Intentando blindar el sector del taxi frente a la competencia, los tribunales y el interés público

Las más relevantes normas jurídicas que en nuestro país disciplinan la actividad del taxi son el fruto de la captura de prácticamente todas las autoridades reguladoras, desde el más modesto Municipio hasta el Gobierno de España, por los operadores establecidos en este sector. Lo cual no debería sorprender a nadie. Se trata de un fenómeno bien estudiado desde el punto de vista teórico y corroborado por abundantes evidencias empíricas. Así ocurre también en otros muchos países. No somos los únicos.

El Real Decreto-ley 3/2018, de 20 de abril, por el que se modifica la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres en materia de arrendamiento de vehículos con conductor, constituye la enésima muestra, no por esperable menos desazonadora y cuestionable.

Esta disposición eleva a rango legal dos normas que ya estaban formalmente vigentes en nuestro ordenamiento jurídico desde que las reintrodujera el Real Decreto 1057/2015, de 20 de noviembre. La primera, la más importante, es la que podríamos llamar ratio 1/30:

«… a fin de mantener el adecuado equilibrio entre la oferta de ambas modalidades de transporte [VTC y taxis], procederá denegar el otorgamiento de nuevas autorizaciones de arrendamiento de [VTC] cuando la proporción entre el número de las existentes en el territorio de la comunidad autónoma en que pretendan domiciliarse y el de las de [taxi] domiciliadas en ese mismo territorio sea superior a una de aquéllas por cada treinta de éstas.

No obstante, aquellas comunidades autónomas que, por delegación del Estado, hubieran asumido competencias en materia de autorizaciones de [VTC], podrán modificar la regla de proporcionalidad señalada en el párrafo anterior, siempre que la que apliquen sea menos restrictiva que esa».

La segunda es la restricción del 20 %:

«Sin perjuicio de que… las autorizaciones de [VTC] habilitan para realizar servicios en todo el territorio nacional, sin limitación alguna por razón del origen o destino del servicio, los vehículos que desarrollen esa actividad deberán ser utilizados habitualmente en la prestación de servicios destinados a atender necesidades relacionadas con el territorio de la comunidad autónoma en que se encuentre domiciliada la autorización en que se amparan.

En todo caso, se entenderá que un vehículo no ha sido utilizado habitualmente en la prestación de servicios destinados a atender necesidades relacionadas con el territorio de la comunidad autónoma en que se encuentra domiciliada la autorización en que se ampara, cuando el veinte por ciento o más de los servicios realizados con ese vehículo dentro de un período de tres meses no haya discurrido, ni siquiera parcialmente, por dicho territorio».

Esta segunda norma viene a ser accesoria de la primera, pues la restricción de la oferta que supone la existencia en una comunidad autónoma de la referida ratio podría quedar significativamente debilitada si se permitiera a los VTC domiciliados en otras Comunidades Autónomas operar aquí con carácter habitual.

El objetivo pretendido, como bien han señalado los medios de comunicación, es tratar de «blindar» ambas restriccionesfrente a la posibilidad de que el Tribunal Supremo, en la inminente Sentencia que ha de dictar sobre la legalidad del Real Decreto 2057/2015,las anule y, seguidamente, pueda entrar en este sector un número potencialmente ilimitado de nuevos competidores. El Gobierno cambia a mitad de partida las reglas del juego con el fin de burlar las consecuencias jurídicas de una decisión judicial que intuye puede serle desfavorable.

No suena muy bien, ciertamente (sobre los problemas de inconstitucionalidad que plantean estas «convalidaciones legislativas», véase la tesis doctoral de Andrés Boix). En esta breve entrada pretendemos poner de relieve que dicho intento de blindaje es un disparate económico y jurídico. Lo primero, porque ningún fallo de mercado, ningún interés legítimo, ninguna razón que tenga que ver con el bienestar del conjunto de la sociedad, justifica establecer restricciones cuantitativas de la oferta en el sector de los taxis y los VTC, con los enormes costes que éstas encierran para los consumidores y las personas que podrían acceder a él para prestar sus servicios.

Ninguno de los argumentos que tradicionalmente se han esgrimido para respaldar dicha restricción cuantitativa es válido a estos efectos (para más detalles, véase el estudio que elaboró la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, así como elque el autor de estas líneas publicó sobre el particular). El de la necesidad de reducir la polución ambiental y la congestión del tráficoes cuestionable por varias razones. La primera es que, si se quiere lograr ambos objetivos, lo que habría que hacer es reducir de alguna manera el número global de turismos privados que circulan por nuestras ciudades –por ejemplo, aplicando un impuesto ambiental–, y no sólo el de taxis o VTC en particular. La segunda es que aquella limitación puede resultar inútil o incluso contraproducente para alcanzar dicha reducción. No está en absoluto claro que una restricción tal de la oferta de éstos vehículos vaya a repercutir positivamente sobre el medio ambiente y la fluidez del tráfico. Es posible que algunos individuos que viajarían en taxi o VTC si la oferta fuese mayor recurran a vehículos privados y que, por ende, la polución y la congestión acaben agravándose.

