La caja de herramientas del art. 155 de la Constitución: hagamos buen uso

Por Ignacio Gomá Lanzón y Elisa de la Nuez.

El psicodrama catalán es como una montaña rusa. A velocidad de vértigo, el ciudadano español medio no separatista ni antisistema, ha pasado por sentimientos de incertidumbre, indignación, depresión, recuperación, para volver de nuevo a la incertidumbre. Ya dejamos buena cuenta de ella en este blog al glosar el discurso del Rey la semana pasada. Pero las emociones no son las únicas herramientas para buscar soluciones a los problemas. Fíjense que no decimos que sean malas, sólo que no son las únicas, porque estamos firmemente convencido que las emociones y las hormonas nos hacen afrontar las situaciones con el estado de ánimo adecuado. Pero, eso sí, es necesario desprenderse de las nocivas y dañinas, las que impelen a la venganza y no a la justicia.

Por eso, me gustaría realizar aquí alguna observación acerca de los modos enfrentar el problema que se han ido planteando estos días. Dejo aparte la propuesta de mediación, que resulta descartable de oficio porque no puede plantearse una mediación en sentido técnico cuando una de las partes rechaza la ley, es decir, las reglas estructurales de convivencia y, además, usa fraudulentamente la apelación a la mediación para conseguir una posición negociadora que en la práctica no tiene, al ser ya reconocida como Estado. Es como si un atracador atrincherado solicitara que la ONU mediara en su “conflicto”. Conviene poner las cosas en su sitio.

Otra cosa distinta es la perspectiva con la que debemos enfrentarnos a este problema político. En este sentido, un breve paseo por la prensa nos permitiría apreciar dos tendencias fundamentales: la línea dura, que aboga por la aplicación urgente del artículo 155 y del Código Penal, y la línea más conciliadora de quienes abogan por abrir puentes, dialogar, incluso negociar (tipo Parlem). Como ya he tenido oportunidad de contar en algún post, para Lakoff, hay dos visiones o marcos principales, que se basan en el modelo familiar, para afrontar los problemas políticos: por un lado, el modelo de familia de padre estricto (conservador), para el que el mundo es peligroso, siempre habrá ganadores y perdedores. Los niños nacen malos,  por lo que se necesita un padre estricto que les enseñe la diferencia entre el bien y el mal, incluso con el castigo: si eres bueno, no puedes renunciar a la autoridad moral, negocias, preguntar a otros, es inmoral; por otro, el modelo de la familia del padre protector (progresista), para el que los niños son buenos, pero pueden mejorar mediante empatía y conciencia de la responsabilidad de los padres de su misión. Empatía implica protección. Los padres tienen la responsabilidad de enseñar a ser feliz.

Según el modelo al que cada uno responda, cada persona tendrá tendencia a una u otra forma de enfocar las cosas. Cabría decir que, en buena parte, el segundo ha ganado importantes posiciones en el imaginario actual, porque, como señala Lipovteski en su reciente “De la ligereza” (Anagrama, 2016), en las democracias light actuales domina el espíritu de la paz civil: “menos fervientes, menos capaces de ejercer su soberanía, las democracias de la hipermodernidad son más pacíficas, más estables. En esta “revolución de lo ligero”, la imposición, el castigo, el monólogo jerárquico, la estructura sólida dan paso a la negociación, el diálogo, la relación transversal, la solución pacífica, adecuada a todas las necesidades, evitando soluciones tipo ganadores-perdedores.

Todas esas aproximaciones nos parecen interesantes, y nos parece que pueden ser válidas en determinados momentos. Como hemos tenido ocasiones de exponer en este blog, me parece que a los problemas políticos –y a muchos otros- no puede uno aproximarse con un solo instrumento, sino que hay que usar muchas herramientas, cada una en el momento y con la fuerza adecuada.  Podemos a traer a colación la doctrina de Nye sobre el Smart Power en las relaciones internacionales, que implica no renunciar al poderío político y militar pero tampoco a las alianzas: la herramienta más adecuada dependerá del interlocutor y del problema. Algo similar ocurre a nivel interno.

Por tanto, lo importante, antes de elegir el modo o sacar de la caja de herramientas del 155 las más adecuadas a nuestro caso es determinar qué problema es el que queremos solucionar  para aplicar el instrumento correspondiente.  El problema catalán es multifacético y antiguo, y nos parece que no todas las facetas se pueden tratar de la misma manera.  Es curioso constatar que en este post de octubre de 2014, en el que se contestaba a un artículo de Luis Garicano, se defendía lo mismo que ahora.

