La obsolescencia programada. Estado de la cuestión.

La obsolescencia programada[1]vuelve a ser un tema de actualidad y de comentarios habituales de sobremesa. Una conocida marca de teléfonos móviles ha hecho una gran contribución al tema, pero no son los únicos. Cada vez con mayor frecuencia, nos encontramos que los objetos de las más diversas índoles tienen un software más o menos complejo que regula su funcionamiento y esto va a más.

Los bienes que adquirimos ya no son sólo dependientes de un software interno en el objeto, sino que la tendencia es que dichos objetos adquieran información y actualizaciones para su funcionamiento, directamente de la red. Este fenómeno de interacción permanente y necesaria del objeto con datos externos a él es lo que se ha venido a llamar el “internet de las cosas”[2].

En este escenario la obsolescencia programada adquiere un especial protagonismo.

La obsolescencia programada no es un fenómeno nuevo, ni tan siquiera reciente. Como antecedente más lejano se suele poner el llamado “Cartel Phoebus” de 1924, por el que las principales empresas productoras de bombillas del mundo acordaron no fabricar bombillas de más de 1000 horas de duración cuando el estado de la técnica había permitido fabricar a gran escala bombillas de hasta 2500 horas por el mismo coste de fabricación.

Los ejemplos serían muchos y variados en función de los diferentes tipos de obsolescencia a las que nos refiramos. Podemos contemplar desde prever una duración de vida reducida del producto mediante la inclusión de un dispositivo interno para que el aparato llegue al final de su vida útil después de un cierto número de utilizaciones, como es el caso de ciertas impresoras que su software contempla un contador con un número límite de impresiones; hasta la  imposibilidad de reparar un producto por falta de repuestos o piezas de recambio adecuadas o por resultar imposible la reparación (por ejemplo, el caso de las baterías soldadas al aparato electrónico).

La obsolescencia de los productos no es un fenómeno que se puede calificar moralmente de bueno o malo. El desarrollo del estado de la técnica permite la producción de bienes más eficientes o con nuevas prestaciones por el mismo coste que los que venían cumpliendo la misma función hasta aquel momento. La investigación y desarrollo de productos en la empresa privada va unida a la obtención de mayores beneficios empresariales en forma de menores costes de producción o de generación de mayor valor añadido que sustenta una mejora del margen de beneficio.

La controversia se plantea sobre el ciclo de vida de los productos en relación a la sostenibilidad medioambiental de su producción. ¿Es sostenible el ritmo de consumo de materias primas en relación a la producción manufacturada?, ¿es sostenible la generación exponencial de residuos que necesitan larguísimos periodos de tiempo para  su completa desaparición?.

La manera de cómo deben convivir el desarrollo de la técnica y la sostenibilidad medioambiental será la clave del presente siglo.

En esta controversia Francia ha sido la primera en mover pieza a nivel legislativo y lo ha hecho desde la perspectiva del derecho de consumidores.

Al albur de la Conferencia del Clima de París (COP21)[3]en diciembre de 2015 se promulgó la Ley n° 2015-992, de 17 de agosto de 2015[4], relativa a la transición energética para el crecimiento verde. Dicha norma, en su artículo 99 introduce una modificación del Code de la consommation, por el que se introduce como infracción la obsolescencia programada[5]. Con ello, se establece la primera definición legal del concepto: “la obsolescencia programada se define por todas las técnicas mediante las cuales un comercializador busca reducir deliberadamente la vida útil de un producto para aumentar su tasa de reemplazo”. Para la legislación francesa, incurrir por parte del empresario en dicha conducta se considera una infracción que se castiga con dos años de prisión y multa de 300.000 € que puede aumentar hasta el 5% de las ventas anuales promedio, calculado sobre los últimos tres periodos anuales conocidos en el momento de los hechos.

No existe en nuestro cuerpo legislativo español una norma que sancione la conducta de reducir deliberadamente la vida útil de un producto. Por ello, siguiendo a Kelsen, si no está prohibido, está permitido.

Partiendo de la premisa que el fabricante en España puede reducir de forma intencionada la vida útil del producto, debemos analizar si existe algún límite a tal conducta y qué instrumentos nos ofrece nuestra legislación para combatir la obsolescencia programada.

Desde mi punto de vista si la conducta no está prohibida, lo que procede es en todo caso actuar con la máxima claridad y transparencia en la comercialización de dichos productos.

El consumidor ha de ser consciente, a la hora de adquirir el producto, que la vida útil del mismo se encuentra limitada de forma predeterminada por debajo del que el estado de la técnica permitiría producir con iguales costes de producción.

Se trata de enervar la creencia del consumidor (que ha adquirido con su propio bagaje personal en el consumo de bienes análogos) de que está adquiriendo un producto con una determinada expectativa de vida útil, cuando en realidad la vida útil está predeterminada a un plazo inferior.

Creo que es un derecho del consumidor conocer la vida útil del producto si está predeterminada.

Está claro que el bien puede estropearse antes de llegar al final planificado. En este supuesto, operarán las disposiciones sobre la garantía y la falta de conformidad previstas en el RDL 1/2007 de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias[6](en adelante TRLGDCU)sin perjuicio, claro está, de la incidencia que tendrá en relación al artículo 119 el hecho de que el bien tenga el fin de su vida útil planificado[7].

Asentadas las bases sobre esta necesidad informativa, podemos establecer una prohibición normativa específica y sancionable en el artículo 49.1 l) del TRLGDCU. Dicho precepto establece como infracción el uso de prácticas comerciales desleales.

La obsolescencia programada no informada al consumidor incurriría sin duda en una práctica comercial desleal. En este sentido el artículo 19 de la Ley de Competencia Desleal define como práctica comercial desleal los actos de engaño y las omisiones engañosas a consumidores recogidos en los artículos 5 y 7 de la misma norma. Y el artículo 7 señala que se considera desleal la omisión u ocultación de la información necesaria para que el destinatario adopte o pueda adoptar una decisión relativa a su comportamiento económico con el debido conocimiento de causa.

Así pues, en nuestra legislación existe una clara infracción administrativa para los supuestos de obsolescencia programada no informada.

En cuanto al resarcimiento por la vulneración de la obligación de informar sobre la vida útil del producto la podemos abordar desde dos perspectivas.

La podemos abordar desde el derecho a ser indemnizados por los daños y perjuicios causados por la falta de información sobre la vida útil del producto adquirido. O bien, la podemos abordar desde la nulidad de la adquisición del bien por falta de transparencia en la determinación del precio por el que lo hemos adquirido.

Desde la perspectiva del resarcimiento del daño, la conducta, como he señalado, encaja en un comportamiento desleal por omisión engañosa que daría lugar a las acciones de cesación, remoción, rectificación y resarcimiento que se establecen en el artículo 32 de la Ley de Competencia Desleal.

