Contra el consumidor irresponsable

Una adecuada educación es la base de cualquier sociedad sana. Y un pilar de esa educación es asumir que hay que hacerse responsable de los propios actos.  Esta máxima es aplicable a cualquiera de las facetas de la vida, entre las que se incluye la de ser consumidor. Se nos habla continuamente de la necesidad de un “consumo responsable”,  pero poco de la necesidad de que el consumidor mismo asuma sus consecuencias.

Y es que en España, especialmente en materia hipotecaria -haciendo gala, todo hay que decirlo, de nuestra tradicional generosidad legislativa y jurisprudencial- se está transmitiendo en nuestra opinión una idea muy perniciosa a medio y largo plazo, la de que al consumidor le tienen que proteger todos –instituciones públicas, empresas y profesionales-, todos… menos él mismo.  La noción que se está imponiendo legislativa y jurisprudencialmente es la de que el consumidor es alguien pasivo, que no tiene tarea alguna que hacer en la comprensión de los actos y contratos que firme, porque la transparencia es cosa de los demás y el Estado le protegerá de todas maneras. Es el  “consumidor irresponsable”.

No se trata en ningún caso, como es obvio, de criticar o desactivar los mecanismos de protección de la parte débil contractual a la hora de negociar con las entidades financieras, que son absolutamente necesarios.  Aquí estamos hablando de algo más de fondo: de educación. De qué mensaje se está le mandando al consumidor por parte del legislador y de muchas sentencias del Tribunal Supremo, que -en nuestra opinión- es un mensaje que no educa sino todo lo contrario, maleduca. Porque educar (sea a un niño o a un ciudadano adulto) es, entre otras cosas, transmitir que en la vida hay no solamente hay derechos, sino también obligaciones, y que, si no cumples tus obligaciones, las consecuencias son atribuibles solamente a ti.

Que en España, por las trifulcas políticas de los últimos veinte años, se está descuidando alarmantemente la educación lo conocemos todos. Basta echar un vistazo a los reiterados Informes PISA que se publican de forma periódica. Los sucesivos cambios legislativos -consecuencia de la hasta ahora tradicional alternancia en el gobierno central entre PP y PSOE- y las competencias autonómicas mal ejercidas y peor controladas por la inspección general educativa han causado la catástrofe educativa en la que estamos inmersos. Además, la peculiar evolución sociológica de la ciudadanía actual, con una alarmante pérdida de valores y referencias  éticas y morales, está haciendo el resto. Todo eso lleva a que la gente considere normales cosas que hace unos años sonrojarían a cualquier ciudadano: declarar públicamente que uno no se ha enterado de los contratos que firma, denunciar falsamente a profesionales o empresas sólo para intentar cobrar de sus seguros de responsabilidad civil, engañar con tranquilidad al fisco o a la Seguridad Social, o incluso mentir en denuncias o declaraciones judiciales para sacar unos euros a su banco o a su empresa. 

Es cierto que, en un país libre, la gente tiene derecho a vivir de una forma despreocupada, o incluso directamente irresponsable. Como tantas otras elecciones que hacen las personas a lo largo de su trayectoria vital, se trata de una opción del modelo de vida que cada uno quiere experimentar. Allá cada cual con sus decisiones. Pero eso debe suponer también cargar con las consecuencias de las mismas. Porque lo que no es nada normal es que quienes optan legítimamente por la irresponsabilidad como modelo de vida exijan luego al Estado -o sea a todos nosotros- una protección desmesurada, que implique que les saquemos con el dinero público de los líos en los que su despreocupación les ha metido. Eso no supone solo irresponsabilidad sino un exceso intolerable. Por todo ello es bastante peligroso el mensaje que algunas resoluciones judiciales o actos legislativos recientes están transmitiendo a los ciudadanos: “cuanto menos te enteres de lo que haces más te voy a proteger, porque tú nunca tienes la culpa de nada, ni siquiera parcialmente. Y muchos ciudadanos, claro, se aprovechan. Unos por iniciativa propia y otros estimulados por despachos que han hecho de la reclamación su “modus vivendi” y un muy lucrativo negocio.

En ocasiones, el consumidor se convierte en una especie de Doctor Jekyll y Míster Hyde, como consecuencia tanto de los mensajes que se le mandan como de su falta de límites éticos personales. A la hora de contratar no hace un particular esfuerzo por comprender, a pesar de que en la documentación recibida -no siempre fácil- aparecen todos los datos, y que él mismo insiste en otorgar el negocio. Pero al cabo de los años negará haberse enterado, negará que se le haya informado y negará lo que haga falta, porque su despacho de abogados así se lo aconseja y el mensaje que llega desde el Estado va por ahí: si dices que no te enteraste, aunque tu actitud fuera voluntariamente pasiva, puede que recibas un premio.

Insistimos para que no quede ninguna duda: no se trata de que no se reclame todo aquello a lo que se tenga derecho, o que se exija el cumplimiento de las leyes en materia de defensa del consumidor. Eso se da por supuesto y hay que defenderlo de manera firme. Aquí estamos hablando de educación, tema esencial y de fondo. La etapa adolescente es muy importante en el proceso de maduración de una persona, y se suele caracterizar en el plano negativo, entre otras cosas, por una falta de asunción de responsabilidades: nunca la culpa es de él, sino del mundo que le rodea.  Por eso es tan necesaria una educación que le señale cuáles son los caminos correctos y los límites éticos. El consumidor irresponsable es un adolescente que no ha madurado y quienes deberían educarle le animan a seguir así.

Una sociedad civil fuerte requiere ciudadanos maduros, que sepan defender sus derechos, que reclamen frente a los abusos y las injusticias, pero también que no esperen que todo el mundo les defienda menos ellos mismos y, sobre todo, que asuman sus propias responsabilidades.

