Hoy paciencia, mañana presidencia

Al día siguiente de ganar las elecciones generales, la señora Frederiksen ya había recibido el encargo de la reina Margarita II de Dinamarca para formar gobierno, y desde entonces actuó como primera ministra interina hasta su elección definitiva la semana pasada. Semanas antes, Sánchez ya había vencido holgadamente en nuestros comicios sin que a día de hoy se haya celebrado todavía la sesión de investidura. Sólo anteayer supimos que podría ser presidente a finales de julio, casi tres meses después.

En los más de dos meses transcurridos desde que se celebraran las elecciones generales, el Congreso ha esperado con paciencia a que un candidato registrase su propuesta de ser presidente del Gobierno (artículo 170 del Reglamento del Congreso). Recordemos que el 28 de abril se celebraron elecciones generales, que el 21 de mayo se constituyeron las Cortes, que el 6 de junio Sánchez recibió el encargo del rey de formar gobierno y que la investidura será el 22 de julio. ¿Cómo es posible tanta procrastinación?

Las razones que permiten esta situación de parálisis institucional responden fundamentalmente a unos incentivos inadecuados en la Ley. Ni la Constitución ni las leyes fijan un plazo determinado para la celebración de la primera sesión de investidura tras las elecciones. Probablemente el Legislador optó por esta vía precisamente para conceder a los políticos una amplia flexibilidad para formar gobierno; se entiende que, antes o después, por lo menos alguno de los trescientos cincuenta se presentará a la investidura. Pero no tiene por qué ser así.

Es cierto que las elecciones locales, autonómicas y europeas del 26 de mayo convierten las generales del 28 de abril en unas un tanto atípicas: inevitablemente, los partidos proceden a la negociación de los distintos –múltiples– gobiernos a modo de pack, teniendo en cuenta todas las cartas de la baraja, desde la investidura del alcalde de Castilfrío de la Sierra hasta del hombre que ha de elegir un nuevo colchón para el Palacio de la Moncloa. Y todo ello retrasa el proceso.

Pero, primero, la conjunción de unos y otros comicios es una excepción –una casualidad, como poco– y, segundo, ello no obsta para que puedan preverse sistemas más beneficiosos para el bolsillo de los ciudadanos; preferiblemente uno que no permita –incluso aliente, bajo determinadas circunstancias– que, mientras el país aguarda impaciente, los partidos no se vean forzados a investir cuanto antes un presidente, que es lo suyo.

Rajoy ya se había acogido a este vacío legal durante el primer semestre de 2016, lo que terminó en una legislatura fallida (la XI) y una repetición de elecciones, casi en unas terceras. No tuvo prisa –para las cuestiones de paciencia no tenía rival– en dejar pasar el tiempo mientras el resto se desgastaba. Dejó que Sánchez se agotara en una sesión de investidura sin posibilidades de prosperar. Dejó que Ciudadanos firmara un acuerdo que le haría mala prensa por la presencia, aun secundaria, de Podemos. Dejó que Podemos muriera de éxito. Y, cuando llegó el momento oportuno –para sus intereses, claro está–, convocó nuevas elecciones y así reforzó su posición para repetir como presidente. Ese proceso, totalmente estéril desde el punto de vista institucional, duró casi un año y tuvo a Rajoy como único beneficiario.

Es posible que ahora Sánchez pretenda hacer algo parecido, más aún si precisamente ayer el CIS (no hará falta que recuerde que está dirigido por el exsecretario de Estudios y Programas de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE) publicaba uno de sus –ahora mensuales– barómetros, en el que pronosticaba una subida del PSOE y una simultánea bajada de Unidas Podemos en caso de segundas elecciones, al 39,5% y al 12,7%, respectivamente. Esta información, fidedigna o no, pudiera generar en el presidente en funciones unos incentivos similares a los de Rajoy.

Nada tiene de extraño que un político utilice los mecanismos que tiene a su disposición para explotar al máximos sus intereses. Lo criticable es que se utilicen de un modo un tanto perverso en beneficio propio y sin costes para uno, pero sí para los demás. Convendría, por ejemplo, fijar un plazo máximo en la ley para lograr una investidura desde la celebración de las elecciones, a fin de acelerar el proceso en la medida de lo posible.

Y es que, por el momento, van sesenta y seis días de una espera costosa para los ciudadanos que, además, muy bien podría ser más larga y costosa; de hecho, algunos medios aseguran que, en opinión del señor Iglesias, la elección del señor Sánchez puede perfectamente esperar hasta la vuelta de las vacaciones de verano, mientras que este último aboga por repetir elecciones si en julio no es investido.

En todo caso, en la sesión de julio Sánchez necesitaría del Congreso de los Diputados una mayoría absoluta (176 votos a favor) en una primera votación. En caso de no alcanzar esa mayoría, se produciría una segunda votación a las cuarenta y ocho horas (ex artículo 99.3 de la Constitución), en la que Sánchez podría ser elegido presidente con una mayoría simple (es decir, más síes que noes).

En caso de que ambos intentos resultasen fallidos, la parálisis institucional se prolongaría por lo menos hasta septiembre: comenzaría entonces a correr el plazo de dos meses que marca el artículo 99.5 de la Constitución) para elegir un presidente.

Si también transcurriesen esos dos meses sin haberse elegido a ninguno, se convocarían nuevas elecciones en algún día de noviembre. Ello no significaría otra cosa que, en beneficio exclusivo de unos grupos políticos y en detrimento de otros (y probablemente sin opción de modificar sustancialmente la actual distribución de escaños), un derroche de dinero público y seis meses de parálisis de los mercados y las instituciones: los cincuenta y cuatro días que han de transcurrir entre la convocatoria y la celebración de elecciones (artículo 42.1 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General); el número indefinido de días que ha de transcurrir entre la celebración de elecciones y la primera sesión de investidura; y los dos meses que, en su caso, han de transcurrir entre esa primera sesión de investidura y hasta que, en caso de fracaso, se convoquen automáticamente nuevas elecciones. La ley fija dos de esos tres plazos, el tercero queda suelto.

Al menos ahora ya sabemos que va a tener lugar una primera investidura, pero, insisto, por poder, podrían ser muchos más millones y muchos más meses: un vacío en la ley permite que el plazo entre la celebración de elecciones y la primera sesión de investidura corra ad infinitum, más concretamente hasta que alguien se presente a la sesión. Pero ¿y si nadie se presentara nunca?

 

 

Imagen: Economía Digital.