Desde la perspectiva de la eventual nulidad de la adquisición del bien, debemos traer a colación toda la jurisprudencia emanada en materia bancaria sobre la transparencia en las cláusulas que definen el precio de los contratos[8]. De tal manera que si la cláusula que define el precio del contrato de compraventa no es transparente en cuanto a la carga económica y jurídica que representa (más allá de su comprensión puramente gramatical) puede ser declarada nula.

En este sentido, en la compraventa de un bien celebrado con un consumidor, la definición de un precio en el contrato debe ir acompañado de la información de los elementos esenciales que determinan la carga económica del negocio celebrado.

En este sentido la STJUE de 21 de diciembre de 2016 (caso Gutiérrez Naranjo) señala en su apartado 51 que:

“Por lo tanto, el examen del carácter abusivo, en el sentido del artículo 3, apartado 1, de la Directiva 93/13 , de una cláusula contractual relativa a la definición del objeto principal del contrato, en caso de que el consumidor no haya dispuesto, antes de la celebración del contrato, de la información necesaria sobre las condiciones contractuales y las consecuencias de dicha celebración, está comprendido dentro del ámbito de aplicación de la Directiva en general y del artículo 6, apartado 1, de ésta en particular”.

Desde esta perspectiva, resulta fundamental que si el profesional ha determinado de antemano la vida útil del producto, ésta sea informada para que el consumidor pueda pagar un precio transparente con las condiciones del contrato.

No se trata en ningún caso de hacer un control de contenido del precio, se trata de que el consumidor pueda comparar precios en función de la vida útil del producto. Las cosas son caras o baratas en relación a otras de su misma especie y condición y el consumidor debe poder escoger teniendo ante sí una cláusula definitoria del precio en relación a las restantes condiciones principales del contrato, y la vida útil del producto lo es.

Con todo ello, podemos concluir que en los próximos años el legislador y las autoridades de consumo deberán prestar mayor atención a este fenómeno que se vislumbra como nueva fuente de controversias.

[1]                Ponencia expuesta en el 1er. Congreso de Consumo de la Abogacía organizado por el ICAB y el CICAC

[2]                Kevin Ashton, RFID Journal, “That ‘Internet of Things’ Thing”, 22 junio de 2009.

[3]                El 5 de octubre, la UE ratificó formalmente el Acuerdo de París, lo que permitió su entrada en vigor el 4 de noviembre de 2016.

[4]                https://www.legifrance.gouv.fr/affichTexte.do?cidTexte=JORFTEXT000031044385&categorieLien=id

[5]                Actualmente se ubica en los artículos 441-2 y 454-6 tras la reordenación de contenidos del Code de la consommation por la Ordonnance n° 2016-301 del 14 de marzo de 2016.

[6]

[7]                El consumidor que tenga derecho a optar entre la reparación o la sustitución de un bien cuya vida útil tiene un final planificado, no estará constreñido a las limitaciones que impone el artículo 119, en relación a optar por la sustitución cuando se trate de un coste desproporcionado frente a la reparación del mismo, dado que deberá tenerse en cuenta el propio desvalor del producto cuyo plazo de vida útil ya se ha consumido en gran medida.

[8]          Conforme a la jurisprudencia establecida tras la sentencia 241/2013, de 9 de mayo , y muchas otras posteriores (entre otras, sentencias 464/2014, de 8 de septiembre ; 138/2015, de 24 de marzo ; 139/2015, de 25 de marzo ; 222/2015, de 29 de abril , y 705/2015, de 23 de diciembre ), el control de transparencia tiene su justificación en el art. 4.2 de la Directiva 93/13 , según el cual el control de contenido no puede referirse «a la definición del objeto principal del contrato ni a la adecuación entre precio y retribución, por una parte, ni a los servicios o bienes que hayan de proporcionarse como contrapartida, por otra, siempre que dichas cláusulas se redacten de manera clara y comprensible». Esto es, cabe el control de abusividad de una cláusula relativa al precio y a la contraprestación si no es transparente. De tal forma que, el control de transparencia como parámetro abstracto de validez de la cláusula predispuesta, esto es, fuera del ámbito de interpretación general del Código Civil del ‘error propio’ o ‘error vicio’, cuando se proyecta sobre los elementos esenciales del contrato tiene por objeto que el adherente conozca o pueda conocer con sencillez tanto la ‘carga económica’ que realmente supone para él el contrato celebrado, esto es, la onerosidad o sacrificio patrimonial realizada a cambio de la prestación económica que se quiere obtener, como la ‘carga jurídica’ del mismo, es decir, la definición clara de su posición jurídica tanto en los presupuestos o elementos típicos que configuran el contrato celebrado, como en la asignación o distribución de los riesgos de la ejecución o desarrollo del mismo.

 

Faltan ellas: Evento sobre la reputación empresarial

La Fundación Rafael del Pino organiza el 16 de abril un acto titulado “Percepción y realidad de la reputación de las empresas españolas después de la crisis” en el que intervendrán:

  • Alberto Andreu, Senior Advisor, Ernst & Young, ATREVIA y Corporación Pascual
  • Tomás Garicano, Profesor de Finanzas y Gobierno Corporativo, IE Business School
  • Goyo Panadero, Socio Director General España y Portugal, Llorente y Cuenca
  • Manuel Sevillano, Director General, Merco

Entre los fantásticos ponentes echamos de menos alguna representante femenina. Puedes ver los detalles del acto en el siguiente enlace.

Sobre la Universidad

“Es en la educación, en los sistemas de enseñanza, en las instituciones docentes donde se hace patente con más claridad nuestro atraso y, si me lo permiten, nuestra barbarie”

(Emilio Lledó, Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía, Taurus, 2018 p. 33)

En esta rueda al parecer interminable en la que estamos inmersos por autodestruir todas nuestras instituciones, le ha llegado el turno esta vez a la Universidad. Los recientes acontecimientos que han salpicado a la Universidad que, casualidades de la vida (lo que le faltaba a la Corona), lleva el nombre del “Rey emérito”, han puesto en tela de juicio el funcionamiento irregular de algunos centros universitarios en la expedición de títulos académicos, por no hablar de otras lindezas que ahora no toca. El escándalo conforme más se indaga, más crece. La imagen de la Universidad se degrada por momentos. No es ya la Universidad de origen la que padece, sino toda la institución, todo el sistema universitario que pierde credibilidad a raudales. El daño es profundo y la pérdida de confianza letal. La Conferencia de Rectores tira balones fuera: es un “caso aislado”. Punto y aparte. El corporativismo universitario se enroca. Surgen, sin embargo, enredos sinfín y salen a la luz bochornosos acuerdos, cuando no conductas que rayan lo delictivo o, incluso, algunas otras que pasan esa maldita raya. La impunidad se ha terminado. El débil e inconsistente sistema universitario español está bajo los focos.

No me interesa, sin embargo, ahondar en un tema trillado por los medios, realmente con más voluntad que acierto. O, cuando menos, con más interés por desatar escándalos que por buscar remedios. Es lo que hay y con eso toca bailar. Tampoco voy a hacer en esta entrada ninguna defensa de esa venerable institución, que no parece tener quien la defienda. Y, en mi caso, soy el menos apropiado. No estoy en la Universidad, ni se me espera. Ya no cotizo académicamente, estoy amortizado.

