La exposición política en los tipos de rebelión y sedición

La inarmonía jurídica derivada de las decisiones de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo puede interpretarse en diversas claves: puede sintomatizar independencia judicial (cada fiscal y magistrado valora con libertad) o interdependencia política (valoran en función de lo valorado por otros, en función del clima político y social). Lo relevante es que, más allá de la calibración concreta de cualquiera de los mediáticos autos de estos días, la estructura jurídica (procesal y material) de nuestro sistema penal permite demasiadas interferencias políticas. Veamos:

La organización judicial en nuestro país, el contorno extraño de la Audiencia Nacional y, por supuesto, la estructuración del Ministerio Público, están marcados por el juego de fuerzas políticas. Sin duda que hay margen de reforma virtuosa en ese terreno, del mismo modo que resulta democráticamente dudosa la normalidad de la prisión preventiva (más del 15% de los internos en centros penitenciarios españoles lo son sin sentencia previa). Sin embargo, suele quedar inédito en las críticas lo que aquí queremos traer a primera plana: la persistencia en nuestro código penal de algunos tipos de eficacia simbólica demasiado expuestos a lo político (¿delitos políticos y presos políticos?, se preguntan muchos). O sea, delitos que nunca o casi nunca se aplican, de tal modo que su función como norma punitiva se reduce a una suerte de amenaza latente. Su eficacia no puede valorarse del mismo modo en que los teóricos del derecho la valoran para otras normas, así que el problema que se deriva de esta persistencia en el código es que cuando estos delitos, excepcionalmente, pueden aplicarse, el margen de interpretación es tal que los problemas de “politización de la justicia”, como solemos titularlos mediáticamente, se subliman. Porque sucede que esos artículos -colmados de semántica extraña a los hábitos criminales y huérfanos de debate doctrinal y jurisprudencial- solo pueden desencriptarse desde una posición política concreta; solo pueden cristalizar desde un esfuerzo epistemológico posicionado ideológicamente. Y así sucede que los jueces solo pueden hacer política.

Porque no importa el esfuerzo mediático del redactor de la norma por indicar que no estaba hecha para lo que está sirviendo ahora. El principio de legalidad, esto es, el sentido objetivo de la norma, inhabilita la voluntas legislatoris como tendencia interpretativa ya que, por muy racional que nos parezca la interpretación del legislador (López Garrido), este debe saber que la norma tiene que redactarse evitando fórmulas vagas hipotecadas a la intención legislativa. Y esto no fue así. Por eso, la labor interpretativa de la norma que han hecho los actores jurídicos, esto es, la valoración sobre la concurrencia de indicios delictivos en los hechos analizados, ha sido una labor peligrosamente creativa; porque la norma lo permitía. Y es que los delitos de rebelión y sedición son unos preceptos penales cargados de elementos normativos, demasiado indeterminados. El encorsetamiento al que debe someterse el ius puniendi, eso sí, habría acosejado interpretaciones restrictivas del tipo para así evitar la figura del juez-legislador, o aun novelista:

Dice el código penal que no se puede ser sedicioso si el interfecto no se alza tumultuariamente. Lo del adverbio de modo ya implica complejidades, porque parecería necesaria, por interpretación sistemática, que el tumulto incorporase cierto desorden intimidante. Esto es así porque, si el tumulto no acarrease esa latencia amenazadora, estaríamos ante un delito del art. 514.5CP, o sea, un delito que castiga a los promotores de una manifestación para subvertir el orden constitucional. Y, si no pretendemos ser creativos en la aplicación de la norma, este parecería el precepto más ajustado a los hechos -o, al menos, a cierta sustanciación de su presentación dispersa- (una conducta castigada con un año de prisión como máximo, por cierto).

Sin embargo, ese desorden que implica la sedición no puede equipararse con un ejercicio de violencia, ya que en tal caso estaríamos ante un delito de rebelión. Que haya habido violencia en los hechos valorados solo podría determinarse bajo una interpretación extensiva poco garantista y que sin duda no puede parangonarse con los precedentes (bendita violencia, podríamos decir en tal caso). Es cierto que es un concepto muy presente y disperso en el código, pero su sustanciación jurisprudencial varía mucho en función del delito concreto (violencia habitual, violencia como elemento del robo, violencia en agresiones sexuales…); parece cauto caracterizarla, a falta de jurisprudencia más atinada sobre el delito de rebelión, como vis physica, o sea, como fuerza física que no es mera intimidación. Y de esa no ha habido.