Un bloqueo institucional reversible (reproducción de la tribuna de nuestra editora Elisa de la Nuez en El Mundo)

Son muchas las reflexiones que pueden hacerse del sorprendente bloqueo institucional que vivimos en España desde las últimas elecciones generales, o para ser más exactos, desde que se rompió el bipartidismo en 2015. Desde entonces ha habido tres generales y una moción de censura, y periodos de tiempo muy prolongado con gobiernos en funciones, con lo que eso supone desde el punto de vista de la gobernabilidad. Recordemos que su función principal es hacer el traspaso de poderes al nuevo Ejecutivo, evitando que se produzca un vacío de poder; de ahí que, como recuerda la Ley del Gobierno, deben limitar su gestión al despacho ordinario de los asuntos públicos y no puede adoptar otro tipo de medidas, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general. Y es lógico puesto que un Gobierno en funciones no goza de la confianza de las nuevas Cámaras. El presupuesto es que un Gobierno esté muy poco tiempo en funciones. Pero Rajoy en 2016 gobernó en funciones durante 316 días y el actual Gobierno de Pedro Sánchez lleva ya en funciones desde las elecciones del 28 de abril. Y más allá de haberse fijado una fecha por fin para la votación de investidura, las previsiones no son buenas.

Lo cierto es que el sistema político español parece incapaz de compatibilizar la gobernabilidad con el pluripartidismo. Hay muchos factores que lo explican, aunque no por eso la situación resulta menos preocupante. Se pueden mencionar, en primer lugar, los factores estratégicos; la coincidencia temporal de las generales con las autonómicas y locales que ha priorizado los pactos regionales y municipales sobre los nacionales; la renuncia de Ciudadanos a funcionar como partido bisagra -que fue el papel que desempeñó de forma fallida con el acuerdo con Sánchez que no consiguió la abstención de Podemos y después con éxito con el Gobierno de Rajoy gracias a la abstención del PSOE- , lo que ha dejado vacío un espacio que en un entorno tan fragmentado resulta crucial para facilitar la gobernabilidad; la presencia de unos cuantos partidos antisistema en el Parlamento, con un número nada desdeñable de escaños, lo que plantea el debate de si es preferible integrarlos en los acuerdos o hay que vetarlos y levantar un cordón sanitario, obviando la cuestión de que un cordón sanitario se le impone a sus votantes puesto que son partidos legales aunque no sean constitucionalistas, como han puesto de relieve las peculiares fórmulas empleadas por sus diputados para la toma de posesión.

Cabe también añadir que el pluripartidismo ha acentuado no solo la fragmentación sino también la polarización, dado que los partidos tienden necesariamente a buscar una mayor diferenciación de sus competidores electorales, poniendo el foco sobre las diferencias y atenuando las semejanzas, que suelen ser mucho mayores de las que se muestran a los votantes. Por otro lado, los nuevos partidos en cuanto a su estructura y democracia interna, compiten en hiperliderazgos con los viejos partidos, teniendo aparentemente las mismas o mayores dificultades que ellos para integrar corrientes minoritarias o discrepantes o para contar con las voces críticas que, como ha ocurrido con Íñigo Errejón, han tenido que formar su propia plataforma electoral. Por último, también los propios líderes tienen que marcar diferencias entre sí, máxime cuando todos son hombres de la misma generación y la mayoría con carreras políticas dilatadas y algunos, como Sánchez o Rivera, curtidos en la adversidad política.

En todo caso, hay que tener presente que el pluripartidismo se mueve dentro de un sistema político cuyos incentivos institucionales no han variado y eso explica muchas cosas. Esos incentivos, que no suponían problemas en épocas de bipartidismo imperfecto, como demuestra la gran estabilidad de los Gobiernos hasta 2015, ahora sí lo son. El factor institucional es muy relevante por la sencilla razón de que las reglas del juego que tenemos no ofrecen incentivos suficientes para la formación de Gobiernos en un entorno fragmentado y permiten con facilidad el bloqueo que padecemos. No es casualidad que sea más fácil alcanzar acuerdos en ayuntamientos, donde si no hay un acuerdo que alcance la mayoría absoluta gobierna automáticamente la lista más votada, o en comunidades que sí cuentan con los incentivos correctos. En cambio, en el ámbito estatal hay que mencionar la falta de previsión de un plazo para presentarse a la investidura, lo que permite posponer sine dia ese momento si el aspirante a presidente del Gobierno no lo considera oportuno por no tener garantizada la mayoría a favor. Recordemos lo que ocurrió cuando Rajoy se negó a presentarse tras las elecciones de 2015, lo que provocó un primer bloqueo institucional que solo se resolvió tras la presentación fallida de Sánchez a la investidura y la convocatoria automática de elecciones a los dos meses, tras ponerse en marcha el calendario electoral.

Por tanto, mientras no se cambien estos incentivos -y hay muchas propuestas encima de la mesa, algunas bastante razonables como copiar la fórmula del Parlamento vasco en que los diputados solo pueden votar a favor del candidato a lehendakari o abstenerse, pero no votar en contra-, hay que seguir funcionando con las reglas de juego que tenemos. De ahí la necesidad de apelar a la responsabilidad de todos porque es urgente que las instituciones funcionen. Ahí tenemos el ejemplo de Cataluña como aviso de navegantes de lo que ocurre cuando un bloqueo se cronifica, un Parlamento no legisla y un Gobierno no gobierna, todo ello combinado con la agitación de la calle.

Pero conviene no olvidar el factor cultural que suele ir unido al institucional. Es cierto que los ciudadanos (según el útimo CIS) no habían estado tan preocupados por sus políticos desde 1985; pero no lo es menos que no parecen haber castigado en las urnas las estrategias de polarización, de vetos cruzados y del no es no desplegadas ampliamente en la campaña electoral, que permitían augurar un escenario como el que vivimos de no darse, como estaba pronosticado, una mayoría absoluta. Al contrario, algunos partidos pueden interpretar razonablemente sus resultados como un aval a sus propuestas de vetos o de no alcanzar determinados acuerdos. Y ahora pueden decir que no cambiar de estrategia para facilitar la gobernabilidad es una prueba de lealtad al electorado. Y, sin embargo, este tipo de actitudes -o de coherencia mal entendida- lleva al bloqueo si, como ha ocurrido, los pactos resultan ser imprescindibles para la gobernabilidad. En un escenario pluripartidista los vetos y las promesas a priori de no pactar con unos u otros -y todo ello con independencia de los acuerdos programáticos, por cierto, que son los grandes olvidados- deberían ser mirados con desconfianza por un electorado que aspire a gobiernos estables, porque las dos cosas pueden llegar a ser sencillamente incompatibles como estamos viendo.