Mi única intención en estas líneas es sugerir a todas aquellas personas que todavía tienen algún interés por la Universidad la lectura del libro del filósofo Emilio Lledó con cuya cita se abre este post. Hay en esta obra varios capítulos dedicados al tema universitario, reflexiones impecables e implacables, cargadas de actualidad y vigor, a pesar de que se trata de un libro en el que se recogen artículos del autor elaborados la mayor parte de ellos hace décadas. No deja de ser otra casualidad del destino que salga justo antes de que todo esos conflictos estallen.

Un simple repaso a algunas de sus ideas contenidas en este libro nos mostrará por qué la Universidad española está dónde está, algo que se puede hacer extensivo al sistema educativo en su conjunto. Realmente, no les oculto que tras largo tiempo impartiendo docencia universitaria y ejerciendo discontinuamente de profesor universitario, las reflexiones del autor las comparto plenamente. Es más, las he vivido, padecido y hasta –por qué no decirlo- las he ejercido, que de todo ha habido. Veamos.

Una idea trasciende buena parte de esas reflexiones: “La lectura es el fundamento y el estímulo de la creación y maduración intelectual”. Pues bien, en la Universidad actual se lee poco, prácticamente nada entre el alumnado y no lo suficiente entre el profesorado. Y, cuando este último lee, lo hace de “su asignatura” y poco más. Excepciones hay muchas, pero en este caso la excepción debiera ser la contraria. Así, no cabe extrañarse de que el autor sentencie con obsesiva reiteración el desprecio intelectual que siente hacia “el concepto de asignatura” (hoy en día revestida del eufemismo de “área de conocimiento”). Esta noción “ha convertido a la universidad en un conglomerado de conocimientos estancos e inútiles, donde una serie de profesores asignaturescos cumplen la misión de explicar lo inexplicable, de impartir muchas veces vulgaridades anquilosadas que para colmo van a exigir en el chantaje ritual del examen”.

Si las asignaturas reciben esa crítica, no menos ácida es la opinión que para Emilio Lledó tienen los exámenes en la Universidad española: “Nada más inútil que ese saber memorístico, manualesco, convertido en fórmulas que solo sirven para pasar la disparatada liturgia examinadora”. Ese deterioro de los fines de la Universidad lo recrea el autor con una espléndida cita de Kant: “No se debe enseñar pensamientos, sino enseñar a pensar. Al alumno no hay que transportarle, sino dirigirle, si es que tenemos la intención de que en el futuro sea capaz de caminar por sí mismo”.

El profesor Lledó toma como referencia el sistema universitario alemán, en el que desarrolló su actividad académica por largo tiempo, antes de aterrizar accidentadamente en la Universidad española donde la corporación académica de “sus pares” no le puso las cosas fáciles ni mucho menos. De ese marco conceptual alemán extrae ese desprecio hacia los profesores “ganapanes” o hacia aquellos que, citando a Schiller, actúan “como plagas de langosta (que) arrasan y desertizan las cabezas juveniles”. Porque quien paga los platos rotos de tan desafortunado sistema es, en primer lugar, el alumno que padece en su propia mente y en sus propias expectativas, que pronto se desvanecen:  ¿La Universidad era esto?, se pregunta al poco tiempo de estar en ella. El espíritu crítico apenas se fomenta, pues se ha producido “una cosificación” de la profesión de enseñar: “el profesor lenta, pero pienso que inconteniblemente, ha pasado a ser un vendedor de conocimientos”, subraya Lledó.

La realidad incontrovertible es la que describe el autor: “Una Universidad solo existe por la calidad y competencia de su profesorado”. Y, una vez más, vuelve al manido tema de los exámenes: “Otro proceso imprescindible de momificación es el examen”, afirma. La memez que en estos días tanto circula por los medios de comunicación la desmonta Emilio Lledó de un plumazo: “Una Universidad que examina parece que es una Universidad que funciona, aunque el examen no sirva más que para consagrar la superficialidad y el engaño” (nunca mejor dicho en este caso). En verdad, se ha perdido ya todo el espíritu de lo que fue y al parecer no se quiere que sea esa institución: “La Universidad no es solo un lugar donde se forman unos profesionales sino el ámbito donde se transforman unos hombres, para una participación activa en la ciencia, en la cultura, en la historia del país”.

El problema real de todo este diabólico sistema universitario es que hemos “producido en el fondo una serie de generaciones taradas, infradesarrolladas y engañadas”. Hemos destruido y lo seguimos haciendo aquellas potencialidades inherentes a la juventud estudiante: “El estudio universitario se presenta como un embrutecedor y pragmático encuentro con unos programas anquilosados, vacíos y rutinarios”. Y concluye el autor: “es también y, tal vez, principalmente, en la mentalidad de muchos docentes en donde radica el mal planteamiento de los problemas”; algo que no tendrá solución mientras, entre otras medidas, “no sea aborde el problema de la renovación y exigente selección del profesorado”.

Y, en fin, Emilio Lledó rompe una lanza por la interdisciplinariedad, algo demonizado y perseguido como absoluta herejía en la Universidad española, y puedo dar buena prueba de ello. Sorprende, así, que cuando más agradecen los alumnos la interdisciplinariedad, “se vean sometidos a esa cárcel formal”. Y su descripción final no puede ser más desgarradora: “Pero lo que es más grave, los jóvenes universitarios se ven forzados a escuchar, semana tras semana, hasta el examen final, a un profesor insoportable por su ignorancia, su frivolidad o su absoluta incompetencia, que muchas veces tiene que disimular con autoritarismo o paternalismo inadecuados. La mayoría de los alumnos, hoy por hoy ya poco contestatarios, acaban acatando al inepto de turno, con un conformismo y un escepticismo que hace juego con el fenomenal chantaje que supone el aceptar a aquel profesor que les ofrecerá el correspondiente aprobado en junio. Después de todo –concluye- la carrera es una suma de exámenes aprobados”. Nada más cierto. La Universidad española es una máquina expendedora a granel de títulos sin apenas valor alguno en el mercado, aparte de formar escasamente o, en el peor de los casos, deformar a los escépticos y hoy en día escasamente motivados alumnos. Aunque haya excepciones, que son solo eso.

Me objetarán, tal vez, que he espigado lo más estridente de la obra. Si así piensan, les animo a leerla. Merece la pena. Solo he traído a colación algunas reflexiones, ciertamente ácidas aunque no menos acertadas, pero hay muchas más. Y con mucho más alcance del que he recogido en esta líneas. Con esos mimbres no creo que sorprenda que, en los casos más extremos, surjan escándalos como los que llenan los espacios de noticias estas últimas semanas. Más vale que no hurguen demasiado, no sea que se multipliquen. Algo se ha hecho mal, muy mal, pero todo el mundo mira hacia otro lado. Quienes hemos estado en el mundo universitario hemos visto, padecido o participado directa o indirectamente (todo hay que reconocerlo) en esa rueda infernal antes descrita o en algunas situaciones en las que la irregularidad (por ser suaves) ha sido pauta accidental de ese “inmaculado” mundo universitario.