Pero al margen de estas dos especificidades, los preceptos en cuestión exigen ambos, como verbo nuclear, alzarse. Y es que alzarse es un verbo que solo puede tomar significado en el terreno político y, casi por definición, debe ejecutarse mediante una infraestructura armada (España, un país de alzamientos –pronunciamientos como eufemismo castizo-, es el mejor banco de sucesos para dotar de significado a la palabreja); alzarse incorporaría la necesidad de intentar obtener el poder de manera inmediata, de tomar el control de centros políticos neurálgicos materialmente (el Congreso, el Consejo de Ministros…). Y esta interpretación se deduce -también por razones sistemáticas- de otras previsiones del código penal, según las cuales podría invadirse violentamente el Congreso sin que mediase en ello alzamiento (arts. 493 y 495CP), es decir, sin que haya esa intención de tomar el control de manera inmediata. O sea, que si no entendemos el alzamiento según el sentido descriptivo y naif del término (alzarse como ponerse de pie), el término requiere proyectar sobre los Mossos cierta infraestructura militar dispuesta para la acción, como trasluce en uno de los autos; y esa interpretación incorpora ciertas trazas de ensoñación distópica basadas, únicamente, en que el despliegue de los Mossos durante el referéndum no fue como el del resto de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.

Cabe, en definitiva, una interpretación lógica y garantista por la que quienes declararon la independencia no tenían ninguna intención de generar tumultos (solo les faltaba manifestarse rodeados de comisarios políticos para evitar incidentes, como partidos comunistas ortodoxos), ni de usar violencia y, ni mucho menos, de alzarse en el sentido político-militar de la expresión. Más aún, si se considera que de las manifestaciones se deriva un indicio intimidatorio proyectable hacia el concepto de violencia y si, además, no se exige del término alzarse nada más que ponerse en disposición de, no me parece que haya razones para no extender el delito de rebelión a todos quienes participaron en las manifestaciones (y no restringirlo a esa suerte de coautoría perfecta entre presidente, consejeros y animadores sociales); al fin y al cabo, todos los manifestantes incorporaban el dolo sobre el resto de elementos del tipo, incluida la intención de declarar la independencia. Y esto solo puede ser una caricatura de lo que algunos están haciendo.

El problema, sin embargo, no es solo que los autos no atiendan a interpretaciones garantistas como las que proponemos aquí, que harían improbable la admisión misma de la querella. El problema es que la lejanía conceptual de los elementos del tipo los hace tan maleables como para hacer argumentable su aplicación (bajo criterios, eso sí, expansivos y de dudosas querencias político-criminales). Y es que estamos ante tipos penales que, al quedar redactados en clave decimonónica, en su traslación a la actualidad (una actualidad de Twitter y manifestaciones, no de coroneles y sables) dejan un margen de interpretación intolerable a tenor del mandato de taxatividad que el legislador penal no atendió en su momento, a pesar de las enmiendas que modificaron restrictivamente el proyecto original.

Lo más perturbador de esta historia no es que se encarcele a políticos. Al contrario, ese es un síntoma de poder del demos sobre la aristocracia (los griegos tenían la figura del ostracismo, aunque en Cataluña, paradójicamente, los políticos damnificados van a pasar a un primer plano; y bien que lo están pagando). Lo más perturbador es que, probablemente, con el mismo código y ante los mismos hechos, el desarrollo procesal y las valoraciones indiciarias sobre la concurrencia delictiva variarían según las exigencias político-criminales, que se mueven al ritmo de estrategias de parte, altamente mediatizadas.

Los parámetros de análisis de la crisis catalana han mutado. El problema pasa a ser ahora el de los patinazos jurídico-políticos de quienes están en posición de poder -jueces, pero sobre todo legisladores-; esos serían los patinazos del Estado mismo, o sea, otro modo de ruptura de España. De eso va a depender que ser rebelde -de ahora en adelante- sea motivo para la injuria o para la exaltación, para la gloria o para el ostracismo.