Por último, convendría no olvidar la llamada de atención de Levitsky y Ziblatt en su espléndido libro Como mueren las democracias; si convertimos -aunque sea retóricamente y en campaña electoral- al adversario político en un enemigo con el que no es posible pactar nada y al que hay que impedir a toda costa que llegue al Gobierno (porque de hacerlo se presume que acabará con los consensos básicos establecidos) estamos minando la esencia misma del sistema democrático. En este sentido, la responsabilidad de los dirigentes es muy grande. Si ellos colaboran y alcanzan acuerdos el mensaje que se lanza a la sociedad es muy claro: los pactos entre adversarios no solo no son peligrosos sino que son posibles y son fundamentales para alcanzar gobiernos estables. Este mensaje me parece clave en una sociedad en la que no existen graves fracturas, como ocurre en otros países, por cuestiones de raza, religión o incluso clase social. El ejemplo de Cataluña es un aviso a navegantes. La fractura social creada lo ha sido de arriba abajo y no a la inversa. En definitiva, si la polarización -como pienso- es inducida por la clase política y se debe, sobre todo, a razones ideológicas y partidistas debería ser más fácilmente reversible con unos líderes responsables. En otro caso, las consecuencias para la propia democracia pueden ser muy graves.

Propuestas para un nuevo sistema de partidos políticos

Nuestra actual Constitución, votada en referéndum por las personas que tenían derecho a voto en diciembre de 1978, consagra en su artículo sexto el denominado “Estado de partidos”. Literalmente, el mencionado precepto de la carta magna proclama que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.

En el constitucionalismo contemporáneo, se considera que el “Estado de partidos” es la forma que adoptan los actuales Estados constitucionales, comprometidos con el principio democrático, garantista de la participación política, en los que los partidos políticos protagonizan prácticamente la totalidad de la actividad política, con el objetivo de superar períodos constitucionales anteriores en los que los partidos políticos no actuaban con relevancia electoral y parlamentaria.

Sobre la participación en la vida política, y la tensión ciudadanos/partidos políticos, el jurista austriaco Hans Kelsen (1881-1973) elaboró el fundamento filosófico del “Estado de partidos” con esta reflexión: “es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado y que, consiguientemente, la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos; de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan, en forma de partidos políticos, las voluntades coincidentes de los individuos. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos”.

Varias décadas después, con la experiencia de observación de la actividad de los partidos políticos, y de su supuesto (y exigido por la actual Constitución) funcionamiento y estructura interna democráticas, creo que estamos ante una crisis del elaborado doctrinalmente y consagrado constitucionalmente “Estado de partidos” (políticos). Esa tesis de Hans Kelsen, y del constitucionalismo contemporáneo del pasado siglo, creo que está superada, y es poco democrática.

Estudios sociológicos reiterados señalan a dichas entidades políticas y a sus líderes como problemas para la ciudadanía, cuando deberían ser considerados parte de la solución a los problemas que padecemos. El reciente estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas del pasado mes de junio lo ha vuelto a poner de manifiesto. Además, las tasas de abstención electoral son otro elemento que nos lleva a plantearnos la duda sobre la efectividad de esa casi exclusividad, monopolio, en la representación política por parte de los partidos políticos.

Sin duda uno de los mayores problemas para la consideración como realmente democrático del actual sistema de partidos políticos es la ausencia aún de un sistema de listas abiertas, que posibilite a la ciudadanía realmente elegir a nuestros representantes. El sistema de primarias implantado progresivamente por los partidos políticos es sin duda un avance, pero vemos que en la práctica real no deja de ser una variante de las decisiones de las cúpulas de los partidos, e incluso directamente decisiones personales del dirigente máximo, pidiendo a posteriori que los afiliados o inscritos den o no el visto bueno, cuando no flagrantes incumplimientos de los supuestos de primarias que se aprueban en los documentos internos de los partidos políticos.

Se imponen reformas constitucionales para una mayor participación democrática. La ciudadanía, a título individual, la que no participa, ni quiere participar, en la vida interna de los partidos políticos, también tenemos derecho a ser relevantes en el sistema de representación política, pero no para decidir sobre opciones electorales cerradas y bloqueadas. Queremos votar, pero también, y sobre todo, queremos elegir a las personas concretas que serán nuestros representantes públicos en las instituciones democráticas.

En este final de la segunda década del siglo, los partidos políticos deben dejar de ser el monopolio de la vida política. Es un error su concepción de que representan en exclusiva la voluntad del pueblo. Las Constituciones del siglo XXI deben introducir en sus reformas mecanismos de participación política que sitúen a la persona en el centro del sistema democrático, con el objetivo de conseguir de nuevo la afección de la ciudadanía a la actividad política, tan necesaria para luchar por los objetivos del Estado social, con la igualdad real como fin último del constitucionalismo y de la democracia.

La reforma judicial polaca era contraria al derecho de la Unión Europea

Hace algunas semanas conocimos la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) de declarar la polémica reforma judicial llevada a cabo por el gobierno polaco contraria al derecho de la Unión.