Solo cabe esperar que los nuevos profesores universitarios que accedan en los próximos años, una vez que el tapón de unas plantillas envejecidas y acomodadas en esta Universidad “de cartón piedra” les ceda el paso, lean al menos al profesor Emilio Lledó y consigan poco a poco introducir los cambios necesarios que hagan de la Universidad española una institución digna, de espíritu  crítico, interdisciplinar y equiparable a las existentes en la mayor parte de las democracias avanzadas. Si ellos fallan, la institución está perdida. Para ello, no obstante, habrá que esperar. La costra es muy dura y compacta, de larga duración. A pesar de lo que está cayendo, todo el estamento profesoral piensa que nada va con ellos ni con su Universidad, que todos la creen impoluta. Solo una anécdota. Cuestión de perspectiva.

El problema es, sin embargo, muy serio. El autor termina el libro con una cita que sintoniza con las ideas de Tocqueville recogidas en el prólogo de su excelente obra De la democracia en América. No tiene desperdicio: “Es imposible construir y defender una democracia sin ocuparse por elevar la calidad humana e intelectual de los individuos que la integran. Esta tesis no es una simple declaración de principios teóricos. Lo que en ella se enuncia es algo de extraordinaria importancia práctica. La democracia sólo y exclusivamente puede madurar y fructificar conectándola con el único canal de cuyas aguas se nutre: una educación moderna, libre, creadora y solidaria”.

 

El escándalo de Cambridge Analytica y la necesaria regulación de las GAFA

“El Brexit no habría sucedido sin Cambridge Analytica” declaró Christopher Wylie, ex directivo de Cambridge Analytica en relación al reciente incidente con Facebook (aquí).

Facebook es, permítaseme la analogía, la plaza central, la plaza central de la aldea global. Y como en los pueblos, solo hay una plaza central con ayuntamiento e iglesia. Es cierto que hay otras plazas, otras plazas que no son la plaza central así, hay plaza de fotografía (Instagram), plaza profesional (Linkedin), plaza de 140 x 2 caracteres (Twitter), etc. Pero solo hay una plaza generalista, en definitiva Facebook es un monopolio natural. Es inconcebible que surja otra iniciativa que compita frontalmente con Facebook. Las barreras de entada son infranqueables.

Y en cuanto a Google cabe preguntarse ¿que sucedió con Terra.com, Altavista, Exite, Infoseek, Alltheweb, etc.? ¿Qué está pasando con Yahoo? Sí, existen otros motores, pero no son el buscador central. Operar con Google es obligado, no es opcional. Google ha devenido en un monopolio natural.

Estamos transitando a trompicones de lo analógico a lo digital y en este proceso nos vamos enterando de cesiones masivas de datos, de encauzamientos de decisiones políticas y de la creación de inmensos monopolios. Las grandes redes sociales saben más de nosotros que nosotros mismos mediante los likes y corazones. Esta transmisión y concentración de conocimiento masivo, está cuestionando los cimientos del sistema democrático, del capitalismo y de la meritocracia como se ha visto en el caso de Cambridge Analytica. Ello con el agravante que el desarrollo de las tecnologías es exponencial, mientras que el desarrollo de la normativa es aritmético, en el mejor de los casos. Es decir que se llega tarde, muy tarde, en cualquier caso.

Sea un derecho imperfecto, precipitado o parcial, pero se deben de regular las grandes redes sociales. No, no es libre mercado y meritocracia el desarrollo de estas sociedades. Estamos transitando a otra dimensión, la dimensión digital que cambia nuestro entorno, pero que no debe cambiar nuestros principios.

Por ello, hago las siguientes reflexiones y preguntas:

  1. Debe permitirse operar pagando por el servicio de Facebook y Google con dinero y no con datos personales como actualmente.
  2. Debe informarse a los usuarios a cuanto dinero equivalen los datos cedidos, cuanto ganan estas sociedades con nuestros datos.
  3. Me pregunto ¿se debe permitir pagar con datos personales? ¿cualquier tipo de datos? ¿A cualquiera?
  4. ¿Que normativa tiene/ debe regir esta nueva moneda universal sin banco central emisor?
  5. Debe de informarse de manera más sencilla al consumidor.
  6. Debe abordarse la competencia (aquí algunas ideas de ello).
  7. Debe existir una institución que vele por los derechos de los usuarios y las instituciones que tanto han costado construir. Pero, sobre todo, que anticipe los grandes cambios que se avecinan.

Antes de la Segunda Guerra Mundial IBM vendía tecnología a la Alemania Nazi. Hitler apreciaba tanto esta relación que condecoró al presidente de IBM Thomas J. Watson. Declarada la guerra, en  1940, el presidente de IBM devolvió al régimen Nazi una medalla y publicó un solemne artículo en el New York Times. Sin embargo el Sr. Watson calló que la sociedad continuó vendiendo tecnología a la Alemania Nazi.

Me pregunto si no estamos ante la gestación de un too big to regulate de consecuencias impredecibles con las GAFAs: Google, Amazón, Facebook, Apple. La reciente comparecencia de Zuckerberg en el Senado de los Estados Unidos no indica un giro, por el contrario, se ancla en el mismo principio. Zuckerberg insiste en que la gente da sus datos voluntariamente.

Meritocracia de pega: reproducción de Tribuna en El mundo de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

 

Los avatares del máster de Cristina Cifuentes por la Universidad Pública Rey Juan Carlos –con independencia de cómo evolucione la investigación acerca de si reunía o no los requisitos necesarios para obtener el título puesto que las explicaciones facilitadas el miércoles en la Asamblea regional de la Comunidad de Madrid solo han convencido a los que ya lo estaban previamente- revelan un problema de fondo muy preocupante. Consiste en la escasa formación de nuestros políticos sumada a las redes clientelares tejidas alrededor de determinadas instituciones académicas públicas. Se refiere por tanto a la necesidad de aparentar más méritos de los que efectivamente se tiene.

Porque más allá de lo que se determine finalmente respecto a la veracidad de las actas, la asistencia a clase, los trabajos de fin de curso, las notas modificadas y otros elementos relacionados con el complejo procedimiento administrativo académico (que a día de hoy parece presentar irregularidades muy notables dicho sea de paso) hay algo que es obvio: la señora Cifuentes no ha podido dedicar mucho tiempo y mucho esfuerzo a obtener este máster. En eso sigue la tradición de otros políticos de su partido que antes que ella -recordemos las tesis de Rodrigo Rato o Federico Trillo cuando eran respectivamente Vicepresidente del Gobierno y Presidente del Congreso- que han hecho tesis doctorales ocupando puestos políticos de primer nivel. ¿Superhombres o supermujeres? Que cada uno piense lo que quiera, pero el ciudadano desconfiado puede pensar que es poco probable que se les haya exigido lo mismo que a otros estudiantes de a pie o  que ellos solos hayan realizado un trabajo intelectual que –al menos si se hace bien- requiere un esfuerzo y una dedicación considerables. No nos engañemos: una vez que se llega a primera línea de la política no hay más capital humano e intelectual que el que se trae puesto de casa e incrementarlo no es fácil y menos mediante una formación reglada. Desgraciadamente en España ese capital no suele ser muy impresionante.

