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El procés: testimonio y crónica de un desgarro

 

“En el futuro habrá, posiblemente, una profesión que se llamará ‘oyente’. Acudiremos al oyente porque, aparte de él, apenas quedará nadie más que nos escuche. Hoy perdemos cada vez más la capacidad de escuchar (…) Ningún anuncio escucha”

(Byung-Chul Han, La expulsión de lo distinto, 2017, p. 113 y 121).

Llegué a Barcelona en el curso 1997/1998, procedente del País Vasco como profesor invitado de la UPF. Entonces en Euskadi caían chuzos de punta (estrategia Oldartzen o “socialización del sufrimiento”). El cadáver de Miguel Ángel Blanco aún estaba fresco, por no decir (aunque algo más alejados en el tiempo) los de Tomás y Valiente o Fernando Múgica. Y muchos otros más. La idea era estar algún tiempo en Cataluña, tierra entonces inclusiva y tolerante, y ver mientras tanto si aquello escampaba. La vida me enredó unos años allí. Y de la UPF pasé a la Escuela Judicial, también en Barcelona, luego a ESADE, más tarde a la Dirección de Servicios Jurídicos del Ayuntamiento de Barcelona, para terminar retornando a la UPF, pero ya con una actividad profesional de consultor institucional que inicié en 2007 y que durante un período de tiempo alterné con la dirección de la Fundación Democracia y Gobierno Local. En total bastantes años dando tumbos por la tierra de Pompeu Fabra y Ramon Llull. Ciclo que cerré provisionalmente en 2015 trasladando mi actividad profesional a Donostia-San Sebastián y de forma definitiva en febrero de 2017, aunque sigo viajando a Barcelona por motivos familiares, docentes y profesionales. Lo que sigue, por tanto, es un testimonio y una breve (e incompleta) crónica de un proceso visto por alguien que ha vivido los acontecimientos desde cerca, observando con preocupación cómo los rasgos definitorios de una sociedad plural, respetuosa, tolerante y acogedora, se han ido diluyendo poco a poco hasta prácticamente desaparecer.

Los primeros años de estancia en Barcelona la tranquilidad fue la nota dominante del espacio político catalán, la etapa política de Pujol declinaba y el hereu ya estaba designado por el dedo del patriarca. Poco después, ya en la era de Pasqual Maragall (aunque con precedentes en el mandato anterior), se promovió la reforma del Estatuto, pero estuvo muy mal conducida y pésimamente gestionada, también por el gobierno de Rodríguez-Zapatero. El Estatuto prometido no llegó y comenzó a instalarse un halo de frustración. El paso del texto estatutario por las Cortes Generales (que, así lo escribí, nunca debió salir en esos términos de las instituciones catalanas) comportó (en esa incendiaria frase que perfectamente Alfonso Guerra se podría haber ahorrado) “pasar el cepillo” y generar una doble frustración. La anémica aprobación en referéndum de la reforma estatuaria otorgó una débil cobertura o apoyo al nuevo Estatuto. Aun así el modelo –con todas sus limitaciones- podría poco a poco explorar sus potencialidades.

Nada de eso sucedió. La impugnación del Estatuto ante el Tribunal Constitucional por el Partido Popular abrió un antes y un después en este largo proceso que ya lleva más de doce años coleando, aunque siete en ebullición. Una sentencia del Tribunal Constitucional, dictada cuatro años después (2010), declaró inconstitucionales diferentes preceptos de la reforma y llevó a cabo una interpretación de conformidad con la Constitución de otra buena parte de su contenido. La tercera frustración y el segundo “cepillado”. Y fue, cosa que nunca se resalta, la mayoría progresista del Tribunal la que se impuso. ¡Qué hubiera pasado si triunfan las tesis de la minoría conservadora! Mejor no pensarlo.

A partir de ese momento, aunque ya los ánimos estaban calientes, se abrió la caja de Pandora. La rauxa sustituyó al seny. Y una sociedad, antes comedida, integradora y pactista, se fue transformando paulatinamente de forma imperceptible en un entorno cada vez más hosco y la intransigencia comenzó a florecer. La estelada quedó colgada sine die en las terrazas y ventanas de las ciudades y pueblos. El independentismo creció, poco a poco, acelerando su implantación tras la victoria del Partido Popular en las elecciones legislativas de finales de 2011. Se hizo casi hegemónico entre la gente joven (dato nada menor). Como ha reconocido Víctor Lapuente, nada se entiende del proceso independentista catalán y de su creciente alejamiento de España sin ser conscientes del rechazo que aglutina esa formación política en Cataluña. No entraré aquí a describir si es justificado o no. Pero muy mal hicieron las cosas. No fueron los únicos en el arte de errar, pero sí los que generaron mayores destrozos.

