Prácticas restrictivas de la libre competencia promovidas por la Administración al contratar. ¿Por qué un caso de Ocean´s eleven y no de Ocean´s twelve en la licitación de servicios informáticos por parte del sector público? (I)

I.                    Cuando la actuación pública lesiona la libre competencia.

A estas alturas no es posible dudar lo más mínimo de que cuando las organizaciones del sector privado promueven o incurren en prácticas anticompetitivas deben ser declaradas culpables y sancionadas, en su caso, conforme al Derecho europeo y español de Defensa de la Competencia. Sin embargo, cuando dichas prácticas provienen de actuaciones de las Administraciones Públicas, el asunto se complica. Las conductas de organizaciones públicas o de órganos dependientes de Administraciones públicas tradicionalmente no han estado sujetas a la supervisión de las Autoridades de Defensa de la Competencia, salvo que se identificaran con una actuación empresarial y se integraran, por tanto, automáticamente dentro de la consideración de sujetos que ejercían una actividad como “operadores económicos”. Desde hace un tiempo ese tópico, – las Administraciones públicas ejerciendo de tales no pueden ser controladas por las Autoridades administrativas de Defensa de la Competencia -, ha empezado justamente a desaparecer.  En realidad, ha sido suprimido. Y ello en la medida que la legislación ha dispuesto nuevos mecanismos de control de carácter preventivo y represivo con los que se verifica precisamente ese tipo de supervisión: frente a actos y disposiciones administrativas, actuación, inactividad o vía de hecho contrarias al principio de libre competencia se ha establecido desde hace relativamente pocos años (art. 26 y ss. Ley 20/2013, de garantía de Unidad de Mercado) la posible reclamación e incluso impugnación por parte de la Comisión Nacional de los mercados y la Competencia (en adelante, CNMC). Más recientemente, la Ley 9/2017 de Contratos del Sector público (art. 132.3) ha venido a incluir otro mecanismo – esta vez de naturaleza claramente preventiva – para tratar de acabar con las licitaciones ilegales por contrarias al principio de libre competencia. Aunque esta previsión ya contaba con un contenido equivalente en la Disposición adicional 23ª del R.D. Legislativo 3/2011 por el que se aprobó el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público.

Es claro que estos mecanismos encuentran su antecedente en la propia legislación de Defensa de la competencia que desde 2007 prevé en los arts. 13.2 y art. 12.3 Ley 15/2007  (LDC)– éste último sustituido por el vigente art. 5.4 Ley 13/2013, de creación de la CNMC –  la impugnación por las Autoridades de Defensa de la Competencia de actos administrativos y de normas infralegales cuando impliquen, bien a nivel autonómico, bien a nivel estatal y/o europeo, restricciones a la competencia no amparadas por ley alguna.

Asimismo, han sido las propias Autoridades de Defensa la Competencia, respaldadas por los tribunales y con base en una interpretación extensiva de los posibles infractores de las normas de la competencia, las que han llegado a considerar culpables – aunque sin imponerles la correspondiente sanción – como sujetos “inductores” de conductas restrictivas de la libre concurrencia empresarial a organismos integrantes del sector público y a Administraciones públicas en su condición de tales y no de “operadores económicos”. Así lo declararon sendas resoluciones adoptadas por la Comisión Nacional de la Competencia: Resolución de 6 de octubre de 2011, (Expt. S/0167/09, Productores de Uva y Vinos de Jerez) y la Resolución de 27 de septiembre de 2013, (Expte. S/013/10, Puerto de Valencia). La primera de ellas ha sido además confirmada por el propio Tribunal Supremo (STS de 18 de julio de 2016, RJ20164363). Se trató, tanto en un caso como en otro, de actuaciones administrativas materiales imputables a órganos y sujetos integrantes del sector público. En el primer caso una Administración en sentido estricto: la Consejería de Agricultura y Pesca de la Junta de Andalucía, órgano del Consejo de Gobierno andaluz, en el segundo, un organismo público, que actúa bajo una forma personificada autónoma, la Autoridad portuaria de Valencia.  