El argumento de que la restricción facilita el cumplimiento de la normativa reguladora del sector –ya que las rentas monopolísticas que obtienen los operadores hacen que éstos tengan escasos incentivos económicos para arriesgarse a perder sus licencias por un incumplimiento–tampoco es de recibo. La Administración dispone de otros medios efectivos y menos restrictivos de la competencia para garantizar la observancia de la ley.

Debe tenerse en cuenta, también, que si el número de taxis o VTC queda por debajo del que existiría en un mercado libre, los tiempos de esperade los usuarios serán superiores. La restricción de la competencia resultante minará significativamente los alicientes que los empresarios tienen para mejorar la calidad del servicio. Y la circunstancia de que en el mercado secundario se paguen a sus titulares decenas de miles de euros por las licencias de taxi o VTC –¡que la Administración adjudicó gratuitamente en su día!– indica que los operadores están obteniendo una suerte de rentas monopolísticas, cobrando precios superiores a los que los usuarios pagarían en un mercado donde la oferta no estuviera artificialmente limitada.

De hecho, en algunos países, la referida restricción cuantitativa nunca ha llegado a establecerse o ha sido eliminada, y los resultados pueden considerarse en líneas generales positivos. Pensemos, sin ir más lejos, en lo ocurrido en España. El incremento de la oferta de VTC propiciada por tímida liberalización del sector producida entre 2009 y 2015 no ha supuesto perjuicio alguno para los usuarios, sino más bien lo contrario. Resulta sumamente significativo que los VTC, pensados originariamente como una suerte de «taxis de lujo» o «calidad superior», estén prestando sus servicios a precios en líneas generales inferiores a los que se pagan por los propios taxis. La teoría económica y la experiencia, tanto la propia como la foránea, sugieren que el bienestar de los consumidores y, en general, el de la sociedad en su conjunto podrían incrementarse todavía más si desaparecieran definitivamente de este mercado las restricciones cuantitativas como las aquí analizadas.

Desde el punto de vista jurídico, al Real Decreto-Ley 3/2018 se le pueden poner varias objeciones. La más seria, en mi opinión, es que el Estado carece manifiestamente de competencia para regular este sector. En su disposición final primera dice dictarse «al amparo de lo dispuesto en el artículo 149.1.21.ª de la Constitución, que atribuye al Estado la competencia sobre los transportes terrestres que transcurran por el territorio de más de una comunidad autónoma». En su preámbulo se afirma la necesidad de que a la actividad de los taxis y los VTC se aplique «un régimen único en todo el territorio nacional».

La interpretación que ahí subyace es surrealista. De los artículos 149.1.21.ª y 148.1.5 de la Constitución, así como de todos los Estatutos de autonomía, se desprende claramente que esta materia pertenece a la esfera competencial de las Comunidades Autónomas. De hecho, algunas de ellas ya han legislado sobre el particular (véanse, por ejemplo, el Decreto-Ley catalán 5/2017y la disposición adicional tercera de la Ley valenciana 13/2007, del taxi). Según declaró el Tribunal Constitucional en su Sentencia 118/1996, el Estado no ostenta competencia en materia de transportes para regular, ni siquiera con carácter supletorio, aquellos que transcurren íntegramente por el territorio de una sola Comunidad. Y, como a nadie se le escapa, los transportes realizados mediante taxis o VTC prácticamente nunca discurren por el territorio de dos o más de ellas. El número de carreras intercomunitarias se aproxima mucho a cero. Es más, éste es un mercado esencialmente urbano. La abrumadora mayoría de los trayectos se desarrollan dentro de un mismo término municipal.

La circunstancia de que el Estado permita que los VTC domiciliados en una Comunidad Autónoma operen ocasionalmente en otra no altera las cosas, obviamente. En primer lugar, porque ese permiso no cambia la naturaleza intracomunitaria de los servicios de transporte prestados, que siguen transcurriendo prácticamente siempre por el territorio de una Comunidad. En segundo término, es dudoso que el Estado pueda ampararse en el citado artículo 149.1.21.ª para establecer semejante norma, toda vez que con ella está afectando a transportes intracomunitarios. Nótese, además, que en virtud de un razonamiento semejante el Estado podría convertir en estatal también la competencia para regular otros transportes terrestres, como el del taxi, que nadie discute es autonómica. Bastaría para ello que el Estado permitiera a los taxis domiciliados en una Comunidad operar ocasionalmente en otra.

Resulta sumamente significativo, en fin, que el propio portavoz del grupo político del Gobierno en el Senado reconociese en los debates parlamentarios que precedieron a la Ley 9/2013, por la que se habilitó al Gobierno para regular el mercado de los VTC, que ésta «es una competencia de las Comunidades Autónomas… que no tiene por qué venir directamente regulada desde aquí».Aunque lo cierto es que también en esa ocasión el legislador estatal acabó plegándose a las exigencias del lobbydel taxi, regulando la materia en el sentido de las mismas, sin importarle demasiado lo establecido en la Constitución.

