Derecho a decidir, democracia y ley de partidos

El mundo es nuestra representación como decía Schopenhauer. Pero las representaciones no son la realidad.  Heisenberg decía que no deberíamos olvidar que lo que observamos no es la naturaleza misma sino la naturaleza determinada según la índole de nuestras preguntas. Por lo expuesto, a veces es necesario una metodología que en algún punto podríamos llamar apofática que consiste en poner en evidencia la inadecuación esencial de nuestras representaciones y de nuestros enunciados con relación a la realidad, incluida la política.

Las precedentes consideraciones vienen a propósito de enfocar adecuadamente la realidad política del independentismo y de las pretensiones independentistas propugnadas por ciertos partidos políticos.

Asistimos a una constante invocación por cierta parte de la población avecindada en Cataluña de su “derecho a decidir”. Sin duda bajo dicho enunciado fluye un sentimiento específico y auténtico, aparentemente ingenuo, inofensivo y legítimo en su imaginaria representación. Pero bien mirado ¿qué significa y comporta realmente hacer efectivo ese derecho a decidir la independencia en una parte del territorio español en nuestra situación actual?

Significa y comporta un conjunto de población atribuyéndose arbitrariamente una exclusividad de decisión sobre materias y ámbitos que pertenecen a muchas otras personas que en realidad conforman una comunidad mucho más amplia. Significa la vulneración del derecho a decidir del resto de la población española, de su actual derecho a establecer allí su residencia, su libertad de circulación, su libertad de inversión y de creación de empresas, del actual estatuto de las propiedades o inversiones que allí mantengan, de la garantía de su asistencia sanitaria, de la justa distribución del gasto público y de las inversiones y compromisos asumidos para el conjunto de la ciudadanía, de sus posibilidades de participación política o cultural en las instituciones allí existentes, etc. y sobre todo de la garantía y tutela de efectividad de sus derechos fundamentales en esa parte del territorio.

Al establecer el artículo 2 de la Constitución española que ésta se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, lo que viene a determinarse, entre otras cosas, es precisamente esa garantía y efectividad de los derechos fundamentales de todos los españoles en cualquier parte del territorio español. Lo que no puede dejarse en manos de algunos y menos de los que pretendieran imponerse con quiebra de un previo texto constitucional.

De modo que la unidad territorial en nuestro actual marco constitucional constituye la expresión jurídica del valor de ser simultáneamente ciudadano en igualdad de derechos fundamentales en cualquier espacio del territorio español.

Lo cierto es que dar expresión jurídica al sentimiento o al mero deseo de unos de decidir la independencia permitiendo un Estado independiente significa comenzar el camino hacia cercenar derechos fundamentales de los demás. La independencia política como idea o filosofía es de admisible consideración teórica, pero como objetivo de acción de un partido político en un ámbito que ya goza de un marco de derechos fundamentales no lo es. Porque su conquista siempre va a desembocar en la quiebra absoluta de los derechos fundamentales de una parte de la población, lo que suele arrojar a la continuación de la política por otros medios, que es la conocida forma de definir la guerra por Carl von Clausewitz.

El derecho a decidir la independencia no es expresión de libertad alguna sino la pretensión de apropiarse de la libertad en exclusiva, que implica esclavizar al resto. Tampoco es democrático porque excluye el derecho de decisión de los demás, omitiendo la elemental consideración de que no es el capricho de uno o de muchos sino el Derecho el sistema que la humanidad ha encontrado para conciliar el derecho de decisión de cada uno en relación a las posibles controversias con el derecho a decidir de los demás en los distintos ámbitos; por lo que venir a expresar a secas que la “democracia es votar” es como definir al ser humano limitándose a decir que es un animal.

La democracia hoy se entiende evolucionada en el marco del Estado social y democrático de Derecho que requiere unas exigencias: de imperio de la ley entendida como expresión de la voluntad popular, división de poderes, observancia del principio de legalidad de la actuación administrativa y suficiente control jurisdiccional, etc. y, sobre todo, garantía y efectividad de derechos fundamentales.

Esta última cuestión de los derechos fundamentales es decisiva, porque se puede ir de la “ley a la ley” cuando se avanza en la garantía y en la efectividad de los mismos, que es lo que sucedió con la Transición. Pero los derechos fundamentales no están sujetos al pluralismo y a la libertad, sino que son el contenido de la tolerancia y la libertad. Por tanto, no deben ser disponibles como opción política por partido alguno, ni tiene sentido una reforma constitucional para eliminar unos derechos y deberes que deben ser previos y fundamento de la constitución de todo poder.

La voluntad general encuentra su límite en la garantía efectiva del respeto de la dignidad y los llamados derechos fundamentales de la persona. Lo contrario es caer en el totalitarismo, que es la absolutización de lo relativo y una de cuyas muestras es el independentismo aflorado en Cataluña legitimándose a sí mismo e invadiendo todos los espacios al objeto de pretender imponer y glorificar un nuevo e innecesario Estado para adueñarse del poder público en mero detrimento de la ciudadanía catalana y española.