Con esta clase de supuestos en los que se declara la responsabilidad de las Administraciones públicas infractoras, aun a título de colaboradores o inductores de conductas empresariales restrictivas de la competencia, se opta por un tipo de control que optimiza claramente el uso de los recursos materiales y personales empleados en la Defensa de la competencia. Y ello es así, porque al tiempo que se sanciona y disuade a las empresas privadas que operan ilegalmente en el mercado, se lanza un mensaje de control y disuasión a las personas que gestionan y asumen cargos en organizaciones públicas, pertenecientes en algunos casos en sentido estricto a la Administración. A estos efectos, resultaría todavía si cabe más disuasorio, que la declaración de responsabilidad llevara aparejada la correspondiente sanción. Esto en la práctica solo ha tenido lugar en supuestos de restricción anticompetitiva causados por conductas de las Administraciones locales en calidad de tales: así, entre otras, en la Resolución de 3 de marzo de 2009, de la CNC, Expt. 650/08, Ayuntamiento de Palma/EFMSA, de la que conoce la STS de 14 de junio de 2013, en la que “se sanciona” tanto a la empresa pública por abuso de posición de dominio como al Ayuntamiento que la controla; asimismo cabe reseñar la Resolución del Consejo de Andalucía de Defensa de la Competencia de 18 de junio de 2014, Expt. S/12/2014, Inspección técnica de Edificios de Granada, en la que se declara probada la existencia de una infracción del artículo 1 LDC con la firma de dos convenios consecutivos restrictivos de la libre competencia entre el Ayuntamiento de Granada y los Colegios Oficiales de Arquitectos y de Aparejadores. Igualmente “se sanciona” en ella a todos los sujetos intervinientes.

Las razones jurídicas que subyacen a esta imputación de responsabilidad y declaración de culpabilidad con respecto a sujetos del sector público o de la Administración se encuentran, por supuesto, en el concepto amplio de infractor que se utiliza en el Derecho de la competencia, tal como lo expresó la Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de julio de 2016 “lo relevante no es el estatus jurídico económico del sujeto que realiza la conducta sino que su conducta haya causado o sea apta para causar un resultado económicamente dañoso o restrictivo de la competencia en el mercado” (FJ 4º). En este punto, la sentencia de 18 de julio de 2016 se alinea con la jurisprudencia del propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea – por todas: STJUE de 22 de octubre de 2015 (C-194/14 P, AC-Treuhand AG) -. En definitiva, la explicación que cabe barajar para explicar este fenómeno, es que el juicio subsuntivo y de valor relativo a que la Administración actúa como poder público con incidencia económica (bien en ejercicio de su actuación material, bien como poder normativo, bien dictando actos jurídico-administrativos, o como contratante demandando bienes o servicios en el mercado) y no como “operador económico”, no constituye en la actualidad un obstáculo para la aplicación del Derecho de la competencia. Si hasta hace poco tiempo, de la praxis podía inferirse que la imputación a la Administración de responsabilidad por infracción de las normas de la competencia se realizaba sólo en los supuestos en los que actuaba como empresa u operador económico, entendiendo por tal aquel que ofrece servicios en el mercado – v.gr. Resolución de 2 de febrero de 2009, Expte. R 7/2008, del Tribunal Gallego de Defensa de la Competencia que fiscaliza el ejercicio directo por parte de la Diputación provincial de Lugo de los servicios de transporte fluvial de viajeros con embarcaciones de su propiedad -, esto ya no es así. De hecho, esto fue durante un tiempo admisible porque no resultaba excesivamente disfuncional, por cuanto se aplicaba en realidad una interpretación muy amplia, e incluso desvirtuada, del propio concepto de “operador económico”. En este concepto se subsumían supuestos fácticos muy discutibles. En este sentido pueden citarse, por ejemplo y sin pretensión de exhaustividad, la Resolución de 29 de marzo de 2000, Expt. 452/99, Taxi Barcelona, en la que se sanciona al organismo municipal encargado de otorgar las licencias de taxi y a la Entitat del Transport de Barcelona en la medida que no existía ninguna normativa que amparara el acuerdo que adoptaron de contingentar las licencias de autotaxi que trabajasen a doble turno entre las ya otorgadas; o la Resolución de 17 de mayo de 2008, Expt. 632/07, enjuiciada en la Sentencia de la Audiencia Nacional de 15 de enero de 2010, Jur 149796, sobre un convenio entre el Ayuntamiento de Peralta (Navarra), con una Asociación de feriantes, para el uso de espacios públicos excluyendo, sin cobertura legal, la utilización por terceros.  Estos supuestos se explican en la medida que el término de “operador económico” se habría estado empleando como presupuesto indispensable para proceder a la aplicación del Derecho de defensa de la competencia y, con ello, para imponer en el caso concreto las sanciones que la ejecución de esta normativa lleva aparejadas. En la actualidad, insistimos, esto, como se ha expuesto, ya no es ciertamente así. En un contexto en el que la cultura del respeto a la competencia no ha hecho más que evolucionar y expandirse, no cabe dudar de que la protección de la libre concurrencia empresarial, pilar de una economía de mercado, se proyecta sobre la actividad material, normativa y jurídico-administrativa de las Administraciones públicas en cuanto tales.