Como recordarán, la razón del procedimiento judicial iniciado por la Comisión Europea (CE), tras haber resultado ineficaz el requerimiento efectuado al gobierno para que rectificase, fue impugnar la decisión del gobierno de Polonia, encabezado por el partido Ley y Justicia, de reducir a 65 años la edad de jubilación de los jueces del Tribunal Supremo (Sąd Najwyższy) y aplicar dicha medida a los jueces del Tribunal en ejercicio, nombrados antes de la reforma, incluyendo a la Presidenta del referido Tribunal, atribuyendo al Presidente del país, la decisión de prorrogar en el cargo a los jueces que lo solicitaran. Hay que señalar que la regulación previa a la reforma, permitía a los jueces del Supremo el continuar en su cargo hasta los 70 años, prorrogables, a su voluntad, hasta los 72 años. Además, el propio presidente del Tribunal Supremo era elegido por un periodo de 6 años.

La Comisión consideró en su recurso que con esta reforma se vulneraba la tutela judicial efectiva y la independencia del Tribunal Supremo, y en concreto, el art. 9.1 del Tratado de la Unión Europea (TUE), en relación con el art. 47 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

Junto con la demanda, la Comisión solicitó en su día medidas provisionales, pidiendo la suspensión cautelar de la aplicación de los artículos de la reforma denunciados, así como la adopción de medidas para que los jueces afectados pudieran continuar en el ejercicio de sus funciones, y la abstención del nombramiento de nuevos jueces para el Tribunal Supremo, ni de nuevo presidente. Las solicitadas medidas fueron estimadas por el TJUE el pasado 19-10-2018 con carácter provisional, y de manera definitiva, en fecha 17-12-2018, como ya comenté en este artículo.

En lo atinente al recurso, al cual, por cierto, se unió Hungría en apoyo de las pretensiones de Polonia, el gobierno polaco alegó que el recurso se había quedado sin objeto, puesto que las leyes impugnadas habían sido derogadas y todos sus efectos eliminados, mediante la modificación de la norma que se aprobó el 21-11-2018, curiosamente tras estimar el TJUE las medidas provisionales solicitadas por la CE.

La Comisión mantuvo el recurso, y el propio TJUE recordó a Polonia que el incumplimiento se debe apreciar al tiempo de la finalización del plazo otorgado por la CE en el dictamen motivado enviado al país supuestamente incumplidor, instándole a adoptar las medidas necesarias para cumplirlo, el cual, en el presente caso, transcurrió en fecha del 14-9-2018, no teniéndose en cuenta los cambios posteriores. Para el Tribunal consta acreditado que en dicha fecha, todavía estaban en vigor las normas impugnadas, por lo que el procedimiento judicial debía continuar.

En cuanto al fondo del asunto, el Tribunal de Justicia comienza reivindicando el principio de inamovilidad  de los jueces, como una de las principales garantías de la independencia y libertad de los propios jueces. El cual tiene como fundamento que “puedan permanecer en el ejercicio de sus funciones en tanto no hayan alcanzado la edad de jubilación forzosa o hasta que termine su mandato cuando este tenga una duración determinada”. Al respecto, considera el TJUE que ese principio sólo puede ser no respetado cuando haya motivos legítimos e imperiosos que lo justifiquen y siempre que se apliquen proporcionalmente.

Polonia justificó su decisión por motivos de armonización de la edad de jubilación de los jueces con la aplicable al conjunto de los trabajadores del país. Sin embargo, por el Tribunal se pone en cuestión que ese sea la verdadero finalidad de esta reforma y no el intento de apartar a un determinado grupo de jueces de ese Tribunal (no hay que olvidar que afectaba a un tercio de los magistrados, incluida la Presidenta). Asimismo, recuerda que esa medida iba acompañada de la concesión al Presidente de la República de la “facultad discrecional” de conceder o no las prórrogas, cuando fueran solicitadas por los propios magistrados. Esto último, considera que pone en duda que el objetivo de la medida fuera armonizar la edad de jubilación de los jueces del Alto Tribunal con la de los trabajadores del resto del país.

Al respecto, concluye el TJUE considerando que, efectivamente, la decisión del gobierno polaco de reducir la edad de jubilación a 65 años y aplicarla a los jueces en activo que superaban dicha edad, no estaba justificada por ningún objetivo legítimo y violaba el principio de inamovilidad de los jueces, contraviniendo el artículo 19.1 del TUE.

En segundo lugar, el Tribunal entró a valorar si el otorgarle al Presidente de la República la decisión de prorrogar o no a los jueces en su cargo infringía igualmente el referido precepto. Al respecto, refiere que otorgar tal facultad al Presidente no supone per se una violación automática del principio de independencia judicial. Si bien, establece que las condiciones o normas que regulen la decisión de conceder la prórroga deben impedir que haya “dudas legítimas en el ánimo de los justiciables en lo que respecta a la impermeabilidad de los jueces de que se trate frente a elementos externos y en lo que respecta a su neutralidad con respecto a los intereses en litigio”.

Pues bien, para el TJUE la nueva ley que fue aprobada no satisface tales exigencias, ya que la decisión del Presidente es puramente discrecional y no está supeditada a ningún criterio objetivo, no debe estar motivada y contra la misma no cabe recurso alguno. Ni siquiera el supuesto informe objetivo que debe recabar el Presidente del Consejo Nacional del Poder Judicial, objetiva esa decisión, ya que dicho órgano debe ser independiente del poder ejecutivo y legislativo, y a juicio del Tribunal no lo es, ya que en sus dictámenes ni siquiera debía motivar su decisión. Por lo que el Tribunal de Justicia entiende que la indicada potestad del Presidente “puede suscitar dudas legítimas” en los ciudadanos en cuanto a su valoración de la imparcialidad de los jueces.

Por último, ante la justificación del gobierno polaco de que esa facultad del presidente es similar a la que existe en otros Estados miembros, el Tribunal arguye que aunque otro país incumpliera lo dispuesto en el artículo 19.1 del TUE, al igual que Polonia, lo cual está por ver, “un Estado miembro no puede basarse en un eventual incumplimiento del Derecho de la Unión por parte de otro Estado miembro para justificar su propio incumplimiento”.