De todos modos, en el caso de que se entendiera que, al amparo del citado artículo 149.1.21.ª, el Estado posee respecto de este mercado alguna competencia, ésta habría de limitarse, obviamente, a aquellos aspectos del mismo que tienen una dimensión intercomunitaria. Pero eso, desde luego, de ninguna manera puede predicarse de la mencionada ratio 1/30, pues ésta es una norma que por definición se refiere estrictamente a la estructura intracomunitaria del sector de los VTC.

Otra objeción de índole jurídica es que ambas restricciones vulneran el artículo 38 de la Constitución por constituir una restricción desproporcionada de la libertad de empresa y la libre competencia, por lo que no pueden ser «convalidadas» simplemente mediante su aprobación por una norma con rango de ley. Ya hemos dejado expuesta nuestra opinión de que ningún interés legítimo justifica dichas limitaciones.

Repárese, finalmente, en que el Real Decreto-Ley 3/2018 constituye un intento poco eficaz de proteger a los operadores establecidos en el sector del taxi y los VTC frente a la entrada en el sector de nuevos competidores. En efecto, si el Tribunal Supremo declarara conforme a Derecho la ratio 1/30 establecida por el Real Decreto 1057/2017, la elevación de rango efectuada por aquél se habría revelado a la postre prácticamente innecesaria.

Si, por el contrario, el Tribunal Supremo estima contraria a Derecho y anula la dicha ratio, el Real Decreto-Ley tampoco servirá de mucho a los efectos de evitar la entrada en el sector de nuevos operadores. La razón es bien sencilla. Como seguidamente vamos a comprobar, esta norma carece de efectos retroactivos, a diferencia de las sentencias que anulan disposiciones reglamentarias, cuya eficacia es ex tunc, sin perjuicio de que no quepa revisar las situaciones nacidas en su aplicación que hayan adquirido firmeza. Lo cual significa que ni la Administración ni los Tribunales podrían esgrimir la restricción establecida en el Real Decreto 1057/2017 para denegar las decenas de miles de licencias de VTC solicitadas por los interesados después de la publicación de esta disposición y antes de la entrada en vigor del Real Decreto-Ley, siempre que los procedimientos correspondientes no hubieran terminado con un acto administrativo o una sentencia firmes.

La falta de retroactividad del Real Decreto-Ley 3/2018 está fuera de toda duda.Así se desprende, por de pronto, de su disposición adicional segunda y de lo establecido en el artículo 2.2 del Código civil. En aquella puede leerse que el mismo «entrará en vigor el día siguiente al de su publicación en el Boletín Oficial del Estado». Y, en el citado artículo, que «las leyes no tendrán efecto retroactivo, si no dispusieren lo contrario». Habida cuenta de que este Real Decreto-Ley no dispone su retroactividad, la conclusión es que carece de ella. Por si esto no hubiera quedado claro, en su preámbulo se deja sentado que con esta norma «se pretende… abordar la situación a que han dado lugar las circunstancias descritas [de “incremento exponencial del número de autorizaciones de VTC”] adoptando medidas que garanticen de forma inmediata y hacia futuro la adecuada coordinación entre las normas de aplicación a dos modalidades de transporte que, inevitablemente, interactúan en un mismo segmento del mercado». La referencia expresa «hacia futuro» constituye una razón más para entender que el autor de la norma no ha querido darle efectos retroactivos.

Además, otorgarle esa eficacia retroactiva supondría –en el caso de que el Tribunal Supremo finalmente anulara la ratio 1/30– que el Gobierno estaría privando a los solicitantes de las autorizaciones que debían haberles sido otorgadas por la Administración a la luz de la normativa inmediatamente anterior. Al margen de la cuestión de si mediante un Decreto-Ley puede efectuarse semejante expropiación, lo que está claro es que esta privación coactiva debería venir acompañada de una justa compensación económica, lo que la disposición cuestionada en ningún momento ha previsto.

Ha de concluirse, por consiguiente, que las «nuevas autorizaciones» de VTC a las que se refiere el Real Decreto-Ley 3/2018 son las que se soliciten después de su entrada en vigor. Es obvio que aplicar esta norma a las autorizaciones solicitadas antes de ese momento supondría darle efectos retroactivos, siquiera en grado mínimo o medio.

Si, por lo demás, el Tribunal Supremo estima que la ratio 1/30 vulnera alguna norma de rango constitucional, como la libertad de empresa, el Real Decreto-Ley 3/2018 tendría una eficacia todavía más limitada, pues entonces habría que poner en marcha los mecanismos pertinentes para que esta restricción ni siquiera se aplique a las solicitudes de autorizaciones de VTC presentadas después de su entrada en vigor. Veremos qué decide el Alto Tribunal.