Fruto de esos años y de comportamientos más recientes, vinieron las simplificaciones y los eslóganes fáciles (“España nos roba”; “Votar es democracia”; “España franquista”; “España igual a represión”; “presos políticos”, cuando son políticos presos, como dice el periodista Juan Cruz). Mensajes de bisutería política, de democracia top manta o de la era de la posverdad. Una identificación interesada entre España y sus gobernantes circunstanciales o un falseamiento absoluto de lo que es actualmente el país y cómo funciona (mal, pero no peor que la Generalitat, ni mucho menos). No obstante, ese discurso plagado de simplificaciones caló (y cala) hondo.  La fobia hacia el PP se había transformado ya en claro rechazo hacia España. Había campo abonado. A partir de ahí, algunos independentistas adoptaron una actitud de soberbia y de supremacía que tampoco en nada ayudará a que las relaciones de armonía se pudieran restablecer. No obstante, tales personas son pésimos mensajeros de su propia causa. La perjudican y mucho. La paradoja puede ser que al final de varios años de procés las filas del independentismo mengüen y no crezcan precisamente. Han creado un perfil del independentismo marcadamente antipático y excluyente. Dependerá de cómo se hagan las cosas desde las instituciones centrales. Visto lo visto, sobre todo lo más reciente, las dudas nos asaltan. Más todavía con lo que vendrá, que nada bueno augura.

El proceso de aceleración histórica se inició en aquel momento, ahora está ya desbocado. Líderes y agitadores irresponsables han hecho el resto. Se quemaron etapas a una velocidad de vértigo, se pasó de reivindicaciones autonomistas a exigencias de singularidad constitucional (Concierto Económico, sin saber realmente lo que ello significaba), y de ahí al manido derecho a decidir y, poco más tarde, a la propuesta soberanista (consulta del 9-N de 2014), que pronto se transforma en una opción de independentismo unilateral. Artur Mas, tiene gran parte de culpa en todo esto. Pero tampoco es el único. Ante la indolencia política o el desinterés suicida que mostraba el Gobierno español y su Presidente frente al crecimiento exponencial del fenómeno independentista, la convocatoria de unas elecciones plebiscitarias fue el siguiente paso. Desde Madrid se miraba aquello como una enfermedad pasajera, con una ceguera que hoy en día causa alarma. Fallaron las alertas (el CNI, al parecer, ha estado todos estos años de vacaciones en el Caribe). Se equivocaron de palmo a palmo en el diagnóstico. No se hizo política. El Gobierno dormitaba esperando no se qué. Gobernantes que nada saben de hacer política no pueden dirigir un país. Pero además es un Gobierno que nada sabe comunicar, vetusto en imagen y anclado en fórmulas pretéritas. La España analógica se enfrentaba al independentismo digital. Relato perdido. Por goleada. Nos salva que nadie (o casi nadie) quiere dinamitar la Unión Europea a plazos. Nada más.

Las elecciones plebiscitarias se saldaron, conviene recordarlo, con un fracaso electoral sonado, puesto que quienes pretendía sumar una mayoría absoluta de escaños se quedaron lejos de tal escenario (haciendo bueno el dicho de que en política dos más dos no son cuatro, pueden ser tres o menos), dependiendo así de una fuerza minoritaria antisistema (anarquista-comunista-ultranacionalista) como es la CUP. Tampoco obtuvieron, en su momento álgido, mayoría de votos, ni siquiera contando lo que eran antes “churras” (Junts x Si) con “merinas” (CUP). Y aquí empezó la fiesta o, dicho de otro modo, la radicalización del procés. La hoja de ruta independentista cayó en manos de la CUP y del asociacionismo ultranacionalista. Luego vino la chapuza postmoderna de las leyes de desconexión, así como el  irregular (sin garantía alguna) y suspendido (ahora ya inconstitucional tras la sentencia del TC, pero que nadie se inmuta en las filas del independentismo) “referéndum” del 1-O. La impotencia se instaló en un Estado ausente de Cataluña, tras la ruptura insurreccional del 6 y 7 de septiembre. La reacción del Gobierno español osciló entre la tibieza inicial y el garrote y tente tieso. Lamentable. Un Estado desvalido ante un proceso insurreccional institucional desconocido en una democracia occidental, en el que una parte del Estado reniega del orden constitucional mediante un juego de prestidigitación “constitucional” que cambia de la noche al día el sistema vigente. Las formas más básicas se ven preteridas y se echa mano del viejo argumento de la soberanía de la mayoría del Parlament, abriendo una etapa en la que cualquier sistema constitucional se podrá arrumbar en ese país por mayorías contingentes. Se acabó lo que se daba.

