El impuesto de sucesiones y donaciones: ¿supresión o mantenimiento?

Los tributos y en particular los impuestos constituyen, como bien es sabido, una  limitación del derecho de propiedad justificada por la necesidad de financiar los gastos públicos.

Pero los tributos y los impuestos también pueden tener otros fines distintos a los fiscales, como veremos, ya que vamos a sostener que el impuesto de sucesiones y donaciones debe configurarse como un impuesto extrafiscal, como a nuestro juicio deberían configurarse todos los impuestos patrimoniales.

El artículo 31 de nuestra Constitución es la clave de bóveda de nuestro sistema tributario. En él se establece: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.

De acuerdo con lo así dispuesto, los tributos han de establecerse y exigirse de acuerdo con la capacidad económica de cada uno y de todos los contribuyentes. Con progresividad. Y sin que puedan ser confiscatorios.

Estas exigencias son comunes para todos los impuestos, sean estos fiscales o extrafiscales.

El actual impuesto de sucesiones y donaciones es un impuesto de naturaleza fiscal, aunque de manera modesta ya que en el año 2016 representó tan sólo el 0,8% de nuestros ingresos tributarios.

Es evidente, por ello, que su hipotética supresión no habría de suponer una merma significativa de la recaudación.

¿Pero debe suprimirse el impuesto como en estos últimos tiempos no pocos sostienen?

Se alega por los que así lo sostienen que el impuesto incurre en doble tributación ya que el patrimonio transmitido mediante la herencia o la donación procede de una renta que ya ha tributado o ha debido de tributar antes.

También se dice que lo que se produce, en particular en el caso de la herencia, es una sucesión y ésta, por su naturaleza, no debería suponer la realización de hecho imponible alguno. ¿Son válidos estos argumentos?

La respuesta no es fácil.

Que los transmitentes y adquirentes son distintas personas no se puede negar, como tampoco que existe una transmisión de la propiedad entre unos y otros.

En sentido contrario tampoco se puede negar que exista sucesión.

También es cierto que la capacidad económica que se pone de manifiesto en el adquirente con la correspondiente adquisición del patrimonio es correlativa con su extinción en la persona del transmitente.

Y que lo ahora gravado ya lo ha sido antes, o ha debido serlo, cuando se obtuvo la renta cuya acumulación, a través del ahorro, ha generado el patrimonio trasmitido como ocurre con todos los impuestos patrimoniales.

Por todo ello, a nuestro juicio, los argumentos esgrimidos por los que abogan por la supresión del impuesto no carecen de fundamento.

Pero tampoco carecen de fundamento los argumentos de los que abogan por su mantenimiento.

Tiene razón éstos, en efecto, cuando ponen de manifiesto que la acumulación de la renta es mayor que la de la renta misma debido a la mayor participación de las rentas del capital en la formación del producto interior bruto (PIB).

Tampoco cabe negar que la herencia es un privilegio porque, habitualmente, el único motivo de la adquisición patrimonial que con ella se produce será el nacimiento y no otros motivos de mérito o capacidad.

En cualquier caso creemos que unos y otros argumentos pueden ser conciliados.

A nuestro juicio, esta conciliación se podría hacer configurando el impuesto como un impuesto extrafiscal al servicio de la redistribución de la renta.

Esta configuración debería tener como ejes el establecimiento de un amplio mínimo exento y la fijación de unos tipos de tributación moderados.

Un amplio mínimo exento para centrar debidamente los efectos redistributivos del impuesto.

Y unos tipos de tributación moderados porque así deben ser, a nuestro juicio, los tipos de la tributación patrimonial debido a la doble imposición, siquiera económica, que la misma conlleva ya que la renta acumulada y convertida en patrimonio ya ha tributado antes como sostienen con razón, tal como hemos dicho antes, los que abogan por la supresión del impuesto.

Ocupémonos ahora de la otra exigencia del artículo 31 de la Constitución, de la igualdad.

En este punto, hemos de decir que el impuesto de sucesiones y donaciones, actualmente vigente en España, no se aplica con igualdad, por diversos motivos.

El principal de ellos es porque la tributación no sólo depende del valor del patrimonio trasmitido sino también de la residencia de los causantes o donatarios en unas y otras Comunidades Autónomas, según se trate de herencias o donaciones.

Ello sucede así porque se trata de un impuesto cedido a estas Comunidades que, además, disponen de capacidad normativa para la regulación de aspectos esenciales en la determinación de la tributación.

Lo cierto es que todas las Comunidades han reducido el impuesto, pero no lo han hecho por igual ni al mismo tiempo.

No podemos admitir que esto haya sucedido al amparo de la autonomía financiera que el artículo 156 de la Constitución les reconoce sino más bien por la búsqueda de réditos electorales.

Por lo demás, el Estado ha hecho dejación del ejercicio de sus competencias básicas constitucionales en el orden tributario cuyo ejercicio debiera de haber llevado a una cierta, al menos, coordinación entre las diferentes Comunidades.

Otro de los motivos de desigualdad es el favor de la ley a los patrimonios empresariales de carácter familiar cuya transmisión, prácticamente, no tributa por el impuesto si se aprovecha debidamente lo dispuesto en la misma, lo que no es difícil.

No desconocemos que los tributos han de preservar la capacidad productiva de un país. Ello también está entre los fines extrafiscales de los tributos.

Pero creemos que ello no debiera suponer la anulación del tributo, como sucede en nuestro caso, sino sólo su modulación.

El último motivo de desigualdad del que nos ocuparemos es el parentesco entre transmitentes y adquirentes al determinar el mismo la tributación en gran medida.

La consideración del parentesco está fundada en razones de afectividad, pero poco tienen que ver estas razones con la capacidad económica que, como hemos dicho, es la clave de bóveda constitucional de la tributación.

De una última cuestión relativa a la progresividad del impuesto nos queremos ocupar.

Se trata de su incremento en función del patrimonio preexistente del adquirente cuando éste rebase ciertos niveles, también condicionado al mismo tiempo por el parentesco.

A nuestro juicio, este incremento de la progresividad no está justificado porque la capacidad económica a tener en cuenta debería sólo venir referida al patrimonio transmitido y adquirido.

Cuando se transmite, a su vez, el patrimonio del ahora adquirente, lo que antes o después sucederá, será el momento para determinar la capacidad económica que su transmisión y adquisición representa.