El caso del Aquarius y las razones “humanitarias”

El Presidente del Gobierno ha anunciado que España acogerá el barco Aquarius por razones humanitarias (aquí). Pero la cuestión es, ¿humanitarias con quién?

Estamos tan acostumbrados a tratar el problema de la migración en términos “humanitarios”, que nos arriesgamos  a perder la perspectiva jurídica de la cuestión, tanto en relación al Derecho positivo como al natural, con efectos colaterales especialmente nocivos. Porque al igual que hoy en día resulta impresentable gestionar los problemas sociales dentro de un país en términos de “caridad” con los más necesitados, en vez de hacerlo desde el enfoque de la justicia distributiva y del Estado del Bienestar, lo mismo debería ocurrir con un problema tan semejante como es el de la emigración. Al analizarlo exclusivamente desde el punto de vista moral o humanitario, o desde el de “los valores occidentales”, se ofrece un flanco verdaderamente débil al ataque populista, como si lo único que estuviese en juego fuese la “generosidad”, mayor o menor de unos y otros. Los italianos ya han sido suficientemente generosos y ahora les toca a otros -viene a decir Salvini. La solidaridad no puede recaer siempre en los mismos países, es necesario que la carga se reparta mucho mejor, o los populismos no harán otra cosa que aumentar -dicen los populistas. Incluso a nivel europeo ya hemos sido demasiado abiertos –se afirma en el Norte- estamos llegando al límite y hay que blindar el continente si queremos salvar nuestras democracias. Al igual que con el hijo pedigüeño que no para de exigir regalos en la feria, tenemos perfecto derecho a decir basta.

Pues no. No tenemos derecho. Porque de Derecho se trata.

El primer jurista europeo que intuyó la necesidad de analizar este tema de la emigración desde un punto de vista jurídico, fue uno de nuestros más grandes escolásticos, el segoviano Domingo de Soto (1495-1560). Fue el primero que argumentó jurídicamente contra las restricciones a la inmigración motivada, no solo por causa de persecución religiosa o guerra, sino por simples motivos económicos. Por otra parte se opuso radicalmente a la posibilidad de expulsar a los mendigos extranjeros de las ciudades o de excluirlos de la ayuda organizada.  Y no se diga que entonces el problema era menos grave que ahora, porque en la época en la que escribe su tratado Deliberación en la causa de los pobres  (1545) la afluencia del oro americano había convertido a España en el refugio de todos los pobres e inválidos de Europa.

Su caracterización de la emigración económica como un derecho, emana precisamente del mismo impulso que le llevó a transformar el simple acceso a la caridad en un verdadero derecho subjetivo de carácter derivado. Sin género de duda, Domingo de Soto es uno de los más grandes impulsores de la teoría del derecho subjetivo moderno. Para él, el derecho individual fundamental del ser humano, del que se derivan todos los demás, es el derecho a preservar su propio ser (ius se conservandi), que es un derecho que vence a cualquier otro que se le oponga, incluido el de los Estados a proteger sus fronteras. Ese derecho -como afirma literalmente una de las mejores estudiosos de nuestro autor (Annabel Brett)- it can never be “trumped”. Lógica consecuencia de todo ello es (como señala Benjamin Hill) su defensa de una concepción extendida de la comunidad política, que va más allá del Cristianismo para alcanzar a toda la Humanidad.

El Derecho positivo internacional todavía no ha llegado, desgraciadamente, a ese nivel de amparo, pues no reconoce un derecho a emigrar por causas económicas, pero eso no significa que desconozca los derechos subjetivos de los migrantes, ni mucho menos. En primer lugar, el Convención Internacional sobre Búsqueda y Salvamento (SAR), de 1979, impone la obligación de rescatar a las personas cuya vida peligra en el mar, lo que implica un evidente reconocimiento de ese ius se conservandi. Ahora bien, una vez que han sido rescatados, ¿qué ocurre? Si llegamos a la conclusión que ningún país tiene la obligación de recibirles, ese derecho se estaría desvirtuando hasta hacerlo irreconocible. Para eso mejor dejarles en el mar.

En un importante informe de ACNUR (la Agencia de Naciones Unidas para la protección de los refugiados) se aborda específicamente este problema. Señala que la obligación de rescate implica lógicamente la de desembarco y, aunque reconoce que el tema no está claro en Derecho internacional, este debe producirse en el puerto más próximo, especialmente si los migrantes se encuentran en una situación precaria. Una vez que el barco llega a puerto ya no cabe la expulsión colectiva, como hemos tratado en otra ocasión al analizar las expulsiones en caliente (aquí), pues ello impediría apreciar la condición de refugiado, que atribuye nuevos derechos derivados.

Por todo ello es evidente el derecho de los migrantes a ser desembarcados en Europa, y de ahí nuestra correlativa obligación jurídica, no humanitaria. Medio milenio después de Domingo de Soto, el Derecho Internacional todavía sigue en mantillas, pero no a la hora de reconocer el indudable derecho de los migrantes a ser desembarcados, sino solo para ordenarlo de manera efectiva entre los obligados a ello. De ahí que las únicas razones “humanitarias” que pueden existir son acaso las que podemos tener con Italia, con el fin de aliviar la carga jurídica que padece. Aunque, de hecho, también aquí debería jugar un elemental principio de justicia entre los socios comunitarios a la hora de distribuir la carga derivada de esa obligación.

En definitiva, por formularlo en términos civilistas: estando bastante claro que Italia tiene la obligación directa frente a los migrantes del Aquarius de procurar su desembarco inmediato en sus puertos, los socios comunitarios tiene la obligación interna de resarcir a Italia en la proporción correspondiente, acogiendo luego a los migrantes que sean necesarios.

Por último, es también nuestra obligación cívica, como ciudadanos europeos, presionar a nuestros gobiernos para que así se haga a la máxima celeridad, terminando de raíz con este indigno juego de cerrar los puertos para obligar a los demás a realizar, “por razones humanitarias”, lo que debería asumirse entre todos por ineludibles razones jurídicas.