¿Deseamos, de verdad, un Presidente de Europa?

Who leads the European Union? Esta cuestión, formulada en 2.009 por el Editorial del número 46 de la Common Market Law Review, se respondía enseguida, en la misma página, señalando al Consejo Europeo como verdadera instancia rectora de los destinos de la Unión. El Consejo Europeo gobierna Europa; y Francia y Alemania dirigen, a su vez, el Consejo Europeo – quizá, incluso sea sólo Alemania, de manera más o menos apoyada por un número de Estados, quien de verdad dicta el rumbo del Consejo Europeo y, por tanto, de la Unión. Lisboa y la crisis del Euro – los Tratados de 2.012, del MEDE y de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza – consolidan esa realidad y llevan a cuestionar el papel de una subordinada Comisión como institución peculiar de la integración, la que ha de velar por el interés general, la depositaria de la idea de Jean Monnet – la supranacionalidad y la desvinculación de los intereses nacionales en aras de la consecución de objetivos compartidos.

Hoy la Comisión, se dice, está contaminada de intergubernamentalismo. Los Estados Miembros – los poderosos Herren der Verträge – proyectan su alargada sombra sobre el ejecutivo comunitario y retienen un comisario por país. Además, la ubicua figura del Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, que participa en los trabajos del Consejo Europeo y que preside la formación del Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores, ostenta una Vicepresidencia nata de la Comisión, un tanto perdida en esa triple y ambigua perspectiva, acaso más inclinada hacia la mesa de los Estados – en la que en un tiempo hubo, incluso, una silla vacía. Esto, se lee con frecuencia, no es bueno.

En el marco de un decaimiento del aprecio al proyecto europeo por sus múltiples crisis, y próximos a elegir un nuevo Parlamento Europeo en 2.019, el Presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, quizá queriendo inspirarse en Jacques Delors, alza una voz en pro de la acción política de la Unión y reivindica refundir en unas solas manos – single hat – las presidencias del Consejo Europeo y de la Comisión, con un candidato principal – Spitzenkandidat – propuesto por los partidos europeos y elegido por sufragio universal. Reforzar la Comisión, evitar solapamientos entre funciones, fortalecer el principio democrático, inyectar élan, impulso, político.

¿Queremos eso? Sin duda deseamos hacer desaparecer fricciones competenciales, fortalecer el principio democrático, tomar aliento político. Pero, ¿es necesario, incluso proporcionado, inventar un único Presidente para dos instituciones que son legítimas representantes de intereses tan diversos? ¿Se corre el riesgo de que esta figura sea o se sienta más Presidente de una que de la otra? Emmanuel Macron, defensor inequívoco de Europa frente a los populismos, envuelto en la bandera de la Unión, responde, sin embargo, en sentido negativo, y se muestra contrario a un Presidente de Europa, de unos Estados Unidos de Europa – en definitiva, de un Estado europeo. ¿No sería más razonable limitarse a delimitar mejor los poderes de la Comisión, por un lado, y del eje de los Estados (Consejo, Consejo Europeo y Eurogrupo), de otro? ¿No sería más eficaz y más acorde con el principio de equilibrio institucional proteger el prestigio la Comisión y blindar su acción supranacional como guardiana de los tratados y titular de la iniciativa legislativa; y respetar, por otra parte, el ámbito intermedio de los Estados?¿No sería más prudente y acaso más eficaz deslindar mejor quién hace qué y aclarar y coordinar los respectivos papeles del Presidente de la Comisión, del Alto Representante y del Presidente del Consejo Europeo en la esfera de la política exterior de la Unión? ¿No procedería preocuparse de ubicar en un espacio más claro al Alto Representante, perdido en un limbo entre la Comisión, el Consejo Europeo y el Consejo?

Un único presidente podría ser incluso contraproducente para el interés general de la Unión que la Comisión ha de defender con independencia de los Estados. En efecto, si la figura del Alto Representante incrusta un elemento intergubernamental en el núcleo del colegio de comisarios, con mayor razón podría acusarse este efecto si fuera el Presidente del Consejo Europeo el que, a la vez, lo fuera de la Comisión. ¿O sería al revés? Pemítaseme al respecto un cierto escepticismo.

El Libro Blanco para el Futuro de Europa parece confirmar reservas sobre un posible salto hacia una especie de Estado europeo con una única cabeza política; y toma como punto de partida de sus sugerencias una conciencia de fin de ciclo del proyecto europeo. De hecho, viene a ofrecer como perspectiva más viable el transitar hacia adelante sólo en áreas concretas y por el camino de las cooperaciones reforzadas. Se constata así que el juego de los intereses nacionales y la defensa de los mismos sigue siendo muy importante y muy necesario para la construcción europea. Y el Consejo de Ministros – en el que, por otra parte, rige principalmente la norma comunitaria de la mayoría frente a la unanimidad – debe seguir siendo central en la arquitectura institucional de la Unión. La Comisión, además, debe hacer autocrítica y reflexionar profundamente sobre su marcado tecnocratismo, de perfil excesivamente anglosajón y economicista, que despierta fundados recelos sobre la legítima preservación de las tradiciones e instituciones jurídicas nacionales.

No es claro, en consecuencia, que sea tan positiva una retracción del protagonismo de los Estados, ni es previsible, ni bueno, entiendo, que se produzca. Parece más aconsejable reforzar el equilibrio institucional, el juego de pesos y contrapesos que ha inspirado la construcción europea desde los años cincuenta del siglo pasado. Y, en esa dirección, delimitar con mayor rigor las funciones del Consejo Europeo, para impedir eventuales abusos de su globalidad de acción, y exigir de esta institución, de su Presidente, una mayor rendición de cuentas al Parlamento Europeo, actualmente, casi convidado de piedra entre los jefes de Estado y de gobierno.