Dicho lo anterior, parece que el objetivo es sencillamente hacerse con un título que avale el reconocimiento y el prestigio que se supone lleva aparejada la educación superior así como las ventajas profesionales que lleva consigo. En el ámbito académico y empresarial estar en posesión de un máster o de un doctorado es una “marca” que puede mejorar sustancialmente las perspectivas profesionales máxime en casos como los de Cristina Cifuentes, que antes de pasar a la política era funcionaria del Cuerpo Técnico Superior de la Universidad Complutense de Madrid, es decir, personal de Administración y Servicios (PAS).

El problema es cuando este objetivo se pretende alcanzar sin necesidad de superar los requisitos de mérito y capacidad que exigen este tipo de estudios.  En definitiva, si estas titulaciones se expidan a los políticos –y quizás no solo a ellos- en unas condiciones que básicamente lo que acreditan es justamente lo contrario, la falta de mérito y capacidad, se pervierte todo el sistema y se pone en entredicho la finalidad y la función social de una institución académica de tanta importancia como es una universidad pública.

En el caso de la Universidad Rey Juan Carlos (más conocida por sus estrechos lazos clientelares con el PP de Madrid que por sus logros académicos) además llueve sobre mojado. Después del escándalo protagonizado por el anterior Rector, Fernando Suarez, por varios casos documentados de plagio la Universidad no solo fue incapaz de reaccionar, sino que sus órganos de gobierno cerraron filas con el Rector, para vergüenza general. La pasividad de profesores y estudiantes, con honrosas excepciones, fue la regla general. Tampoco el papel de la CRUE fue demasiado airoso. El Rector Suárez no llegó a dimitir sino que simplemente no se presentó a la reelección y, hasta donde se sabe, sigue desempeñando su tarea docente en la Universidad Rey Juan Carlos.

Más allá de las vicisitudes del caso concreto de la Presidenta de la Comunidad de Madrid (cuya huida hacia adelante le augura un futuro político poco halagüeño) convendría reflexionar como sociedad sobre la necesidad de tomarse más en serio los principios de mérito y capacidad. Los títulos académicos y las universidades que los expiden (máxime si están pagadas con el dinero de nuestros impuestos) tienen una importantísima responsabilidad en esto. Si en una Universidad pública el esfuerzo, el talento y la dedicación no valen nada, cabe cuestionarse legítimamente cual es papel. Algo especialmente crítico en una Universidad de las características de la Rey Juan Carlos, llamada a servir de “ascensor social” a los estudiantes con menos ventajas socioeconómicas.

Conviene insistir: si cunde la sospecha de que en esta u otras universidades personas con poder pueden obtener el reconocimiento de méritos inexistentes, queda en entredicho su credibilidad y su profesionalidad y con ellas el esfuerzo y el trabajo de sus profesores y estudiantes. En definitiva, si el máster de Cristina Cifuentes no vale nada, los títulos que expida la Universidad Rey Juan Carlos cada vez valdrán menos. Por tanto, deben de ser esos mismos profesores y estudiantes, además de sus órganos de gobierno, los principales interesados en disipar todas las dudas y demostrar que en la Universidad Pública las reglas que rigen el mérito y la capacidad son iguales para todos. Por su bien y por el de todos.

Por último, deberíamos también plantearnos qué tipo de representantes políticos queremos. Porque en una época de grandes cambios e incertidumbres como la que vivimos se necesitan muchos más recursos intelectuales y morales que en otras menos disruptivas y más tranquilas.  Necesitamos políticos con una formación más amplia e ilustrada, capaces de detectar hacia donde van nuestras sociedades y como usar para mejorar nuestra calidad de vida la tecnología que ya tenemos a nuestra disposición. Necesitamos repensar muchos conceptos políticos, jurídicos y económicos que ya no responden al mundo en el que vamos a vivir. Y por encima de todo, necesitamos un compromiso ético con los intereses generales mucho mayor.

Faltan ellas: Responsabilidad Social de las empresas

El 23 de abril, el Foro de Foros organiza el debate: ‘Responsabilidad Social de las empresas. Del postureo al propósito empresarial’. En este evento solo participan hombres: un moderador y tres ponentes.

Aquí os dejamos el enlace a la convocatoria y programa.

Hipoteca y gastos de gestoría: presente caótico y futuro incierto

En las relaciones entre las entidades financieras y sus clientes, ha sido una costumbre ampliamente extendida la de que las primeras encarguen a una gestoría la realización de los trámites administrativos necesarios para llevar a buen puerto la firma de los préstamos con garantía hipotecaria. Generalmente, la empresa de gestoría suele encargarse de mover los papeles del banco a la notaria, de la notaría al registro de la propiedad y, una vez inscrita la operación, de vuelta al banco y al prestatario.  Además, es habitual que se encargue de la liquidación del impuesto transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados (ITPAJD).

Es un hecho notorio que los gastos derivados de la intervención de este tercero solían correr, en la generalidad de los casos, por cuenta del prestatario. Así, en la cláusula de gastos del contrato de préstamo, bien se determinaba de manera explícita que los gastos de gestoría eran de cuenta del prestatario, o bien esta consecuencia podía desprenderse de su contenido, al indicarse que serían gastos a su cargo todos aquellos que se ocasionasen por el otorgamiento de la escritura y los de tramitación. Lo dicho sirve, con las reservas oportunas, para la inmensa mayoría de las hipotecas para adquisición de vivienda firmadas durante las últimas décadas.

Sentado lo anterior, el “terremoto” comenzó con la famosa la  STS de 23 de diciembre de 2015, en la que, sin decir nada sobre los gastos de gestoría (sí se pronunciaba sobre IAJD, notaría, registro y gastos procesales), el Tribunal Supremo declaró la nulidad por abusiva de la cláusula que atribuye indiscriminadamente el pago de todos los gastos e impuestos al consumidor, en un contrato de préstamo con garantía hipotecaria. Como ya saben los lectores del blog, esta sentencia desató una verdadera avalancha de reclamaciones judiciales, precedida de una campaña publicitaria sin precedentes en la historia de la abogacía de nuestro país.

El caldo de cultivo era perfecto para que reinase el desconcierto en los juzgados de primera instancia y audiencias provinciales. Así hemos llegado a la situación presente. Y es que analizando las varias decenas de sentencias que  han recaído en la materia, únicamente podemos extraer un común denominador: la cláusula que impone al prestatario el pago de la totalidad de los gastos (incluido el de gestoría) es abusiva, y por tanto, nula. Sin embargo, más allá de este punto de consenso (al menos en las resoluciones que he podido revisar), en todo lo demás la situación no está nada clara, a la espera de que se pronuncie la Sala Primera del Tribunal Supremo. Y es que entre los juzgadores de instancia no hay acuerdo, ni sobre los argumentos que conducen a la nulidad, ni sobre las consecuencias derivadas de la misma.

