Cuando las medias verdades son las peores fake news

Según el diccionario de la Real Academia Española, el término «posverdad» se define como la «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales» (aquí).

No es casualidad que este término entrase en el diccionario patrio en 2017 y fuera escogido como «la palabra del año» en 2016 por el diccionario Oxford (aquí). Y es que se trata de un concepto que, aunque se considera que tiene su origen a principios de la década de los noventa, comenzó a ganar popularidad a raíz de las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos y el referéndum británico sobre su salida de la Unión Europea; de hecho, Oxford justifica su elección en las estadísticas que demuestran que su uso se disparó a partir de mayo de 2016 (aquí su gráfico). Así, es bastante probable que las palabras «Trump» y «brexit» sean las que más veces hemos visto aparejadas con el concepto de noticias falsas; aunque también podríamos añadir «Rusia» y «Cataluña».

Sin duda, los cimientos de la posverdad son las famosas fake news, esas noticias falsas que pueblan los medios de comunicación y que nos ofrecen conclusiones sin ningún tipo de evidencia que las respalde. Las noticias falsas no son algo nuevo, pero preocupan, cada vez más, sus efectos. En ese sentido, dos importantes acontecimientos del periodismo español se han centrado sobre el tema este año: tanto el XIII Seminario Internacional de Lengua y Periodismo, como los Premios Internacionales de Periodismo Rey de España han considerado necesario reflexionar sobre este asunto. El resumen de las conclusiones de los dos eventos es prácticamente el mismo: las noticias falsas siempre han existido, el problema es que las redes sociales propician que la difusión sea hasta seis veces más rápida que mediante los medios tradicionales. Es más, según revela un estudio realizado por científicos del MIT y publicado en la revista Science, las noticias falsas se propagan más rápido que la verdad (aquí para conocer todos los datos del estudio). Deb Roy, jefe científico de Twitter y uno de los autores del estudio, señala que «de media, las informaciones falsas reciben un 70% más retuits que las veraces» (aquí).

El hecho de que a diario podamos toparnos con noticias falsas es, por tanto, una cuestión que debemos asumir como inevitable. En ese sentido, se escriben sobre cualquier tema: si bien las relacionadas con la política copan la mayor parte de los titulares, encontramos sobre alarmas terroristas, leyendas urbanas o desastres naturales. De mis preferidas de este año está el riesgo inminente de una megaerupción en el Teide que mantuvo preocupados a los turistas británicos durante unos días, gracias a las publicaciones de Express o The Sun  (aquí si quieres conocer más sobre cómo vamos a desaparecer en breve las islas Canarias).

No obstante, aunque las informaciones que publican mentiras son, evidentemente un problema, como sociedad tenemos una gran ventaja, puesto que, tal y como dice la sabiduría popular: «antes se coge al mentiroso que al cojo». Las mentiras son, dentro de lo que cabe, fáciles de desmontar; no hace falta un gran sentido crítico para percatarse de ellas, puesto que la realidad nos da de frente: podríamos llegar a creernos durante unos minutos que un terrorista está atropellando personas en nuestra ciudad, pero, con encender la televisión o ponerse en contacto con la policía, veríamos enseguida qué es lo que está pasando. Sin embargo, son mucho más preocupantes las medias verdades, las que podríamos denominar noticias falseadas. El gran peligro que tenía la noticia sobre la erupción del Teide, por ejemplo, era que, si obviamos las fotos recicladas del volcán Kilauea, los datos que aportaba eran verdaderos. Objetivamente la información sobre el gran número de sismos de los que se hacían eco los tabloides era cierta, puesto que habían sido detectados por el Instituto Volcanológico de Canarias. Por eso, las noticias podían ofrecer respaldo veraz a sus conclusiones, lo que provocaba que fuera más fácil influenciar sobre los lectores. En cualquier caso, esconder una lengua de fuego volcánico es difícil y por eso estas pseudonoticias sobre catástrofes naturales son menos creíbles. Sin embargo, ¿qué sucede cuando estamos hablando sobre cuestiones visualmente mucho más difíciles de desmontar?

El verdadero peligro que nos acecha como sociedad, y que, en mi opinión, sobre todo los juristas deberíamos tratar de evitar caer en él, son todas aquellas noticias falseadas -en las que se sobreentiende el deliberadamente falseadas– que se esconden tras medias verdades y condicionan los grandes debates políticos. De hecho, uno de los mayores riesgos que corremos es asumir que este «asunto de mentiras» solo afecta a las grandes masas y que todo es un problema de no hacer un uso responsable de las redes sociales.

Todo lo contrario, a diario aseveraciones tajantes permean los más altos círculos del país y provocan que la polémica gire en torno a verdades que no lo son. Aunque pudieran parecer detalles menores, se trata de una cuestión fundamental, por ejemplo, dejar claro que no es lo mismo delito que fraude fiscal; o por qué el debate sobre la Nación no puede consistir en si nos convertimos en un estado federal o no, puesto que el concepto, en sí, no implica necesariamente cambios. Al final, una a una, noticias de estas características condicionan los debates más importantes y generan opinión pública fundada en argumentos no del todo ciertos (en este blog ya se ha hablado sobre la importancia de no dejarse llevar por «lo que se dice» para juzgar temas importantes: aquí). Y es que, por retomar el inicio, son estas medias verdades las que van creando la posverdad.

En definitiva, la posverdad supone edificar una realidad paralela a la verdad o, tal y como destaca la definición de la RAE, distorsionar deliberadamente una realidad. Pero, ¿por qué tienen tanto éxito las noticias falseadas? ¿Cómo es posible que esa edificación se sostenga con unas bases tan poco sólidas? Pues bien, la respuesta a estas preguntas la debemos buscar en lo que destaca la definición inglesa: «relating to or denoting circumstances in which objective facts are less influential in shaping public opinion than appeals to emotion and personal belief». En ese sentido, el autor estadounidense Ralph Keyes publicó, en 2004, un libro titulado The Post-truth Era, en el que la definió de una forma muy visual con la metáfora «prolongación sentimental de la realidad». La posverdad no trata tanto de mentiras, como de emociones.

Las noticias falseadas tienen éxito porque apelan a nuestros sentimientos y a los constructos sociales que vamos creando con base en prejuicios y desinformación. Según el filósofo Grayling, el éxito de la posverdad radica en nuestro narcicismo, ya que considera que el lema de nuestro tiempo es «mi opinión vale más que los hechos» (aquí). Esto tiene una relación directa con el sesgo de confirmación, ese concepto estudiado en psicología que describe la tendencia por la que buscamos información que confirme nuestras ideas preconcebidas y rechazamos aquella que no las apoye. Esto explica por qué retuiteamos más las noticias que nos hacen sentir respaldados en nuestras opiniones: nos gusta tener razón. Esta conclusión es coherente con otra de las afirmaciones del estudio científico antes citado que señala que, no podemos culpar a los bots cuando somos los humanos los mayores responsables del éxito de estas noticias.

Esto último nos lleva a concluir que, aunque entidades tan dispares como la ONU, Facebook o la UE están tratando de tomar medidas al respecto, no debemos engañarnos: no son soluciones tecnológicas lo que necesitamos. La posverdad no es más que el síntoma de un mal cuya única cura es la educación y… reflexionar antes de compartir.