De por qué alterar continuamente las leyes puede ser antidemocrático

No es algo que se diga con frecuencia, pero legislar mucho, técnicamente mal y/o cambiar continuamente la ley aplicable no solo es incómodo para los juristas sino que en mi opinión es algo con consecuencias bastante más serias, contrario al Estado de Derecho y notablemente antidemocrático.

Para tener una democracia fuerte es imprescindible contar con un sistema de checks and balance, controles y equilibrio, real y operativo, de modo que las diversas instituciones ejerzan su función con independencia, seriedad y eficacia. Al actuar así dentro de su ámbito de actuación, cada organismo e institución  ocupa su propio espacio, lo que significa que impide a otras que colonicen ese espacio (singularmente los partidos políticos, como hemos denunciado en reiteradas ocasiones), y cada una controla y limita el poder de las demás. Un delicado pero muy necesario equilibrio de poderes. Es un tema muy comentado en el debate público.

Pues bien, hay otro sistema de checks and balance importante para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho, mucho menos tratado, y que tiene que ver con el concepto mismo de cómo se forma el ordenamiento jurídico. Obviamente, el ordenamiento de la ley, en el sentido general de la norma expedida por el poder legislativo, como principal fuente del Derecho. Pero no todo es ley, ni el ordenamiento se configura solamente por la ley. O no debería.

Las leyes en España cambian continuamente, normas esenciales, troncales, son modificadas una y otra vez, a veces incluso pocos meses después de su promulgación. La Ley Concursal, de 2003, ha sido modificada 28 veces. La Ley de Enjuiciamiento Civil, de 2000 ha sufrido 55 modificaciones (una media de más de tres modificaciones anuales), el Código Penal, 30 veces desde 1995, la Ley General Tributaria 16 veces desde 2003, etc. La Ley del Impuesto de Sociedades es de finales de 2014, ha sido modificada 13 veces y el plan normativo del gobierno para 2018 indica que la va volver a tocar…y anuncia además 287 nuevas leyes.

Esta falta de fijeza de las leyes no significa solamente una enorme molestia para los juristas. Las leyes, una vez en vigor, acaban siendo interpretadas por los tribunales y en especial por el Tribunal Supremo, que es el que crea la jurisprudencia. La jurisprudencia es la doctrina que de modo reiterado establece este tribunal al interpretar y aplicar la ley, y complementa el ordenamiento, como dice el artículo 1.6 del Código Civil.

Pues bien, una legislación que cambia continuamente en cuestión de meses, y en asuntos no menores sino en normas troncales, dificulta enormemente que las controversias sobre ciertos preceptos legales acaben resolviéndose en el Tribunal Supremo, puesto que el periodo de vigencia de esos preceptos es corto.  Y aunque  lleguen, no se crea jurisprudencia porque  no hay suficientes sentencias para que se considere que es doctrina reiterada, o porque cuando se emiten las sentencias el artículo en cuestión ya ha sido modificado.

La jurisprudencia, para ser un verdadero complemento del ordenamiento jurídico, necesita estabilidad legal y tiempo. Solamente así es posible que se emitan sentencias que establezcan de manera reiterada una doctrina.

La alteración constante de las leyes desactiva la jurisprudencia. La elimina de facto. El control y equilibrio que podría aportar al sistema jurídico el Tribunal Supremo se pierde, por lo que el legislativo, y el Gobierno, se encuentran un poco menos controlados, y las leyes que producen, menos matizadas y adaptadas a la realidad social del tiempo. Este aumento de poder por parte del que ya tiene mucho no es nada deseable, la seguridad jurídica y el Estado de Derecho son instituciones sofisticadas, productos de delicados equilibrios  fácilmente alterables.

La legislación voluble y torrencial desactiva también la doctrina jurídica. Analizar a fondo una ley compleja requiere mucho esfuerzo, conocimientos, muchos meses o incluso años. Nadie se compromete a eso si no sabe si la ley se va a derogar o cambiar entera de manera inmediata. Todo su esfuerzo de estudio y análisis habría sido inútil. Por eso ya no hay casi tratados, sino apuntes, estudios y notas “de urgencia”.

Cuando la legislación era mucho más estable, los estudiosos del derecho producían obras extensas y de gran profundidad, que analizaban e interpretaban los textos, y, por el prestigio de los que las escribían, acababan influenciando las propias sentencias del Tribunal Supremo, incluso con citas expresas de la doctrina en las resoluciones. La doctrina jurídica de prestigio tenía otra virtud: servía de criterio y base para reformas legislativas futuras, aumentando la calidad técnica de las normas.. Nada de eso es posible en el panorama actual.

Eso supone que el legislador-gobierno aumenta su poder al no tener elementos moderadores o interpretadores. Si encima legisla mal, con normas incomprensibles, contradictorias o ambiguas, su poder crece aún más, porque el ciudadano está más indefenso ante él.  Piensen en el ámbito fiscal, por ejemplo, y lo dañino y perturbador que es que las leyes no se entiendan, que su interpretación sea discutible y/o sean cambiadas cada dos por tres o que se legisle para la foto. Exacto: nos encontramos desarmados ante Hacienda y cualquier interpretación de la ley que quiera hacer en nuestra contra.

Al legislador hay que exigirle que haga bien su trabajo. Que no es publicar muchísimas leyes, sino hacerlas bien, comprensibles y lo más duraderas posibles. Un ritmo enloquecido de legislación hace que el poder se encuentre aún más sólo y menos controlado. Y eso es muy poco democrático.