En definitiva, el TJUE entiende que la modificación legal de la Ley del Tribunal Supremo polaco, vulnera, igualmente, lo dispuesto en el art. 19.1 TUE, al igual que la aplicación de la reducción de la edad de jubilación a los jueces en ejercicio, nombrados antes de la aprobación de la ley.

Más allá de la importancia de la decisión final tomada por el Tribunal de Justicia sobre la reforma llevada a cabo por el gobierno polaco, bajo mi punto de vista, resulta más destacable el hecho de que la decisión del propio TJUE de suspender cautelarmente la aplicación de dicha norma, unido a la presión de la CE y del resto de Estados miembros, a excepción de Hungría y algún otro, provocó que el propio gobierno polaco diera marcha atrás en su polémica reforma, incluso antes de la sentencia definitiva.

Estamos ante otro ejemplo de que la UE, que es en muchos aspectos mejorable, en otros es claramente útil, y tiene herramientas para hacer respetar los valores de la Unión, consagrados en el artículo 2 del TUE, entre los que está el Estado de Derecho, frente a cualquier atisbo de injerencia de partidos claramente antidemocráticos que lleguen al poder en alguno de los Estados. Lo cual es una buena noticia.

Recientemente, acabamos de conocer que la CE ha abierto un nuevo frente contra Polonia, por otro aspecto polémico de su reforma judicial, que permite investigar disciplinariamente y en última instancia, sancionar a los jueces por el contenido de sus decisiones judiciales. De momento la Comisión ha compelido al gobierno polaco a retirar dicho régimen disciplinario en un plazo de 2 meses, al considerar que “menoscaba la independencia judicial de los jueces polacos y no da garantías suficientes para protegerlos del control político” y es contraria al propio art. 19 TUE. Veremos si en esta ocasión, el gobierno de Polonia rectifica a tiempo o, nuevamente, tiene que ser el TJUE el que le obligue a hacerlo.

 

Imagen: El País

Las dimisiones en los nuevos partidos y el problema de la democracia (o “no serás Solón, debes ser Sócrates”)

Posiblemente la filosofía occidental se originó reflexionando sobre una intuición que parece muy actual: la posible incompatibilidad entre verdad y democracia.

Los griegos eran muy conscientes que decir la verdad  -lo que ellos denominaban “parresía”  (decir veraz)- era una actividad de elevado riesgo personal, especialmente en la esfera política, que podía fácilmente costarle a uno la vida. Sabían que la propia estructura de la democracia no facilita la parresía. Los que adulan al pueblo y saben manejar sus sentimientos más primarios son escuchados y seguidos, mientras que los que les dicen cosas verdaderas pero aburridas o desagradables son apartados, a veces violentamente. Si al portavoz de la verdad le interesa su propia supervivencia -física, o al menos espiritual- lo más prudente es quedarse al margen de la lucha política.

La originalidad de Sócrates, sin embargo, es que llegó pronto a la conclusión de que la parresía política no solo era algo peligroso, sino sobre todo inútil. O, más bien, era inútil por demasiado peligrosa.  En la Apología explica  cómo si tiempo atrás se hubiera dedicado a la política estaría muerto desde hace mucho, y muriendo es claro que no hubiera podido hacer nada positivo por sus conciudadanos. Así que comprende que, si quiere ser útil a la ciudad, no debe pretender ser Solón, el gran legislador de Atenas, sino ser simplemente Sócrates: cambiar la parresía política por otro tipo distinto de parresía, quizás a la larga más eficaz.

Su parresía  no se ejerce, por tanto, en la asamblea, sino en las calles, interpelando a políticos y ciudadanos, demostrando que el verdadero enemigo de la ciudad es el prejuicio, el razonamiento mal formulado, las opiniones asumidas porque las dice alguien que se supone con autoridad, pero no sometidas a crítica ni discusión. Precisamente porque él sabe que no sabe nada (al menos nada que no haya sometido al logos) es el hombre más sabio de Grecia. Su misión es educar a políticos y ciudadanos para que la democracia sea mejor, quizás en la siguiente generación, quizás en la centésima.

Hoy estamos en esa centésima generación y la cosa no parece haber mejorado mucho. No solo en España, sino en todas partes, el que maneja los sentimientos más primarios es recompensado y el que pretende matizar y distinguir en búsqueda de la verdad es apartado. Es cierto que el portavoz de la verdad ya no se juega su supervivencia física, pero sí la política o profesional. Y eso ocurre tanto fuera como dentro de los partidos. Amber Rudd, una de las principales políticas del partido conservador británico, antigua defensora de permanecer en la UE e incluso de un segundo referéndum, actualmente apoya decididamente la posibilidad del no-deal. Simplemente, porque a la vista del casi seguro triunfo de Boris Johnson como nuevo Primer Ministro, sus posibilidades de permanecer en el gabinete pasan por cambiar de Verdad, sin más.

Si esto ocurre en el Reino Unido, qué decir en España, con sus listas cerradas y sus cúpulas monolíticas. En consecuencia, la cuestión que se plantea el político honrado (dejemos aparte al advenedizo) es qué resulta más conveniente: ¿adaptarse y sobrevivir renunciando hoy a la verdad, para luchar mañana por ella en la medida de lo posible, o defenderla  y morir inmediatamente (en un sentido político) por su causa? Qué es políticamente más eficaz, ¿navegar ahora discretamente con la esperanza de construir a la larga una posición política que permita luchar por la verdad en el futuro con cierto éxito, o consumirse inmediatamente en un gesto, sincero, pero inútil?

Depende. ¿De qué depende? Depende de la madurez de la organización, por un lado, y de la vocación personal, por otro.

Si la organización es pequeña y se encuentra dominada por el fundador, las posibilidades de resistencia interna son muy escasas. Los fundadores no suelen ser tontos y adoptarán las medidas políticas y estatutarias precisas para cortar de raíz cualquier conato de construir una corriente interna o polos autónomos de poder, aunque el precio que se pague sea a medio plazo la autodestrucción. Pero si la organización tiene ya una dimensión importante, tal cosa es mucho más difícil. En una organización de cierto tamaño las resistencias se generan por añadidura, y el siempre coyuntural líder sabe que su misión es gestionarlas de manera inteligente y no pretender laminarlas. Cualquier sobreactuación corre el riesgo de alimentar lo que se quiere combatir.