En efecto, en primer plano nos encontramos con un problema de flagrante ilegalidad y puede ser que también de orden público si finalmente los antisistema y algunos otros se lanzan a la calle. Pero en un segundo plano lo que nos encontramos es con un problema de encaje de Cataluña en el sistema constitucional español, con el hecho sociológico de una población ideológicamente dividida y la realidad de una élite política regional que ha usado deslealmente las instituciones autonómicas para conseguir objetivos que dinamitan las reglas del juego comunes. El clientelismo y la patrimonialización de las instituciones están también presentes, así como la utilización sin complejos del dinero público para los objetivos separatistas y la alergia a la rendición de cuentas.  En fin, un modelo muy español si bien exacerbado en intensidad y duración.

El primer problema debe tratarse sin ningún tipo de complejos, con la aplicación del artículo 155 y de las leyes, incluido el Código Penal, en los ritmos y con la extensión que a cada uno corresponda. Desde nuestro punto de vista de juristas no se debería haber llegado a esta situación y el artículo 155 debería haberse aplicado muchísimo antes; en este post uno de nosotros criticaba que todas las formaciones lo descartaran de plano hace pocos meses. Pero hemos tenido que llegar a un punto crítico en el que los tiempos políticos y los jurídicos coinciden, por lo que su aplicación parece inevitable.

Pero lo cierto es que  la falta de intervención oportuna lo que ha conseguido es que el  primer problema  con el  segundo problema, de manera que al exacerbarse la pulsión independentista va a ser muy difícil separar el problema de orden legal y constitucional del problema de fondo, por mucho que nuestros dirigentes nacionales lo hayan intentado. Quizá sea positivo, eso sí, que las intensas emociones que hemos tenido que sufrir hayan servido para que tomemos conciencia de la gravedad del envite y de la necesidad de coger el toro por los cuernos, jurídica y políticamente.

Porque de lo que se ha tomado conciencia social –aunque muchísimos ya los sabíamos- es que en Cataluña ha cuajado, se ha extendido y enraizado en una buena parte de la población una ideología nacionalista que no es sólo que proponga la independencia –cosa perfectamente admisible- sino que propone hacerlo como sea, sin excluir la mentira, la desinformación, el adoctrinamiento, la coacción, la subvención partidista, el clientelismo separatista y la movilización callejera (sin violencia, de momento). Es una ideología, en definitiva, incompatible con la democracia. Ténganse hechas, por supuesto, las correspondientes matizaciones respecto del catalanismo razonable, aunque parece claro que el nacionalismo de CiU ya tenía el escenario preparado desde hace mucho tiempo, como aparecía ya en esta noticia de 1990 referente a un documento de objetivos de Pujol que pueden ustedes leer más ampliamente aquí y que es verdaderamente orwelliano. Y no hace falta insistir mucho en cómo se ha ido desarrollando el plan: véase el reciente documento incautado a Jové sobre los planes para la independencia.

En estas circunstancias, ¿tendría sentido aplicar el 155 sencillamente para convocar inmediatamente unas nuevas elecciones? Nos parece que hace falta hacer bastantes más cosas.   La que parece más urgente es la de restaurar el Estado de Derecho en Cataluña, enviado al limbo por sus representantes o para ser más exacto por parte de ellos desde los días 6 y 7 de septiembre y después del 1-O. La incertidumbre e inseguridad que esta situación entraña ya se está cobrando un precio enorme en términos económicos y probablemente también en términos personales y profesionales y no puede seguir mucho tiempo. Los ciudadanos y las empresas tienen derecho a saber a qué atenerse y cual es la regulación vigente que no puede ser otra que la Constitución y el Estatuto mientras no se reformen por las vías legalmente establecidas.

Para esta tarea hay muchas herramientas en la caja del 155. Corresponde a los políticos decidir cuales son las más convenientes. Pero hay que ser conscientes de que los actuales miembros del Govern empezando por su Presidente son los responsables de haber llegado a esta situación y por tanto no pueden permanecer en sus puestos. Habrá que sustituirles por otras personas  -via suspensión de sus cargos- que serán las que estén llamadas a adoptar las decisiones correspondientes dentro del marco que le fije el Senado si finalmente se activa este artículo.  Un Gobierno de estas características tiene por su propia naturaleza que ser provisional y tener como única finalidad recuperar el Estado de Derecho para que puedan celebrarse unas elecciones en un plazo breve de tiempo y de acuerdo con las reglas del juego constitucionales. Creemos también que pensar que estas elecciones serán un elixir mágico es un tanto ingenuo, pero en todo caso servirían para clarificar el panorama político dado que los ciudadanos ya conocerían el coste de transitar por atajos en términos de suspensión de la autonomía, fuga de empresas y ruptura de la convivencia cívica. Puede que haya catalanes que sigan apostando por ello, pero quizás haya también  otros catalanes que prefieran un camino con señales de tráfico y con alumbrado aunque los dos grupos quieran ir al mismo sitio.

