Artículo de nuestra editora Elisa de la Nuez en El Mundo: Transparencia y casa real

La decisión del legislador español en 2013 de incluir la Casa Real en la Ley de Transparencia tenía por objeto no confesado frenar el creciente desprestigio de la institución tras la cacería de Botsuana o el caso Urdangarin. La voluntad de ser transparente podía servir -pensó el legislador acertadamente- para revertir la desconfianza ciudadana y la caída de la valoración de la Monarquía. Y es que la transparencia es una fuente de legitimidad en la medida en que genera confianza en una institución al facilitar la rendición de cuentas y favorecer el control de su funcionamiento y del dinero público que se invierte en ella. Aunque existen otras fuentes de legitimidad, como pueden ser la dignidad, el prestigio o la auctoritas de su titular, en el siglo XXI resultan insuficientes si no van acompañadas de transparencia y de rendición de cuentas.

Otra consecuencia de la obligación de transparencia a la Casa Real es su aproximación al resto de nuestras entidades y organismos públicos, lo que exige repensar los límites de la crítica a la que se puede someter. Efectivamente, cualquier institución a la que se puede exigir rendición de cuentas (que es el fin para el que la transparencia sirve de medio) puede y debe de ser objeto de críticas fundadas por parte de la ciudadanía sin que haya que alarmarse por ello. Más bien hay que gestionarlas bien, aprovechando para mejorar su funcionamiento a la vista de las carencias que revelan. En este sentido, bienvenido sea el esfuerzo que se ha realizado para publicar en la web de la Casa Real cuestiones tales como los contratos que suscribe, los caterings que celebra, las recepciones que organiza o los convenios institucionales que firma. Aunque esta información pone de relieve la especificidad de la institución (normalmente nadie más contratará servicios de grabación de platería), también permite reconducir con normalidad su funcionamiento al del resto del sector público.

Por tanto, reconocer que la Monarquía, pese a su peculiaridad, tiene que ser transparente y que rigen para ella los mismos principios que para los demás organismos públicos es, sin duda, un avance. Porque la peculiaridad desde luego existe: nos encontramos con una institución muy poco juridificada, de carácter hereditario, en la que su titular, el Rey, es inviolable y no es responsable ni jurídica ni políticamente. Además, como jefe del Estado simboliza la unidad y la permanencia del Estado. Por último, ejerce una función arbitral y moderadora que es esencial para el buen funcionamiento institucional. Cabe preguntarse razonablemente si la exigencia de transparencia alcanza sólo a las funciones representativas y a la gestión del dinero público que recibe la Monarquía o también debe de predicarse de estas funciones moderadoras y arbitrales. A mi juicio, la contestación tiene que ser afirmativa dado que la opacidad en nada favorece a la institución como no favorece a ningún poder arbitral; de hecho, cuanta más información tengamos sobre esta actividad mejor podremos juzgar sus resultados.

Y es así porque en la práctica el Rey podrá cumplir su función arbitral mucho mejor cuanto mayor sea su auctoritas y su prestigio y estos, en el siglo XXI, dependen no tanto del pasado sino del presente, es decir, de lo bien que cumpla con este papel moderador . Básicamente, lo que justifica hoy la Monarquía no es el principio hereditario o incluso sus tareas representativas -siendo como son muy relevantes-, sino el que pueda servir de pieza fundamental del buen gobierno del Estado y como garantía de su neutralidad y del respeto institucional. Así ocurre en las monarquías parlamentarias del norte de Europa como Suecia o Noruega, países que ostentan las mejores puntuaciones en los rankings internacionales que miden no sólo la transparencia, sino también el buen gobierno, y debemos confiar en que así ocurra también en España. Hasta ahora hay muchos motivos para ser optimista: Felipe VI parece comprender y aceptar las nuevas reglas del juego.