Recensión: ‘El Abogado Humanista’

«Nieblas han podido existir en Londres durante siglos. Hasta me atrevo a decir que no han faltado nunca. Pero nadie las vio, y por eso no sabíamos nada ellas. No existieron hasta el día en que el Arte las inventó.»

La decadencia de la mentira, Oscar Wilde

 

(Inicialmente publicado como en Law Ahead-IE Law School: For a more humanistic advocacy)

 

Recuerdo perfectamente cómo, en mi etapa universitaria, el personaje interpretado por Henry Fonda en Doce hombres sin piedad me hizo comprender mejor que cualquier manual que, a menos que todos los ciudadanos fueran ejemplares, el jurado popular era una institución moralmente peligrosa.

A raíz de su tesis doctoral, Teresa Arsuaga, doctora en Derecho y especialista en mediación, publicó el año pasado un libro titulado El abogado humanista, cuyo título me cautivó al instante porque el ideal que dibujaba tenía a bien validar una intuición surgida al ver aquella película: existe un vacío moral en la práctica del Derecho.

Sólo en el año que ha transcurrido desde su publicación, a Teresa le ha dado tiempo a ganar el Premio Memorial Degà Roda i Ventura del Colegio de Abogados de Barcelona y a ser citada en varios periódicos de tirada nacional. Lo primero es, pues, felicitarla. Lo segundo, a lo cual procedo a continuación, es escribir una breve recensión de la obra.

Para tratar de comprender este ideal que plantea Arsuaga, tres preguntas se presentan como ineludibles: ¿qué función tiene el Derecho en nuestra sociedad? ¿Qué capacidad tiene un abogado para cambiar la vida de las personas? ¿Qué puede aportar el Humanismo a este respecto?

La Justicia, decía Ulpiano, es el arte de dar a cada uno lo suyo. En las democracias modernas, la Justicia se imparte con base en el Derecho, esto es, en el conjunto de normas que una sociedad se autoimpone para convivir en paz. El Derecho, como teoría, y la Justicia, como práctica («juzgar y hacer ejecutar lo juzgado», según el artículo 117.3 de la Constitución), son dos pilares fundamentales de la paz social. Por eso es crucial que el Pueblo, del que emanan la Ley y la Justicia (acudo de nuevo a la Carta Magna, artículos 1.2 y 117.1), confíe en la virtud de las mismas.

La impartición de Justicia sería imposible sin la intervención de determinadas personas, a las que Arsuaga convenientemente se refiere: jueces, abogados y fiscales. El modo en que intervienen esas personas en el proceso de dar a cada uno lo suyo se erige así como trascendental y, sin embargo, es el que más hemos desatendido.

Nuestro sistema jurídico, pese a la abundancia de sus normas y la deficiente calidad legislativa, es en general virtuoso. Nuestro sistema judicial, pese a la falta de medios y al cuestionamiento de su independencia como poder del Estado, es en general virtuoso. La práctica del Derecho, en parte a causa de unos incentivos inadecuados y en parte como consecuencia de unas dinámicas globales de más difícil comprensión –y solución–, es sobre todo mejorable.

Cualquiera que haya vivido la abogacía puede confirmar el angustioso predominio del mercantilismo en la misma. Claro que un abogado tiene que comer y que, por tanto, lo primero es conseguir clientes. Pero ello no obsta para que el abogado deba tomar conciencia de su propia importancia y de la necesidad de no banalizar su propio cometido al reducirlo simplemente al de ‘hacer dinero’. Como dice Michael Sandel en Justicia, todo ciudadano puede contribuir a mejorar la ética de la comunidad si simplemente reflexiona sobre si es justo, por ejemplo, decir siempre la verdad, ponerle precio a todo o saltarse la cola de un restaurante a cambio de una propina. Hemos de tomárnoslo en serio, porque el juez, el abogado y el fiscal, con su forma de pensar, pueden cambiar definitivamente la vida de las personas; bien colmarlas de júbilo, bien convertirlas en un auténtico infierno.