En consecuencia, el político honesto que quiere luchar por la verdad lo primero que debe hacer es evaluar en qué tipo de organización se encuentra. Si es del primer tipo (dominada por el fundador) lo recomendable es inmolarse de manera inmediata, porque el esfuerzo inútil solo conduce a la melancolía. No obstante, hay que estar muy convencido tanto de esa condición, como de la irrevocabilidad de la trayectoria decidida por el líder, porque toda renuncia no hace otra cosa que alimentar la deriva de la cúpula frente a la cada vez más débil resistencia, y convertirse así en una profecía autocumplida.

Pero aun tratándose de una organización ya con cierta estructura capaz de generar resistencias, la opción contraria de resistir adaptándose al ambiente tampoco resulta siempre preferible, puesto que en última instancia también depende de la vocación del sujeto en cuestión. En los partidos, especialmente en los nuevos, hay gente con vocación política y otros que tienen vocación de servicio público, pero no propiamente política. A estos últimos se les puede exigir un compromiso, sin duda, pero siempre dentro de los límites de la razonabilidad y de la coherencia con el proyecto.

Frente a ellos, el político vocacional que quiere convertir la política en su profesión, debe asumir que al partido se llega llorado de casa. Va tener que tragar muchos sapos (es decir, transigir a menudo con la verdad) y es lógico que así sea. Está en una carrera de fondo, que puede ganar o perder, pero la carrera le gusta. La política profesional no es para cualquiera con vocación de servicio público, por mucho talento que tenga. Es solo para los que reciben la llamada, y tienen estómago para digerirla, claro.

A los demás, a los que no quieren o no pueden ser Solón, siempre les quedará ser Sócrates, que tampoco es mala cosa. En la calle, en los foros, en los periódicos, en la academia, su misión consiste en ser vocero de la verdad y contribuir a que el ciudadano, el cargo público más importante en una democracia, forme mejor su criterio y no se deje atrapar tan fácilmente por las malas opiniones y la manipulación de sus emociones. Si la democracia va a sobrevivir, verdaderamente necesitaremos muchos Sócrates. Papel que, por cierto, no deja tampoco de tener su peligro, como él mismo demostró….

 

Seguridad jurídica, análisis económico del derecho y la nueva ley reguladora de los contratos de crédito inmobiliario

La regulación vigente hasta el pasado día 15 de junio en materia de préstamos hipotecarios demostró sobradamente su incapacidad para canalizar los conflictos sociales, jurídicos, y económicos que se desataron a partir de la crisis inmobiliaria. La preocupación por el incremento de los desahucios, la discusión acerca de la validez de determinadas cláusulas por falta de transparencia o sobre quién debe pagar los gastos notariales o registrales, el baile de la yenka acerca del sujeto pasivo legalmente obligado al pago del ITPAJD son demostración suficiente de cuán necesario era poner fin a una situación que generó tensiones sociales y perplejidad jurídica.

La Ley 5/2019, de 15 de marzo, reguladora de los contratos de crédito inmobiliario (LRCCI) ha supuesto un giro de timón. No sólo representa el cumplimiento de la obligación de transponer la Directiva 2014/17/UE, sino también la actualización y adecuación de la regulación este producto financiero tan vinculado con el acceso a la vivienda en un entorno sociológico en el que tradicionalmente ha primado la vivienda en propiedad frente a la alquilada.

Ya están en el mercado monografías que analizan con detalle la LRCCI. Una de ellas son los Comentarios a la Ley Reguladora de los Contratos de Crédito Inmobiliario (Wolters Kluwer) en la que han participado una veintena de especialistas y que me ha brindado la oportunidad de referirme a algunas cuestiones que considero relevantes y de las que en esta entrada quiero destacar una: la necesidad de reconocer cómo, desafortunadamente, sobre cuestiones de la trascendencia económica, empresarial, social, política y, por supuesto, legal, como la referida a los préstamos inmobiliarios, juristas y economistas emplean categorías, conceptos, terminologías y hasta metalenguajes tan distintos que impiden el aprovechamiento recíproco de las “sinergias” derivadas de estudiar un mismo objeto. Afanados en sus respectivos corpus doctrinales y metodológicos, los estudiosos de la economía y el derecho en ocasiones parecen siguen líneas paralelas que se resisten a cruzarse.

Las reformas legislativas y los remedios judiciales con los que se han tratado de aliviar las causas y las consecuencias de la crisis inmobiliaria se han justificado con argumentos relacionados con la justicia social y la equidad (lo que los economistas denominan razones distributivas) pues, como ya se decía en la glosa medieval del Digesto, “primero fue la justicia y luego el derecho, pues la primera es la madre del segundo”.

Sin negar lo anterior, también conviene recordar que no es sólo por razones distributivas por lo que se deben promover reformas (como la que representa la LRCCI). Los argumentos basados en la defensa de eficiencia económica también pueden tener un papel relevante en el debate.

Conviene recordar, a veces a contracorriente, que no resulta imprescindible acogerse siempre a justificaciones basadas en la equidad para defender la necesidad de incorporar elementos tuitivos en la legislación. En numerosas ocasiones, la intervención pública, ya sea por la vía legislativa, reglamentaria, supervisora o judicial, se comprende y analiza mejor cuando se toma en consideración que uno de sus objetivos primordiales es corregir situaciones ineficientes cuyas consecuencias distributivas son, además, inasumibles desde la perspectiva de la justicia.