Empezando por el grupo de resoluciones en las que se condena al banco a abonar al prestatario la totalidad del importe de la factura,  la Sección 3ª de la Audiencia Provincial de León ha puesto el acento en que la intervención de la gestoría no es necesaria ni obligatoria y que solo conviene en beneficio del banco (Sentencia núm. 6/2018 de 10 enero). En el mismo sentido se ha pronunciado la Juzgado de Primera Instancia núm. 9 de Córdoba, concluyendo que la gestoría, además de no ser necesaria ni obligatoria, sólo sería conveniente en beneficio del banco (Sentencia núm. 4/2017 de 27 noviembre). El Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Núm. 3 de Teruel se refiere tanto a la necesidad para el banco de asegurar la correcta inscripción de la escritura en el Registro, como al hecho de que sea habitual que el banco tenga sus propias gestorías o convenios de colaboración, beneficiándose ambas entidades (banco y gestoría). También opta por esta solución la Sección 5ª de la Audiencia Provincial de Islas Baleares, pero esta vez acudiendo a un argumento diferente: en tanto que fue el banco quién le encomendó los trabajos a la gestoría –no habiendo prueba de la solicitud expresa del prestatario–, los gastos deberán ser asumidos por aquél (Sentencia núm. 4/2018 de 15 enero, en el mismo sentido, Sentencia de 19 octubre 2017 del Juzgado de Primera Instancia Número 8 de San Sebastián).

El Juzgado de Primera Instancia Número 7 de Pamplona trae a colación, junto con la genérica invocación de la normativa sobre cláusulas abusivas, el artículo 40 del Real Decreto-ley 6/2000, de 23 de junio, de Medidas Urgentes de Intensificación de la Competencia en Mercados de Bienes y Servicios, donde se prevé el derecho del prestatario a designar, de muto acuerdo con el prestamista, la persona o entidad que se vaya a encargar de la gestión administrativa de la operación. Sobre la base de ese precepto, el juzgado concluye que el gasto tiene que correr por cuenta del banco, (Sentencia núm. 8/2018 de 29 diciembre), al haber sido éste quien impuso una gestión no imprescindible para la realización de la operación.

Hay que destacar que aunque la conclusión alcanzada sea la misma, la diferencia en cuanto a los argumentos empleados no resulta baladí. Además de constituir una cuestión relevante en cuanto al fondo, optar por un argumento u otro tiene importantes implicaciones en el procedimiento y en la estrategia procesal seguida por las partes. Tanto  es así que en determinados juzgados será preciso solicitar la práctica de prueba (por ejemplo, para acreditar qué parte solicitó el servicio o qué gestiones se realizaron) mientras que en otros el juicio resultará absolutamente innecesario.

Pero por si el anterior no fuera suficiente, encontramos un segundo grupo de resoluciones en las que se condena al banco a abonar solo la mitad del importe de la factura. En este sentido, la Audiencia Provincial de A Coruña, ha considerado que el servicio de gestoría conlleva beneficios para ambas partes: para el consumidor (tramitación del impuesto) y para el banco (efectuando los trámites de la inscripción), debiendo asumirse, en consecuencia, por partes iguales (Sentencia núm. 8/2018 de 11 enero). En la misma línea, la Audiencia Provincial de Soria (Sentencia núm. 16/2018 de 24 enero) o la de Asturias (Sentencia núm. 361/2017 de 10 noviembre). Añade la Audiencia Provincial de Palencia que los trámites realizadas por la gestoría, aunque sean de carácter técnico o burocrático, interesan a ambas partes porque van encaminadas al éxito del contrato (Sentencia núm. 287/2017 de 9 noviembre).

En definitiva, nos encontramos ante un verdadero jaleo que no tendrá una solución unívoca hasta que se pronuncie la Sala Primera del Tribunal Supremo. Personalmente, creo que la interpretación más adecuada es la de considerar que la gestoría constituye (salvo prueba en contrario) una imposición al cliente de un servicio complementario o accesorio no solicitado (art. 89.4 TRLGDCU). Por tanto, la cláusula que establece la obligación de pago por parte del prestatario debe reputarse abusiva y, por tanto, nula de pleno derecho (art. 83 TRLGDCU), lo que conlleva la necesaria condena a la parte demandada a pagar los importes abonados por el consumidor. Veremos qué dice el Tribunal Supremo.

¿Qué ocurrirá con los préstamos hipotecarios del futuro? Como recientemente ha señalado Segismundo Álvarez en este blog, convendría que el Legislador clarifique esta situación a fin de evitar la inseguridad jurídica (ver aquí). Sin embargo, el Proyecto de Ley de Crédito Inmobiliario presentado por el Gobierno no resuelve la cuestión de manera satisfactoria (ver aquí). En primer lugar, porque el artículo 12.1.d parece dar a entender que los “costes de labores de gestoría” (junto con los gastos notariales, registrales o pago del ITPAJD) serán por cuenta del consumidor, sin perjuicio de que éste deba de ser informado con carácter previo del coste aproximado.  Y creo que el gasto que analizamos no puede entenderse incluido en los gastos o comisiones a que se refiere el apartado 2 de ese mismo precepto (únicamente repercutibles al cliente si hay solicitud o aceptación, y responden a servicios efectivamente prestados o gastos habidos).

Sin embargo, a la vista del contenido de las enmiendas presentadas por los principales Grupos Parlamentarios, es probable que a lo largo de la tramitación parlamentaria pueda haber cambios significativos en esta materia. Habiendo finalizado el plazo para presentar enmiendas el pasado 6 de marzo, ya podemos advertir por donde irán los tiros. El Grupo Parlamentario Socialista, con la propuesta más tímida en esta materia, pretende que se modifique el artículo 12.2, para establecer que será nula “cualquier cláusula que repercuta al prestatario gastos o comisiones que no haya sido solicitados por el prestatario o que no repercutan directamente en su interés”. Una fórmula no demasiado clara, que induce a error desde un punto de vista sistemático (al apartado 2 no regula los gastos repercutidos por terceros), pero en la que podrían entenderse comprendidos los gastos de gestoría.

El Grupo Parlamentario de Unidos Podemos va más allá, proponiendo la modificación del artículo 12.1.d, a fin de atribuir la totalidad de los gastos –incluido el gasto de gestoría– al prestamista (Enmienda Núm. 17).  Además, este grupo pretende resolver el problema con carácter retroactivo (un auténtico disparate jurídico), por medio de una disposición transitoria que obligaría a todas las entidades bancarias a abonar a sus clientes todos los gastos abonados hasta la fecha –incluido ITPAJD–, más intereses (Enmienda Núm. 53). Por último, el Grupo Parlamentario Ciudadanos propone introducir un régimen de gastos derivados del préstamo, a fin de aclarar, a priori, a qué parte corresponde cada uno de los gastos (en particular, el de gestoría sería por cuenta de la entidad bancaria), así como las consecuencias en caso de incumplimiento (Enmienda núm. 14). Veremos en que acaba el texto definitivo. Ciertamente, sería deseable que la futura regulación sea lo más clara posible, a fin dotar a los bancos y consumidores de unas reglas de juego que eviten futuras discusiones en sede judicial, en torno a una problemática similar.