Lo cierto es que, por esos errores antes citados y otros muchos acumulados a lo largo de los años anteriores, también de responsabilidad política compartida, en el período que va desde 2010 a 2017 muchas personas se fueron pasando con armas y bagajes al mundo independentista. Pero la sensación de agravio fue haciendo honda la herida, retroalimentada por algunos medios de comunicación pirómanos en Madrid y correspondidos los mensajes por otros medios cada vez más propagandistas y sectarios en tierras catalanas. Ya no había marcha atrás. Se abría la zanja. Y no había nadie que echara tierra sobre ella o que se planteara construir puentes. Estos se volaron.

Con frecuencia se olvida, sin embargo, que el total y absoluto desapego (cuando no animadversión u odio) que se produce hacia España y todo lo español que se da entre buena parte del independentismo más radicalizado, vino precedido de una campaña de catalanofobia que se cultivó desde algunos medios de comunicación madrileños y a través de una política irresponsable durante los años del Estatut. De aquellos polvos vienen estos lodos. En no pocas ocasiones, fuera de Cataluña, tuve que defender a esa tierra y a sus reivindicaciones. En cenas con amigos, en comidas profesionales o en conversaciones varias. Ahora, con toda franqueza, ya no lo hago. Han llegado tan lejos,  quebrando totalmente el marco constitucional y las reglas del juego, que resulta imposible en términos racionales defender nada que tenga que ver con esa locura en la que han subido a dos millones (¿?) de personas y afectado a todos los demás. La verdad es que tenemos políticos pigmeos para problemas que requieren estadistas de altura. Esta es nuestra gran desgracia. Tanto allí como aquí.

Sin embargo, en Cataluña algo empezó a torcerse a partir de 2014. El sector público comenzó desde esa fecha un declive del que no se ha recuperado hasta ahora. La obsesión del procés devoró la agenda. Todo se fiaba a construir estructuras de Estado y escenarios de la futura independencia. Cataluña, pionera de la transformación del sector público, se hundía en la mediocridad. Una auténtica pena. Solo se hacía política existencial. Nada más.

Mientras tanto, en un persistente goteo, la sociedad se polarizaba, se partía, se enemistaba. Familias rotas, amigos/as que dejaban de serlo, compañeros de trabajo que ya no compartían ni un café, vecinos que se daban la espalda, antiguos colegas que se transformaban del día a la noche en ajenos, parejas que también sobrellevan esas distancias o que incluso se quiebran por tales diferencias. Nada será lo que era. Comenzó lisa y llanamente el desgarre puro y duro. En algunos casos terrible, fuente de padecimientos emocionales, que no se cuentan en las frías noticias; aunque sí en algún reportaje. El ultranacionalismo se instaló en una parte de la sociedad, alimentado por unos medios de comunicación públicos, antes  de buena factura y ahora deplorables. En el otro lado también reverdeció el nacionalismo español más rancio. Pero con frecuencia se olvida que existen más de tres millones de personas en Cataluña con derecho a voto, que son la mayoría, atrapadas en una lógica infernal y en un círculo diabólico al que nadie desde la política ofrece una salida mínimamente viable y consensuada. Esos son los grandes perdedores o paganos de este negro panorama. Y entre ellos también existe mucha incertidumbre, miedo, desconfianza y un inevitable punto de cabreo sobre lo mal que se están haciendo las cosas por pirómanos y bomberos.

En efecto, el procés no solo se ha llevado la legalidad constitucional y estatutaria, las instituciones y a la cultura institucional por delante, afectado o eliminado a no pocas fuerzas políticas (sobre todo las centrales del anterior sistema político), polarizado a la sociedad en el esquema schmittiano amigo/enemigo, o sembrado odio (recíproco) a paladas, de donde solo se pueden recibir tempestades; sus efectos son mucho peores, pues nos guste más o menos está convirtiendo gradualmente Cataluña en una sociedad cerrada e intolerante. La peor condición humana está emergiendo. Las redes sociales destilan basura y linchamiento por doquier. Nadie escucha nada, solo a los suyos en un monólogo empobrecedor y circular que nunca puede abrir un verdadero diálogo, que tanto se predica y nada se aplica. El fanatismo ha echado raíces profundas, se ha instalado cómodamente en lo que era (y ya no es) una sociedad plural, base de cualquier sistema democrático. Sectarismo y odio son hoy en día moneda corriente que circula por Cataluña. Muchas son las personas que quieren salir de allí, que ya no sienten el país como propio, aunque también las hay que se sientes atrapadas. Hay testimonios que entristecen profundamente, como este de Isabel Coixet. Ya no se admite la diferencia, la discrepancia, la crítica o aquella posición que no esté alineada con la independencia. Estas personas pasan a ser (exceso donde los haya) franquistas o súbditos españoles. Miseria del lenguaje, que nunca es neutro.

