Lecciones de ética política: la venta de armas a Arabia Saudí

Como conoce todo buen aficionado al cine, el poco escrupuloso director de periódico Walter Burns (interpretado por Walter Matthau en Primera Plana) terminó dando clases de ética periodística en la Universidad de Chicago, por lo que no podemos descartar que algunos ministros de nuestro actual Gobierno terminen haciendo lo propio en un plazo breve, especialmente tras reconsiderar la anulación de la venta de las bombas láser a Arabia Saudí como consecuencia de la amenaza de esta última de cancelar en ese caso la compra de cinco corbetas y algunos otros contratos (como el AVE a La Meca o el metro de Riad). No se trata de ninguna ironía, porque es precisamente cuando uno afronta estos temas difíciles cuando percibe que la ética es algo más que un señuelo electoralista.

Efectivamente, tras el anuncio de la ministra de Defensa, Margarita Robles, y la rápida respuesta de Riad, el Gobierno declaró que la decisión no estaba tomada y decidió constituir una Comisión interministerial para buscar una solución. La Comisión ha debido trabajar en un tiempo record, porque un día después se decidió entregar los misiles y desactivar así la “crisis diplomática”. Mientras tanto, Podemos, por boca de su secretario de organización y también por la del Alcalde de Cádiz, advertía del dilema imposible que supone “vender armas o comer”. En un sentido parecido se pronunció Susana Díaz y, por supuesto, los empleados de Navantia.

Planteemos con precisión el “dilema”: por un lado nos encontramos con una dictadura implacable, con un amplio historial de violación de derechos humanos, involucrada en una guerra de agresión en Yemen, en la que la utilización de las armas vendidas por España puede causar incontables víctimas inocentes; por otro, con un contrato con la empresa Navantia en torno a los 1800 millones de euros para la fabricación de cinco corbetas que implican unos 6.000 puestos de trabajo en una zona muy necesitada de ellos (la bahía de Cádiz), y con otros contratos multimillonarios como el del AVE o el del metro de Riad.

Pues bien, lo primero que un futuro profesor de ética debe conocer, por muy asombroso que parezca a primera vista, es que la ética no sale gratis. En la actualidad nos cuesta mucho comprenderlo, quizás porque los profesores de ética empresarial y Responsabilidad Social Corporativa intentan seducir a sus clientes afirmando que si son éticos ganarán más dinero; o quizás porque nos hemos habituado a sermonear a nuestros hijos diciendo que si son buenos les irá bien profesionalmente;  o mejor aún, porque la ética es hoy, especialmente en la política, un sofisticado instrumento de retórica demagógica con el que demonizar las ideas ajenas y santificar las propias, esas que, inevitablemente, nos conducirán a la felicidad.

Desgraciadamente, esta idea es incorrecta. No digo con ello que Cicerón, empeñado en aproximar la honestidad con la utilidad, no tenga parte de razón –la ética reporta dividendos, por supuesto- sólo que esos dividendos no se corresponden necesariamente con los que aparecen en la cuenta de resultados de las empresas, al menos a corto plazo. Comportarse de forma ética supone en demasiadas ocasiones asumir un sacrificio material inevitable, de difícil o imposible compensación crematística (JulianBaggini, CorporateCharacter). Y en eso consiste precisamente el mérito de la postura ética, en aceptar el sacrificio material en función de un interés superior, pues sin ello el gesto no tendría ni color especial ni valor alguno.

Lo segundo que el futuro profesor de ética debería conocer, es que las repercusiones materiales de nuestras decisiones no influyen necesariamente en su valoración ética. Es muy tentador afirmar, “si no vendemos armas a ese dictador, los franceses o los americanos lo harán”. Pero el rehusar hacerlo, aunque tal efecto no se evite y Arabia Saudí siga bombardeando autobuses con niños, no es menos valioso: hace una declaración, demuestra qué tipo de personas somos, y quizás ese ejemplo ayude –puede que no ahora, pero en el futuro- a cambiar las cosas. Del dilema del prisionero solo se escapa cuando una persona ética está dispuesta a asumir el coste inicial de dar el primer paso (J.R. Lucas, Responsibility).

Lo tercero que el futuro profesor de ética debería conocer es que la decisión ética (vender o no vender) no puede limitarse a ella misma ni contemplarse jamás de manera aislada, sino que exige asumir una completa responsabilidad por sus efectos. El dilema no es entre matar niños en Yemen o condenar al hambre a trabajadores en Cádiz. Si el Gobierno de España toma esa decisión, todos los españoles debemos asumir el coste correspondiente en función de nuestras capacidades, por un evidente principio de responsabilidad colectiva, no solo algunas empresas o algunos españoles. Al igual que con el problema de la sanidad universal, la opción está entre ser menos humanitarios o un poco más pobres colectivamente. Es imposible entender la responsabilidad sin referencia a la justicia distributiva, es decir, sin referencia al reparto de cargas entre los ciudadanos (Peter Cane, Responsibility in Law and Morality). También por eso necesitamos más Europa, para que el reparto de cargas se corresponda con el conjunto de valores e intereses al que verdaderamente pertenecemos.

La última consideración que el futuro profesor de ética debe tener en cuenta es la legislación al respecto. Muchas veces la ética exige más que el Derecho, pero raramente menos, especialmente en una democracia. El art. 8 de la Ley 53/2007, de 28 de diciembre, sobre el control del comercio exterior de material de defensa y de doble uso, prohíbe conceder autorizaciones de venta de armas cuando puedan ser utilizados de manera contraria al respeto debido y la dignidad inherente al ser humano, con fines de represión interna o en situaciones de violación de derechos humanos. En el Derecho todo es interpretable, pero al interpretarlo de una manera u otra podemos ser más o menos éticos…

En fin, lo que está claro es que el Gobierno y algunos partidos políticos que se han pronunciado al respecto han decidido en este caso no ser éticos. El coste monetario de la decisión sobrepasa, en su opinión, los beneficios espirituales derivados de adoptar la postura éticamente correcta.  Es una decisión comprensible, y lo cierto es que siempre ha estado muy generalizada en este mundo. Pero si uno quiere ser un buen profesor de ética política debería reconocer que aquí no hay “dilema” ético posible. La indudable honestidad de Walter Burns consistía, al menos, en hacer una cosa y explicar a sus alumnos la contraria.