   En primer lugar, si la conducta administrativa ilegal por restrictiva de la competencia no se ha traducido en una actuación jurídico-administrativa, sino en una actuación material, de la que se ha seguido un comportamiento empresarial restrictivo de la competencia, no hay duda que la Autoridad de Defensa de la competencia debería, incluso con mayor motivo que si la actividad ha cristalizado en una actuación jurídico-formal, declarar la responsabilidad de la Administración en relación con esa conducta concreta e intimarla a su cesación – como de hecho sucedió en las citadas Resoluciones de la CNC, en la Resolución de 6 de octubre de 2011, (Expt. S/0167/09, Productores de Uva y Vinos de Jerez) y la Resolución de 27 de septiembre de 2013, (Expte. S/013/10, Puerto de Valencia)-. Recuérdese que la actividad material de la Administración no resulta necesariamente impugnable a efectos de imponer su cesación. No está en sí sometida a la presunción de validez de los actos administrativos (prevista en el vigente art. 39.1 Ley 39/2015). Además, ello resulta ser más rápido y efectivo que esperar a que los tribunales decidan por medio de una sentencia judicial o lleguen a adoptar una medida cautelar de suspensión previa a la misma – recordemos que ésta ya no es siempre automática por decisión del TC (STC 79/2017, FJ 17) que declaró inconstitucional tal previsión (art. 127 quater de la Ley 29/1998 introducido por la Disposición final 1ª Ley 20/2013) para el caso de la impugnación de actos, disposiciones o de actividad anticompetitivos de la Administración de las Comunidades-.

En segundo lugar, si la adopción de una norma infralegal o un acto administrativo, o incluso de un contrato traen consigo en la práctica restricciones empresariales a la libre competencia y ello no se encuentra amparado en una ley previa, tal y como dispone expresamente el art. 4.2 LDC y se deriva a sensu contrario del art. 4.1 LDC, tampoco es posible entender que el ordenamiento jurídico ofrezca cobertura a tal restricción. Desde la perspectiva jurídico-administrativa, además de que la norma o acto administrativo hayan de ser reputados ilegales y deban ser impugnados en vía jurisdiccional, es necesario que el control jurídico-administrativo que se verifique conduzca a una declaración de culpabilidad de la Administración. Distinto es el supuesto, y esto conviene aclararlo, en el que el control verifica exclusivamente la ilegalidad de la actuación formal administrativa por lesión del principio de libre competencia, sin que ello haya tenido todavía consecuencias relativas a desviar la actividad empresarial, esto es, cuando de esa ilegalidad no se haya seguido ninguna conducta empresarial restrictiva de la competencia. En esos supuestos, al no producirse infracción de las normas de Defensa la competencia, se activaría por parte de las Autoridades de Defensa de la Competencia un mero control de legalidad, un control abstracto, en cuyo caso no habría conducta antijurídica ni por ello necesidad de declarar la responsabilidad ni la culpabilidad de ningún sujeto, tampoco de la Administración.