Impuesto de sucesiones: Un debate necesario

Martes, 24 de abril-  a las 19.00 horas en el Colegio Notarial de Madrid (C/ Ruíz de Alarcón, 3 – 28014).

Las diferencias territoriales en la regulación del impuesto de sucesiones y las dramáticas consecuencias de la crisis en el ciudadano han puesto sobre la mesa de discusión a este controvertido impuesto.

En esta jornada hablaremos de ello en tres ponencias de 15 minutos cada una, más la intervención del moderador, con el objetivo de abrir el debate al público. Los ponentes pondrán sobre la mesa los datos y reflexiones fundamentales para evaluar dicha norma.

Ponentes:

  • Antonio Delgado, Doctor en Derecho, Inspector de Hacienda, Abogado fundador del despacho Delgado-Lamet.
  • Victorio Magariños, notario honorario y Académico de la Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia.
  • María Teresa Villaamil, Inspectora de Hacienda.

Modera:

  • Ignacio Gomá, Notario, Presidente de la Fundación Hay Derecho.

Organizado por Hay Derecho. Asistencia libre.

Faltan ellas: I Jornada sobre Tributación Local

Hace unos meses, en noviembre del año pasado, se celebraba la I Jornada sobre Tributación Local. En el programa –aquí figuran 14 hombres. Se organizaron tres mesas redondas, un acto de inauguración y otro de clausura. No hubo mujeres entre los presentadores, ponentes o moderadores.  Leer más

Problemática jurídica y financiera de las Initial Coin Offerings (ICOs)

Las nuevas tecnologías y la utilización de criptomonedas siguen irrumpiendo con fuerza en los mercados financieros. En los últimos meses, ha emergido con especial relevancia una nueva forma de financiación empresarial que se estima que en el año 2017 ha permitido captar más de 4.000 millones de dólares en Estados Unidos. Esta nueva forma de financiación empresarial que tiene preocupados a casi todos los reguladores del mercado de valores son las conocidas Initial Coin Offerings (en adelante, ICOs), consistentes en la captación del público de monedas virtuales (criptocurrencies) a cambio de otorgar como contraprestación un “token”. Estos tokens no son más que un instrumento que confiere a su titular una serie de derechos sobre la entidad que realiza la ICO. Los tokens pueden revestir distintas formas y caracteres. Los más comunes son: (i) los tokens que otorgan derechos de uso para tener acceso digital a alguna aplicación o servicio provisto por la empresa (utility tokens); (ii) los tokens que otorgan derechos a participar en las ganancias o recibir pagos de intereses por parte de la empresa (security tokens); y (iii) los tokens que sirven a sus titulares como medios de pago (payment tokens).

La tecnología utilizada para la realización de ICOs es blockchain. Esta tecnología permite que, en una red y base de datos distribuida, se creen estos activos digitales conocidos como “tokens”. La utilización de blockchain para la realización de una ICO resulta relevante en la práctica porque los tokens pueden transformar redes abiertas en mercados abiertos gracias al uso de blockchain. De esta manera, todos los participantes del mercado se pueden beneficiar de esta nueva forma de conseguir financiación sin intermediación, con registros de transacciones inmutables realizadas en tiempo prácticamente real, y con mayor transparencia para los reguladores. Sin embargo, estos beneficios se están viendo cuestionados por las incertidumbres generadas por la emisión de tokens, que resulta agravada, además, por la falta de criterios claros por parte de algunos reguladores financieros.

A nuestro modo de ver, la emisión de tokens entraña varios desafíos para los reguladores del mercado de valores. Entre ellos se encuentra el régimen jurídico de los titulares de tokens (especialmente, en lo que se refiere a los derechos que atribuye la condición de “tokenholder”), y el modo en que los tokens (emitidos) y las criptomonedas (recibidas) serán contabilizados por la entidad que realiza la ICO.

Desde la perspectiva de los tokens emitidos al público, resultará relevante saber si formarán parte del patrimonio neto (equity) o del pasivo (debt) de la empresa, no sólo a los efectos de presentación de los estados financieros, sino también para determinar el impacto que su consideración como deuda o como equity podría tener sobre el valor de la compañía, su gobierno corporativo, sus ratios financieros y la normativa aplicable a estos instrumentos.

Por su parte, desde la perspectiva de las criptomonedas recibidas en contraprestación a la entrega de los tokens, también se plantea la forma adecuada de contabilizarlas (principalmente, si serían activos corrientes o no corrientes, y si sería una divisa –como difícilmente sería el caso en tanto no se reconozcan las criptomonedas por los bancos centrales como medios oficiales de pago– o como un bien o derecho), así como los posibles riesgos asociados a estos activos, que principalmente serán: (i) el riesgo de depreciación –y las pérdidas que podría ocasionar la contabilización de esta pérdida por deterioro– en caso de estallar la “burbuja” que se ha dicho que existe sobre determinadas criptomonedas (especialmente bitcoin);  y (ii) el riesgo de utilización de estos instrumentos para el lavado de dinero.

Con el propósito de afrontar los problemas y desafíos que plantean las ICOs, los reguladores en primer lugar deben entender la naturaleza y caracteres de la emisión, y, más concretamente, de los tokens asociados a la misma, para ver qué derechos confieren a sus titulares, ya sea de manera inmediata y/o en un momento posterior a la emisión. A tales efectos, la evaluación de los tokens y su análisis jurídico debe afrontarse con un enfoque eminentemente funcional, otorgando prevalencia al fondo sobre la forma, y prestando especial atención a los derechos y caracteres de los tokens emitidos, para ver en qué categoría jurídica podría encajar en la regulación existente del mercado de valores (valores, commodities, etc.). Esta clasificación resulta de especial trascendencia porque las estructuras de tokens pueden ser muy variadas, y algunos tokens pueden resultar totalmente irrelevantes para el regulador del mercado de valores. A modo de ejemplo, algunos utility tokens pueden terminar siendo simplemente cupones criptográficos con los cuales una persona puede acceder a un descuento en la empresa vendedora del token. Lógicamente, este token no será clasificado como “valor” (security), y también resultará irrelevante para los reguladores del mercado de valores. No obstante, ciertas estructuras donde el titular del token participa en las ganancias de una compañía parece que debieran caer en el espectro del supervisor (ya que parecería asemejarse a una emisión de acciones), como también podrían encajar aquellos que retribuyan a sus titulares mediante intereses (ya que parecería asemejarse a una emisión de deuda).

