De nuevo sobre la prisión permanente revisable

La introducción de la pena de prisión permanente revisable obedeció, en gran medida, y por una parte, a las presiones ejercidas por las asociaciones de víctimas del terrorismo. Todos mis respetos para tales asociaciones, a las que tal vez yo también pertenecería si hubiera tenido el infortunio de sufrir en mis propias carnes, o en las de algunos de mis seres queridos, la violencia terrorista. Pero lo que mueve a tales asociaciones es, comprensiblemente, un deseo de venganza y de que los asesinos terroristas, para emplear una de las expresiones que frecuentemente utilizan, “se pudran en las cárceles”, deseos que no deberían ser asumidos -como, desgraciadamente, sí lo han sido- por un Estado democrático de Derecho, en el que las penas deben estar orientadas a la resocialización del delincuente e informadas, desapasionada y exclusivamente, por criterios estrictos de lo que sea preciso para cumplir los objetivos propios de la prevención general y especial.

Y la pena de prisión permanente revisable obedece también, por otra parte, al enorme eco que han logrado alcanzar en los medios de comunicación, y también cerca de los partidos políticos -tanto de los de Gobierno como de los de la oposición-, padres de menores asesinadas después de haber sido objeto de delitos contra la libertad sexual.

Que no existen razones de prevención general para la introducción de esta pena se pone de manifiesto en que, con el arsenal punitivo del que ya disponíamos, España era el país europeo con uno de los índices más bajos de criminalidad, no obstante lo cual ocupamos el primer lugar en lo que se refiere a personas privadas de libertad judicialmente por cada 100.000 habitantes, lo que es reconducible, naturalmente, a que nuestro Código ya era tal vez el de mayor severidad de la Unión Europea. Que ahora sufra un endurecimiento aún mayor no puede encontrar su explicación, por consiguiente, en ninguna razón plausible de política criminal.

Cuando se argumenta que en otros países europeos también existe la cadena perpetua, se oculta que en los Códigos de dichos países sólo figura con un carácter simbólico y que, en la práctica, nunca se aplica. Y así, la ejecución de la prisión perpetua puede ser suspendida en Bélgica y en Finlandia a partir de los 10 años, en Dinamarca, de los 12, y en Austria, Francia, Suiza y la República Federal de Alemania, a partir de los 15, siendo en este último país la media de cumplimiento efectivo de la prisión perpetua el de 18 años. Que en España, en los casos más graves, esa pena sólo pueda ser revisada cuando el delincuente ha permanecido ya 35 años en prisión, es decir: cuando probablemente es ya un anciano, pone de manifiesto hasta qué punto nuestros gobernantes han decidido convertir a nuestro Derecho penal en uno que, por su innecesaria crueldad, no encuentra parangón en Europa.

Pero es que, además, y como paso a examinar a continuación, la suspensión de la prisión perpetua revisable – es decir: la salida de prisión después de 25 o de 35 años, en función de la gravedad del delito- se hace depender de unos criterios que están en contradicción con postulados que deberían considerarse irrenunciables en un Derecho penal democrático.

Por lo que se refiere a los delincuentes que, después de agredirla sexualmente, hayan asesinado a su víctima, el autor seguirá cumpliendo su cadena perpetua hasta el final de sus días a no ser que acredite, una vez que han transcurrido 25 años de cumplimiento efectivo de su pena, y entre otros requisitos, que no existe peligro de reiteración, con lo que, si demuestra que ha dejado de ser peligroso, podrá recobrar su libertad, al considerarse que, con ello, ha purgado ya por el delito cometido. Pero como la pena tiene un carácter aflictivo -por eso se cumple en un establecimiento penitenciario-, y se impone para retribuir el mal hecho en el pasado, no se entiende por qué debe seguir en prisión otro delincuente que ha cometido el mismo delito, pero en el que concurre un riesgo de reiteración; porque si el primer delincuente no peligroso ha saldado ya su deuda con la sociedad, al cabo de 25 años de privación de libertad, por los mismos motivos, y porque el delito ha sido el mismo, debería considerarse que el segundo delincuente ha saldado también esa cuenta. Ciertamente que este último sigue siendo peligroso y que, potencialmente, puede incurrir en futuros delitos; pero ni es responsable de su peligrosidad -porque no la puede evitar: ¡qué más querría él!- ni debe pagar con la permanencia en prisión por delitos que sólo hipotéticamente pudiera cometer, pero que, de hecho, no ha cometido. Ello no quiere decir que la sociedad no pueda defenderse de delincuentes peligrosos -peligrosidad que concurre predominantemente en los de carácter sexual-, pero esa peligrosidad no debe combatirse con la aplicación de una pena de prisión ya cumplida, que sólo debe imponerse por los hechos pasados: esa peligrosidad se combate, no con la prisión, sino con medidas de seguridad de carácter no aflictivo como las de internamiento en un centro no penitenciario o, en los casos en que ello sea suficiente, con otras de carácter ambulatorio.

En el caso de los delitos terroristas, la pena de prisión permanente revisable puede finalizar una vez transcurridos 35 años si, entre otros requisitos, el autor expresa su repudio de sus actividades delictivas y pide expresamente perdón a las víctimas de su delito, es decir: si acredita que se ha convertido en una buena persona, lo que significa que el gudari terrorista fanático permanecerá en prisión por el resto de sus días.

Tal como está redactado el precepto, de él se deduce que se tiene que tratar de un arrepentimiento sincero y de una petición de perdón que tenga su origen en ese arrepentimiento, por lo que esos requisitos no se cumplen si el supuesto arrepentimiento y la petición de perdón son una mera farsa que únicamente enmascaran el deseo de poner fin a la ejecución de la cadena perpetua. Pero, por lo que recuerdo de mis libros de religión estudiados durante el bachillerato, en el sacramento de la confesión, para ser absuelto de los pecados mortales cometidos, basta con la atrición, esto es: con el arrepentimiento que no tiene su origen en el dolor por haber ofendido a Dios, sino simplemente en el temor a la condenación eterna con las penas del Infierno, de donde se sigue que, para la religión católica, el miedo al Infierno sirve para abrir las puertas del Cielo, mientras que en nuestro Código Penal el miedo a seguir en prisión no es suficiente para abrir las puertas de la cárcel.

Por otra parte, en Derecho penal rige el principio cogitationis poenam nemo patitur, es decir: que nadie puede ser castigado por los meros pensamientos, y como el arrepentimiento sincero es un mero pensamiento -que, por otra parte, el asesino terrorista tampoco puede controlar si lo siente o no-, de ahí que su concurrencia no debería tener relevancia alguna para que se decretara la suspensión de la pena de prisión perpetua.

Si se me permite expresar todo ello nuevamente con las ideas del Derecho penal de la Ilustración: la pena no persigue convertir al delincuente en una buena persona, sino que basta y sobra con que esa persona -buena o mala- no vaya a causar ningún daño a la sociedad mediante la lesión de bienes jurídicos.

Desde el Código Penal de 1995 -que ya representó un notable endurecimiento frente al Código anterior-, y si no llevo mal la cuenta, estas últimas reformas hacen el número 30. Y todas ellas han tenido un elemento común: el agravamiento de las penas y la creación de nuevos delitos, por lo que no hace falta ser un profeta para pronosticar que vendrán nuevas reformas y que serán todavía peores. Pero también profetizo: aunque tal vez sea clamar en el desierto, muchos seguiremos intentando que los argumentos ganen a la irracionalidad, que el Derecho penal esté informado por el principio de ultima ratio y que las penas no vayan nunca más allá de lo que sea estrictamente necesario para la defensa de la sociedad.