se produciría.  Se han producido las escenas de violencia que los independentistas deseaban para dotar de cohesión a los suyos y despertar la simpatía en el extranjero y en parte de la izquierda que empezaba a fallarles a medida que se iba poniendo de manifiesto que su ideología es tan reaccionaria como la de cualquier nacionalismo. En fin, aunque gracias a la limitada intervención de la policía -y a su profesionalidad- se hayan producido un número de heridos relativamente reducido para lo que podría haber ocurrido, lo cierto es que todo ha sido muy lamentable.

A nuestro juicio, decida o no la Generalitat declarar unilateralmente la independencia, al Estado no le queda otra que activar el artículo 155 y quizás también otros instrumentos jurídicos si siguen los desórdenes públicos. El Derecho no es Derecho si no existe la posibilidad de imponerlo. El gran progreso que supone la existencia de un Estado de Derecho y el monopolio de la violencia legítima por parte de aquel desaparece totalmente si no estamos dispuestos a imponer la ley por la fuerza cuando es necesario. No cabe ser ingenuo en esto.  La alternativa a imponer la ley por la fuerza no es la paz, sino la ocupación del poder por otras personas al margen de la legalidad, sin legitimidad para hacerlo y con grave riesgo para los derechos civiles de los ciudadanos.

Esa iniciativa constitucional debe tener como principal finalidad la celebración de unas elecciones autonómicas en las que los catalanes voten de verdad, con todas las garantías y con sujeción a la ley.

Pues bien, si el Sr. Rajoy no quiere asumir el coste político correspondiente debe dejar inmediatamente su puesto, sin pretender echar la culpa al PSOE o a la oposición por no apoyarle en bloque o darle un cheque en blanco. Suya es la prerrogativa constitucional y suya la responsabilidad de concitar los consensos correspondientes. Suyo también el fracaso político de ayer.

Pero obviamente esta no debe ser nuestra única preocupación.  Para encarar el futuro es bueno tener en cuenta lo que nos ha llevado hasta esta triste situación en la cual han fracasado de manera grave tanto la Generalitat como el Estado español.

El primer ámbito sobre el que debemos reflexionar es el político. El partido más votado en Cataluña durante muchísimos años, Convergencia y Unió, utilizo el nacionalismo como un instrumento para mantener su hegemonía.  Era la manera de diferenciarse de los partidos nacionales que dominaban el resto de España y en particular de  desactivar al PSOE como partido que más posibilidades tenía de disputarle el  gobierno.  Para ello utilizó la política pero también los medios de comunicación y la educación, alimentando sin parar un victimismo típico de los nacionalismos. Esto les funcionó bien hasta que la semilla envenenada del nacionalismo empezó a crecer en la sociedad. En ese momento aparecieron nuevos partidos que trataron de ocupar el espacio de convergencia a través de una mayor la radicalidad. Las quejas fundadas y justificadas, que evidentemente siempre existen, no pueden explicar na animadversión de tal calado contra el Estado español más abierto, democrático y dialogante de la Historia y que ha facilitado la mayor cuota de autogobierno jamás conocida en Cataluña.

La lucha contra estos  poderosos instrumentos de comunicación clientelar al servicio de esos intereses era difícil pero el problema es que nunca se planteó. Nunca ha habido un relato desde el Gobierno de turno de porque es mejor para los catalanes estar dentro de España, ni hasta que punto esos agravios eran imaginarios. A los nacionalistas se les ha dejado hacer porque a los gobiernos del PP y el PSOE eso era lo que más les convenía, pues los pactos con aquellos les permitían ocupar el Gobierno de la nación. Es más, sus propias prácticas clientelares probablemente no se alejaban demasiado de las nacionalistas salvo en la intensidad y en el objetivo último.

Pero todo esto no puede hacernos desconocer la existencia de problemas reales. El sistema de financiación y en particular el privilegio que supone el cupo vasco, el fracaso de las políticas de convergencia que suponen la permanencia indefinida de transferencias hacia las regiones más pobres, los beneficios de la capitalidad de Madrid, el estado de las infraestructuras en Cataluña -muchas de ellas responsabilidad del gobierno autonómico- son algunas de los problemas que hay que estudiar seria y desapasionadamente para establecer un diagnóstico certero y las posibles soluciones.

Pero el análisis ha de ser riguroso, para lo cual todos tendremos que hacer un esfuerzo de objetividad. Igual que es innegable que la capitalidad ofrece beneficios económicos qué habría que tratar de dispersar (puede haber organismos públicos estatales en Barcelona, por ejemplo) hay que examinar también como la corrupción y el clientelismo en Cataluña y las opciones políticas identitarias han actuado como freno a su desarrollo.

Y, por último, no cabe rechazar por más tiempo la apertura de un proceso de reforma constitucional que, además de afrontar estos problemas, ofrezca una posibilidad de votar legalmente a los catalanes sobre su continuidad dentro del Estado y a ser posible con ofertas adicionales a la independencia para evitar los problemas que plantean este tipo de referéndums en la linea de lo sugerido por Victor Lapuente en este artículo

Y por supuesto con todos las cautelas y con todos los condicionamientos que imponen los estándares internacionales y una vez transcurrido un tiempo que permita no solo realizar las reformas legales necesarias sino recuperar la necesaria serenidad y la neutralidad de las instituciones públicas. Pero solo así seremos capaces de alejarnos definitivamente de la vergüenza de ayer y recuperar, aunque sea muy lentamente, a la normalidad. Desde Hay Derecho reiteramos nuestro compromiso para contribuir, en la medida de nuestras posibilidades, a un debate sereno, riguroso y abierto sobre esta opción.