Por su parte, otros tokens, como aquéllos que sólo sirven como activos digitales o medios de pago, parece que también deberían ser excluidos del ámbito de la regulación y supervisión del mercado de valores. La aproximación a estos tokens debería ser similar que las realizas con las criptomonedas, y, por tanto, clasificar a estos tokens como commodities. En consecuencia, parecería razonable aplicar a estos tokens las reglas relativas a la prevención del lavado de activos y financiación del terrorismo, tal y como, a modo de ejemplo, ha realizado la Autoridad Supervisora de Mercados Financieros de Suiza.

Asimismo, algunas ventas de tokens tienen lugar antes o después del lanzamiento del ICO, como medio para distribuir parte de los tokens a los usuarios iniciales. Otras ventas de tokens ocurren mucho antes de que el token tenga una funcionalidad genuina. En este sentido, las llamadas “preventas de tokens directos” están sujetas a mayores descuentos con el objetivo de financiar el desarrollo de un proyecto y el mayor aseguramiento del éxito de la ICO. Esta tipología de emisiones no está claro que deban quedar sujetas a las reglas del mercado de valores ya que, en el momento de la emisión, los adquirentes del token todavía no tienen derechos formales sobre las ganancias o esfuerzos del emisor. No obstante, un análisis funcional debe ser necesario para determinar los casos en los cuales estas pre-ventas sí caerían bajo la competencia del supervisor del mercado de valores.

La aparición de las ICOs recuerda a los supervisores algo que, por las lecciones aprendidas de la crisis, les debería resultar familiar: el análisis de la regulación financiera debe realizarse desde una perspectiva funcional (como recuerdan Armour et al en el mejor libro que, probablemente, se haya escrito de regulación financiera hasta el momento) y, para lograr una adecuada protección de inversores y del sistema financiero, la regulación debe estar basada en principios y actividades, y no en reglas y entidades.

Ahora bien, el análisis sobre la naturaleza y clasificación de los tokens no puede generalizarse. Debería examinarse caso a caso, y cada token podría suponer consecuencias distintas desde una perspectiva contable, financiera y de gobierno corporativo. Si se trata de un token en el que se ofrece al titular el pago de unos intereses y la devolución de su principal, la naturaleza y particularidades del token parecerían asemejarse a las de un título de deuda. Por tanto, la emisión debería quedar sujeta a la supervisión del regulador del mercado de valores, y los titulares de estos tokens tendrán la condición de acreedores. Ello implicará no solamente que los derechos de estos titulares se vean reflejados en el pasivo del balance de los emisores, sino también que los titulares de estos tokens no tendrán derechos políticos en la empresa, y los derechos económicos, por lo general, sólo abarcarán el derecho a recuperar el principal del préstamo con los intereses pactados (aunque, tal y como ocurre con los préstamos participativos, también pueden haber excepciones y vincular los intereses variables del préstamo a la evolución de la entidad, en cuyo caso, nos encontraríamos en una figura híbrida entre deuda y equity). Por tanto, los titulares de estos tokens serán simples acreedores de la compañía que, como tales, tendrán derecho a unos rendimientos fijos, además de un orden de prelación superior al de los accionistas en caso de insolvencia de la entidad emisora.

La misma consideración de deuda, aunque con mayores similitudes al equity (sobre todo, el equity de entidades de base mutualista, como pudieran ser las cooperativas) podrían tener aquellos token que otorguen derechos de uso o disfrute sobre ciertos activos o servicios de la compañía.

Existirán más diferencias, sin embargo, con aquellos tokens que entrañen derechos políticos y económicos en la compañía. En este caso, los titulares del token se asemejarán a los accionistas de una compañía, si bien, sus derechos pueden diferir respecto a los derechos que generalmente atribuye la condición de socio. En consecuencia, se pueden generar diversos problemas de gobierno corporativo, especialmente relacionados con un aumento de los costes de agencia entre estos “accionistas” y los administradores. En todo caso, esta alteración de los derechos del socio no debe resultar extraña (y necesariamente preocupante) para los reguladores del mercado de valores. En la actualidad, existen diversas figuras que permiten alterar los derechos generales de los socios, como podrían ser las acciones privilegiadas (en las que se puede renunciar al voto a cambio de mayores derechos económicos) o las acciones con voto múltiple (tan populares en la actualidad, sobre todo, en compañías de base tecnológica), que permiten otorgar mayores derechos de voto a ciertos accionistas. Desde el punto de vista financiero y contable, en todo caso, si se llega a la conclusión de que esta tipología de tokens se asemeja al equity, deberá contabilizarse en el patrimonio neto de la compañía.

Como consecuencia de lo anterior, parece que el principal desafío que deben afrontar reguladores, emisores e inversores respecto a las ICOs debería consistir en la identificación del tipo de token que emite una empresa. A tal efecto, pueden existir varios modelos regulatorios para afrontar este dilema: (i) sistemas de control ex ante; y (ii) sistemas de control ex post. Asimismo, dentro de los sistemas de control ex ante, podrían establecerse, al menos, tres enfoques regulatorios distintos: (i) un enfoque basado en el establecimiento de criterios concretos que definan y clasifiquen los tokens con carácter “numerus clausus” y los operadores sepan claramente qué tipo de tokens emiten y cuál es el régimen aplicable a los mismos; (ii) un enfoque basado en el establecimientos de principios generales que permita una clasificación abierta de tokens que sirva de base para que los emisores evalúen y clasifiquen su producto, y sólo requiera aprobación ex ante del supervisor en casos en los que la estructura de los tokens o de la pre-venta de tokens hagan concluir que la empresa está realizando una emisión de valores (security tokens); y (iii) el establecimiento de principios generales acompañados de un control y sistema de autorización ex ante en todo caso, como, en cierta medida, se ha adaptado en México en su ley Fintech.

En nuestra opinión, el enfoque regulatorio más apropiado debería consistir en una combinación entre un enfoque ex ante basado en principios o recomendaciones generales del regulador que sirva a los operadores para “autoevaluar su producto” y el régimen jurídico aplicable a los mismos, acompañado de un sistema de control ex post en el que los reguladores puedan verificar la naturaleza del token (por ejemplo, a través de un criterio similar al establecido en Estados Unidos a través del denominado “Howey test”). De esta manera, se evitarían los costes asociados a los demás enfoques regulatorios descritos (e.g., costes de tiempo, personal fijo y posible falta de cualificación adecuada del supervisor en el tercer enfoque, o costes de rigidez y de posible privación de nuevas modalidades de financiación del primer enfoque). Al mismo tiempo, se permitiría que los supervisores del mercado de valores puedan evaluar si, en beneficio de los inversores y del sistema financiero en su conjunto, los emisores evaluaron previamente el producto y siguieron los cauces procedimentales oportunos para llevar a cabo la emisión (tal y como tendrán incentivos a hacer si el riesgo de revisión por parte del supervisor resulta elevado), y si, en su caso, el emisor se encuentra cumpliendo con el régimen jurídico que, atendiendo a la naturaleza y caracteres del token, pueda resultar aplicable.