Lo siento, sinceramente, por los muchos conocidos (y algunos amigos) que he cultivado durante mi estancia en esa tierra. Lo siento  también por un país que ya no es (y presumo que no será nunca, al menos a corto/medio plazo) el que era: inclusivo y tolerante. El totalitarismo nacionalista que se pretende imponer por el independentismo más intransigente o el rancio nacionalismo español (este último alimentado desde la cómoda distancia) parecen ser, respectivamente, las señas de identidad  en las que los polos se abrazan. Nada bueno cabe augurar de esa tensión, que ahora enciende como una mecha el ultranacionalismo catalán (mucho más fuerte tras las purgas del mes de julio en los aparatos del poder) y pretende ser apagada con más gasolina desde el otro lado. La templanza no es una de nuestras virtudes. Todos mueven sus trapos y entonan sus himnos. Rota la armonía, se encontrarán con la antesala del infierno. Ya se vislumbran las llamas.

Sin embargo, con toda franqueza, el problema real (sin perjuicio de que a todos nos salpique, dado que nadie queda a resguardo) es de la sociedad catalana, si es que ésta aún existe. Exclusivamente suyo. Es ella la que ha de reaccionar y reconstruir la escena quemada. Si creen que esa es la hoja de ruta para fer país, ellos sabrán hacia dónde van. La alta incertidumbre no la podrán mantener muchas semanas o meses más, aunque se volverán a multiplicar las ocurrencias tácticas. El tiempo corre en su contra. El país se está hundiendo, la economía también. Aunque hay quienes se frotan las manos. Esto se acaba, aunque el incendio está aún poco controlado y seguirán apareciendo focos de grandes llamas y de insurrección callejera.

En todo caso, los contextos de excepción (como el que se anuncia tras el 21-O) no son buenos compañeros de viaje (menos cuando el calentón tiene la fiebre desbordada) y todo se puede ir más aún al garete. Las medidas aprobadas son duras, sin apenas graduación (salvo las que se haga de una gestión prudente, si es que se es quiere y las circunstancias lo permiten) y discutidas por no pocos miembros de la comunidad jurídica, así como (esto es importante) de aplicabilidad efectiva más que dudosa. Pero este es un debate que ahora no puedo abordar. Ya está en las redes y los editores de este Blog ya han dado su razonada opinión.  En todo caso, pretender gobernar Cataluña con el “mando a distancia” del artículo 155 o haciendo “zapping” institucional, requiere conocer muy bien el terreno (algo de lo que cabe dudar) y una máquina que obedezca. Y no está claro que ello se produzca. Tampoco que no genere una reacción exagerada de uno u otro lado. De momento la DUI, luego vete a saber (elecciones constituyentes, antes de la activación plena del 155, y vuelta a empezar). La intransigencia ultranacionalista que ahora manda ya no tiene marcha atrás: van directos al aquelarre. Gobernar la Generalitat desde “Madrit” es algo que no se digerirá fácil. Solo hace falta leer el problema en clave de fútbol. Ya pueden hacer pedagogía (o aprender a hacerla), pues costará mucho que esas medidas no se indigesten. Y, entonces, el remedio puede ser peor que la enfermedad. Aunque, también es verdad, que se detecta cansancio, agotamiento o, si prefieren, una honda tristeza de lo mal que se han hecho las cosas. Pero también lo es que hay fuerzas de choque preparadas para todo. No lo olviden.

Pase lo que pase, ya nada volverá a ser lo que era. La Cataluña mestiza e integradora, aquella tierra de acogida, se ha fracturado, se ha roto por completo. Se ha ido por el sumidero del procés. Cataluña ya no existe, se ha transmutado en el ideal totalitario y excluyente del ultranacionalismo independentista hoy gobernante a través del singular Directorio catalán (https://www.elconfidencial.com/autores/tribuna9-1816/) y mañana gobernada transitoriamente (o eso se intentará) desde Madrid, lo cual es un oprobio que será elevado a categoría de exterminio, en ese lenguaje hiperbólico que ya está plenamente afincado en el independentismo ultra. Al menos para muchos años o décadas no se vislumbra reconstrucción efectiva. En su momento se repartirán responsabilidades por ello, tanto internas (que muchas hay) como externas, que también abundan. La cuestión, como siempre, es quién escribirá el relato. Eso se dirime en los próximos meses.