La calidad ética, de expresión y de pensamiento de estos profesionales es un asunto que nos atañe a todos: en nuestro nombre, ellos imparten Justicia y deciden sobre nuestras vidas. Si la moral es indisociable del ejercicio del Derecho, no podemos renunciar a su mejor realización y, por tanto, a plantear un ideal.

De hecho, ya hemos cometido varias veces el error de ceder la moral a las escuelas equivocadas, de forma pasmosamente trágica en el último siglo. Tras la Belle Époque, nuestra confianza inquebrantable en el progreso científico se vio sorprendido por la Gran Guerra. La separación entre moral y Derecho tomó un cariz espeluznante cuando el iuspositivismo se puso en manos de los nazis. Hoy, son ya muchas las voces (al último que leí fue a Rob Riemen, Para combatir esta era) que advierten de que esa misma separación, además de la existente entre Derecho y mercado y entre Derecho y tecnología, constituye una amenaza, y que la credibilidad que ciegamente concedemos al progreso científico y tecnológico, a expensas del moral, sólo puede combatirse volviendo al Humanismo.

Pero ¿qué puede entonces aportar el Humanismo a este respecto? Esto es lo que responde Arsuaga en su libro, y para ello acude a una corriente estadounidense llamada Law and Literature Studies y protagonizada por James Boyd White y Richard Weisberg, entre otros, que desde los años setenta no ha dejado de propagarse en las universidades. Valiéndose de las ideas de los clásicos griegos, los decimonónicos Dickens, Flaubert o Dostoyevski o los textos implícitamente jurídicos de Kafka o Camus, este curso, Derecho y Literatura –en realidad, una tesis explícitamente creada para derrocar la tesis imperante, la visión económica del Derecho–, pretende animar a los futuros juristas a ampliar su entendimiento de la realidad, haciéndoles partícipes de su inconmensurable complejidad.

Afortunadamente para la tesis, su aplicación resulta también rentable –no sólo ejemplar– para el profesional: no todos los abogados escriben, se expresan o negocian de la misma manera, por lo que, en resumidas cuentas, un abogado bueno es mucho mejor abogado si es humanista. En la medida en que el jurista trabaja con la palabra y lidia con textos, dilemas éticos y casos desconocidos y abstractos, la apertura a otras formas de pensar y de ver el mundo deviene enormemente eficaz para su oficio. Una educación humanista ayuda a comprender –y expresar– conceptos abstractos como la Justicia, la pobreza, el sufrimiento, el racismo, la desigualdad o el abuso.

¿Qué pretende, pues, El Abogado Humanista? Que el jurista logre una educación que le permita dominar el sistema para así evitar que el sistema termine dominándolo a él. Una sociedad compleja y abrumadora como la nuestra exige de los jueces, abogados y fiscales un esfuerzo adicional; exige abandonar la concepción imperante del Derecho, y sustituirla por una más crítica, moral, empática e imaginativa. Es por ello que Arsuaga propone sus «once lecciones para la formación humanista del abogado», en las que compendia los principios básicos que debe reunir aquel jurista que, por medio de un mejor conocimiento de su mundo, quiera comprometerse a ser un mejor profesional. Un proceso para el cual habrá de hacer uso de herramientas esenciales como el estudio de su entorno, el dominio del lenguaje, la empatía, la calidad de expresión y otras muchas.

Oscar Wilde (La decadencia de la mentira) decía que «la vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida», y lo decía porque nuestra limitada y particular visión del mundo nos es insuficiente para comprender sus infinitos matices: necesitamos del arte y de la imaginación para aprehender la realidad. De la misma forma, el ejercicio de la abogacía, cuando aparece desprovisto de un enfoque humanista, es peligrosamente insuficiente para la calidad humana de nuestra sociedad. Porque, si en Derecho todo es discutible, todo se ha de discutir de la mejor manera.