Un ejemplo, extraído del derecho de la competencia, ayuda a entender este matiz. Prohibir los acuerdos colusorios, luchar contra el abuso de posición dominante o someter a control las concentraciones económicas no son sólo respuestas a cuestiones distributivas tendentes a defender a los consumidores frente a los empresarios. Su objetivo es remediar las ineficiencias asignativas que se generan y de las que la sociedad, en su conjunto, es perdedora neta. Es precisamente por esta razón por lo que la ley admite, por ejemplo, pactos colusorios si estos, amén de otros requisitos, “contribuyen a mejorar la producción o la distribución de los productos o a fomentar el progreso técnico o económico” (art. 101 TFUE).

Volviendo a la LRCCI, el legislador se refiere en varias ocasiones el impulso a la seguridad jurídica como uno de los beneficios de la nueva regulación, lo que sensu contrario, implica reconocer que en el contexto hipotecario la seguridad jurídica no ha estado adecuadamente garantizada en el pasado reciente.

Para el economista, la seguridad jurídica tiene características de un bien público puro, como lo es también la defensa nacional o la representación diplomática (todos somos sus beneficiarios sin que sea factible excluir de su disfrute a quien no hubiera pagado por ella). Su ausencia tiene costes para la sociedad, unos costes que, además, pueden ser estimados usando técnicas cuantitativas adecuadas. Impulsar la seguridad jurídica exige que los legisladores traten de desterrar, o al menos reducir significativamente, las ineficiencias provocadas por las regulaciones inadecuadas y, con ello, liberando recursos que son susceptibles de ser empleados en actividades creadoras de riqueza y bienestar.

A fortiori, el fallo de mercado que en economía se conoce como ausencia de mercados completos impide que los agentes puedan reducir, trasladar o eliminar ese riesgo (regulatorio) a cambio del pago de un precio cierto (una prima de seguro). Esta consideración refuerza el protagonismo de los poderes públicos, legislativo, ejecutivo y judicial, a la hora de corregir ese fallo. Y es que, como afirma el adagio económico “todo tiene un coste, nada hay gratis” (There ain’t no such thing as a free lunch).

El análisis económico del derecho, una disciplina que se encuentra en la encrucijada entre el análisis jurídico y la ciencia económica, podría ser el catalizador que podría impulsar el necesario análisis multidisciplinar del que en buena medida adolece el derecho español y europeo. Se afirmado con razón que “casi todos los que se han movido entre Norteamérica y Europa comparten la sensación de que mientras el análisis económico del derecho es vibrante, generalizado y dominante en las Facultades de Derecho norteamericanas, apenas está presente en las europeas” (enlace aquí). El análisis económico del derecho se ha convertido en EE UU en un elemento destacado y hasta predominante, en el conjunto de herramientas empleadas por la doctrina jurídica, en la que abundan las referencias a conceptos como “eficiencia”, “costes”, “economía” o incluso a “Coase” (en honor al premio Nobel Ronald Coase, uno de los padres de la disciplina). A conclusiones parecidas se llega al constatar cómo las ideas y métodos del análisis económico del derecho se van incorporando a la práctica forense (norteamericana) sólo cuando los jueces y magistrados se familiarizan con ellos a través de una formación adecuada (enlace aquí).

Profundizar en ese cruce de caminos requiere, por un lado, acercar a los juristas a los conceptos económicos básicos que subyacen a los elementos teleológicos de las normas; y, por otro, convencer a los economistas de que el derecho es el principal sistema formal de incentivos que condiciona las decisiones económicas de los individuos. Este empeño en analizar los problemas sociales, jurídicos y políticos desde una perspectiva interdisciplinar no es una manifestación del “imperialismo de la ciencia económica”. Tampoco es una amenaza frente a la tendencia a la especialización que caracteriza la práctica jurídica actual. Es, más bien, una forma avanzada de mejorar el conocimiento, las competencias y las herramientas de que disponen los profesionales encargados de prevenir y, en su caso, resolver las situaciones de conflicto a que las personas o los agentes económicos, llamémosles como prefiramos, se ven sujetos a lo largo de su vida. Y es que, en el ámbito del derecho privado, esas respuestas deberían combinar tres aspectos fundamentales: promover la justicia material, reducir la incertidumbre y favorecer la eficiencia económica.

Pese a la importancia de lo anterior, los hechos han vuelto demostrar cómo los argumentos técnicos, sean jurídicos o económicos, poco pueden hacer en un contexto institucional y político desfavorable. Que haya entrado en vigor el 15 de junio de 2019 una ley que debería haber sido adoptada y publicada “a más tardar el 21 de marzo de 2016” (art. 42.1 de la Directiva), prolongando la agonía de un diseño institucional inadecuado, lleva a pensar que los políticos y los legisladores consideran que aquello de que “todo tiene un coste” no es algo de su incumbencia.

 

Fotografía: Tierra Mallorca (www.tierra-mallorca.com)

El dedómetro: primeros avances, pocas sorpresas

El proyecto puesto en marcha por la Fundación Hay Derecho para medir el nivel de politización y amiguismo en la designación de los principales ejecutivos de organismos públicos, denominado “El Dedómetro”, avanza a buen ritmo gracias al trabajo de múltiples colaboradores. En esta primera fase el análisis se está centrando en empresas públicas, entes públicos empresariales, agencias y autoridades administrativas independientes vinculadas a la Administración General del Estado.

En numerosas ocasiones (por ejemplo aquí o aquí) los colaboradores de la Fundación han alertado del impacto negativo que tiene la selección del personal directivo de los organismos públicos por su afinidad política, por consolidar redes clientelares afines al partido o por mero amiguismo sobre la calidad de dichas instituciones. La falta de profesionalidad y meritocracia en las cúpulas directivas de los organismos públicos puede derivar en una gestión ineficiente de los mismos o, en el peor de los casos, pervertir su función original para poner el organismo al servicio del partido político que nombra a su principal ejecutivo.

El objetivo de la Fundación es contar con un amplio número de instituciones analizadas para poder analizarlas en su conjunto y en su contexto temporal y político. Pero mientras avanzamos en esta ardua tarea, queremos ir mostrando algunos de los resultados que estamos encontrando.