Si la propia voluntad general tiene límites, más aún los tienen los partidos políticos que propugnan cercenar los derechos fundamentales de alguna persona. A nadie se le debiera escapar hoy que no es admisible un partido político que propugnara expulsar a los españoles judíos o musulmanes o de origen chino. Que debiera ser inmediatamente ilegalizado, por mucha que fuera la suavidad de sus formas; pues la violencia se expresa en su propio contenido. Bien, pues qué decir entonces de un partido que pretende en una parte del territorio excluir de sus derechos fundamentales a toda una parte de la población. No debiera ser necesario ir de lo particular a lo general en un razonamiento jurídico, pero las imágenes derrotan a las ideas cuando la persona desciende de la razón al puro sentimiento, máxime cuando se hace institucionalmente posible la manipulación de las imágenes, la desinformación y el empleo programado de lo que Gabriel Marcel denominó “técnicas de envilecimiento”.

En el marco de un Estado social y democrático de Derecho, el independentista tiene que recuperar la consciencia de que su acción política puede suponer la exclusión de los derechos de los que no lo son. Que el respeto del derecho de los demás y la organización de la vida social remiten a la realización de la justicia y a la regulación del poder. Que carece, por tanto, de sentido la pretensión de los partidos políticos independentistas de considerar al Estado como investido de una excelencia propia por sí mismo cuando no aporta sino restricción de derechos por su carácter excluyente.

Y las instituciones democráticas no pueden caer en la incuria y la pasividad de no instar judicialmente la ilegalización los partidos políticos que la merecen. Máxime cuando no ofrecen una acción pública para ello. Pues aquí en materia de urbanismo existe acción pública, pero en asuntos mucho más relevantes no. La actual Ley Orgánica de Partidos Políticos limita la legitimación para instar la declaración de ilegalidad de un partido político y su consecuente disolución, al Gobierno y el Ministerio Fiscal; sin perjuicio de que El Congreso de los Diputados o el Senado también puede instar al Gobierno que la solicite.

La exposición de motivos de dicha Ley explicaba que la necesidad de defender la democracia de determinados fines odiosos y de determinados métodos, de preservar sus cláusulas constitutivas y los elementos sustanciales del Estado de Derecho, la obligación de los poderes públicos de hacer respetar los derechos básicos de los ciudadanos, o la propia consideración de los partidos como sujetos obligados a realizar determinadas funciones constitucionales, para lo cual reciben un estatuto privilegiado, han llevado a algunos ordenamientos a formular categóricamente un deber estricto de acatamiento, a establecer una sujeción aún mayor al orden constitucional y, más aún, a reclamar un deber positivo de realización, de defensa activa y de pedagogía de la democracia. Deberes cuyo incumplimiento los excluye del orden jurídico y del sistema democrático. Pero añadía que, sin embargo, a diferencia de otros ordenamientos, se había partido de considerar que cualquier proyecto u objetivo se entiende compatible con la Constitución, siempre y cuando no se defienda mediante una actividad que vulnere los principios democráticos o los derechos fundamentales de los ciudadanos.

El articulado de la Ley enmarañaba un poco más las cosas. No tanto, si se entendiera y resolviera el asunto a la luz de todo el ordenamiento jurídico. Pero sucede que la vulneración clara y diáfana para algunos sólo se produce cuando tales partidos llegan al poder y aplican su programa. Pero, ¿tiene sentido esperar a una ilegalización que en realidad cuando llega ese estadio proviene de contravenir directamente el orden penal?

La acción política de los partidos independentistas no es mera expresión de ideas o doctrinas, conlleva un proceder en sí mismo lesivo de los derechos fundamentales y provoca evidentes males para quien no se complazca en ignorar las cosas. Pero, además, esperar a su ilegalización a que alcancen el poder y apliquen su programa de cumplimiento imposible por inconstitucional o contrario a la dignidad y los derechos fundamentales de la persona no solo es añadir una frustración absurda y desconcertante para sus votantes, es provocar riesgos innecesarios para toda la población, no evitarles graves daños y perjuicios y a la postre aumentar el gasto público para poner remedio a todo ello.

Nuestro Estado social y democrático de Derecho, sin duda es insuficiente y presenta muchas disfunciones como toda estructura humana. Basta para comprobar sus insuficiencias advertir que nuestra constitución predica en su artículo 14 la igualdad ante la ley exclusivamente para los españoles. Asistimos a la injusticia que supone toda frontera y en lugar de tender puentes, universalizar derechos, hacerlos más efectivos, atender situaciones de dependencia, mejorar pensiones, facilitar vivienda, etc. o incluso rebajar tributos, tenemos que aguantar la agresión de partidos políticos independentistas con la pretensión de crear nuevas fronteras, y para ello inventando e imponiendo falsas realidades pseudo históricas y culturales, construyendo artificialmente una identidad basada en la inmoralidad, sembrando odio como forma de alimentar el independentismo, propiciando y sirviéndose de una deformación generalizada de las conciencias para la extensión de su ideología de un modo estable,  sin  representar en realidad un verdadero proyecto sino siendo ante todo negación del resto, entrañando un efectivo parasitismo de lo que otros crearon y que convierte a tales partidos en fines en sí mismo, que se nutren con una afán independentista expansivo que nunca estará satisfecho y que, bajo el método de transferencia de culpa sobre los demás, pretende eludir la valoración moral, y la responsabilidad política y jurídica de sus acciones. Si nadie se va a hacer responsable de los daños y de los gastos, razones de justicia elemental también exigen ilegalizar ab initio estos partidos.