Y esto es quizás lo más importante: los ciudadanos tienen que saber que va a haber más alternativas políticas que las aventuras secesionistas y el inmovilismo constitucional. Entre esos dos extremos hay un amplísimo espacio político en el que jugar. Pero antes de salir al terreno de juego conviene reestablecer las reglas que van a permitirnos jugar como ciudadanos de un Estado democrático de Derecho.

How the EU Is Failing Whistleblowers

After 13 years of serving his country, Lieutenant Luis Gonzalo Segura had had enough. Everywhere he looked in the Spanish military, he saw corruption, abuse, harassment, and inherited privilege. The top brass, meanwhile, were happy to look the other way.

Segura began to document the scams, false invoices, and accounting discrepancies he came across. “For example,” he told me, “I found that €60,000 were paid monthly to update software that was not even installed.”

When he reported what he’d discovered to his superiors, Segura says, they advised him to look the other way. He might get a promotion or a medal in exchange for his silence, they said, and he would put himself at risk if he continued denouncing his comrades-in-arms. But Segura refused to become an accomplice. Rather than be deterred, he insisted on reporting to his superiors each crime he encountered within the barracks.

His complaints were never answered. In 2012, military courts dismissed his allegations without an investigation or audit. Prosecutors didn’t even ask him for evidence. Eventually, his frustration exploded into a book. In 2014, he published Un Paso al Frente (A Step Forward), a collection of his experiences as a military man.

The book depicts a gloomy world where impunity, corruption, abuse, embezzlement, and labor and sexual harassment flourish, where the troops forced to deal with this environment are helpless. In response to the book, military police arrested Segura on charges of “indiscipline.” He was held in custody, without trial, for 139 days. To protest his detention, Segura went on a 22-day hunger strike.

While in prison, he began writing up memories of his service. His second book, a novel entitled Código Rojo(Code Red), portrayed a set of characters solving a number of crimes—many of which were based on his experiences in the barracks. A day after the book’s publication, he was expelled from the army with a dishonorable discharge.

To date, Segura has spent more than €40,000 on trials and says he still owes more than €30,000 for the legal procedures he has been involved in since 2012. “I live, like most whistleblowers, off charity,” he says. “The whistleblower not only loses the present but also the future. We are stigmatized people, seen as nuisances and traitors, and as such we don’t even have a future. No company will ever hire me.”

Since October 3, Segura has been awaiting the Constitutional Court of Spain’s verdict on his appeal against the indiscipline charges. It is unlikely to rule in his favor. Spain is one of a handful of EU member states with no legislation to protect employees from retaliation for exposing wrongdoing. There are almost no labor or administrative codes in place to protect whistleblowers. The country has no culture of reporting wrongdoing, and there is no appetite among the ruling party, Partido Popular, to install legal protections for whistleblowers.

Once Segura has exhausted all the legal options provided by the Spanish state, he can apply to the European Court of Human Rights. As an act of support for Segura ahead of the ruling, the organization Plataforma X la Honestidad and a group of other Spanish whistleblowers organized an international event, supported by the Open Society Foundations, where whistleblowers and anticorruption activists from across Europe spoke about their own cases and expressed their solidarity with Segura.

Segura’s story is just one of many in Spain, where a number of prominent corruption cases have been exposed by brave public officials coming forward to expose wrongdoing. Yet the role of whistleblowers in democratic and transparent decision-making is still misunderstood in Spain, allowing smear campaigns to hurt those who speak out.

Unfortunately, this problem is not unique to Spain; throughout Europe, whistleblower protections remain fragmented and imperfect. Both national and European institutions lack comprehensive legislation to support whistleblowers, and both show little political will to do anything about it. Even in institutions where the legal protection of whistleblowers does exist, meanwhile, provisions are often vague, do not ensure anonymity, and fail to include all civil servants and their employees.

Until Spain and Europe try to fix this broken system, corruption and abuse will continue to be concealed and abetted by those who benefit when whistleblowers are silent or smothered. Without real reform, public servants such as Segura will continue to be punished for doing their jobs and living up to their institutions’ professed values—and, in the end, it will be the public good that suffers.

 

Open Society Initiative for Europe