Una de las primeras instituciones analizadas ha sido la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD), autoridad pública independiente encargada de velar por la protección de datos personales y la privacidad de los ciudadanos. La designación del director/a de este organismo está regulado por el Real Decreto 428/1993, de 26 de marzo, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia de Protección de Datos. El artículo 14 recoge que el director/a es nombrado por el Gobierno, mediante Real Decreto, a propuesta del Ministro de Justicia, de entre los Miembros del Consejo Consultivo y que su mandato tendrá una duración de cuatro años desde su nombramiento. El artículo 15 desglosa los motivos de su cese, que solo pueden ser por la expiración de su mandato o por petición propia. El mismo artículo otorga al Gobierno la potestad de separar al director/a de su cargo antes de expirar su mandato solo por incumplimiento grave de las obligaciones del cargo, incapacidad sobrevenida, incompatibilidad o condena por delito doloso. Por tanto, la designación del director/a de la AEPD se encuentra, a priori, protegida de los vaivenes políticos con mandatos de duración fija. De esta forma se intenta asegurar la independencia y objetividad de la agencia respecto a otros poderes públicos. Obviamente, en el momento en el que el mandato llega a su fin, el partido en el gobierno tiene la potestad de designar uno nuevo, entrando de nuevo en juego la tensión entre meritocracia y politización.

La creciente preocupación de los ciudadanos sobre su privacidad, motivada por escándalos en el uso de datos personales como el protagonizado por Facebook y Cambridge Analytica, ha hecho que la actividad de la AEPD haya crecido notablemente en los últimos años como puede comprobarse en su última memoria. Aunque no contamos con datos concretos sobre la valoración que los ciudadanos otorgan a esta institución, el tratamiento periodístico de la misma suele ser muy positivo, destacando su labor sancionadora ante abusos en la utilización de los datos personales por parte de empresas u otras entidades. En este sentido parece que no ha habido grandes problemas en su gestión, por lo que cabría pensar que su dirección ha estado en manos de profesionales sin mayores intereses que velar por el cumplimiento de su propia misión.

A lo largo de su historia la AEPD (creada en 1992 y funcionando desde 1994), ha contado con seis directores. En el análisis de los cuatro últimos descubrimos que tres de ellos fueron nombrados por el gobierno de turno tras haber desempeñado puestos de responsabilidad en el partido de gobierno o altos cargos en la propia administración, como por ejemplo Director de Gabinete del Ministro de Justicia (encargado de realizar el nombramiento).

Si bien es cierto que la formación académica y trayectoria profesional previa a la designación de los tres directores más politizados (todos licenciados en Derecho y con experiencia en gestión pública) podrían ser suficientes para dirigir con éxito la AEPD, ninguno destacaba por ser especialista en protección de datos.

Esto podría ayudar a explicar algunos informes especialmente polémicos de la Agencia en los últimos 10 años. Así, por ejemplo, algunos informes de la AEPD han servido para avalar prácticas relativas al uso de datos personales por parte del gobierno que había nombrado al director encargado de emitir dicho informe (por ejemplo, el informe que en 2010 avaló el tratamiento de datos de SITEL, Sistema de Interceptación de Comunicaciones que protagonizó una fuerte polémica política entre PP y PSOE) o prácticas que afectaban a toda la clase política, como el que autorizaba con restricciones a los partidos políticos a recabar información sobre las opiniones políticas de los ciudadanos para utilizarlos en las campañas electorales, autorización finalmente anulada por el Tribunal Constitucional.

La pregunta del millón es: ¿es necesario contar con directivos especialistas en las áreas de actuación de las instituciones públicas? Nosotros entendemos que sí, ya que el conocimiento previo de la materia sobre la que tiene que gestionar sin lugar a dudas contribuye a fortalecer el papel de la institución y centrarse en sus objetivos sin injerencias políticas, mientras que la utilización de las mismas para colocar a amigos o miembros del partido sin ninguna vinculación con la actividad de la institución es un clavo más en el ataúd donde reposa la calidad de nuestras instituciones, calidad que muy pocos políticos están interesados en resucitar.

Villarejo, el BBVA y los problemas del gobierno corporativo

A principios de este mes el juez de la Audiencia Nacional, Manuel García Castellón, citó a declarar a petición de la Fiscalía Anticorrupción a una serie de directivos y ex directivos del BBVA. Entre ellos, estaban el ex consejero delegado Angel Cano y el ex jefe de seguridad y ex comisario Julio Corrochano. Se les investiga por los delitos de cohecho activo y descubrimiento y revelación de secretos. Todo ello deriva del contrato suscrito en 2004 entre el BBVA y una empresa de Villarejo (siendo presidente Francisco Gonzalez). El contrato buscaba realizar una vigilancia a las personas relacionadas con el intento de Sacyr de tomar el control de la entidad. Como consecuencia de la cual, se llegó presuntamente a intervenir ilegalmente más de 15.000 llamadas de miembros del Gobierno, instituciones reguladoras, empresarios y periodistas.

El punto relevante, como es obvio, es hasta qué punto se conocían en el Banco, y por quién, los métodos utilizados por Villarejo.

La prensa ha destacado lo asombrosamente despacio que va la investigación interna en el BBVA, o el hecho de que mientras continua tanto la investigación judicial como la interna los directivos imputados continúen en sus puestos. Pero lo verdaderamente interesante es lo que este caso revela sobre las deficiencias del gobierno corporativo y la extraordinaria similitud entre el funcionamiento de las grandes corporaciones y nuestros partidos políticos. En ambos el poder absoluto se concentra en la cumbre y se confunden los interés particulares con los colectivos. Se diseña también el sistema para que las responsabilidades por las decisiones no lleguen arriba (conforme a la conocida teoría del fusible), y se confunde la responsabilidad penal con la política o empresarial.

La operación Sacyr no tuvo nunca mucho fundamento sólido y no hubiera llegado jamás a ningún lado. Pero la idea extendida en ese momento (real o ficticia) de que contaba con el decidido apoyo del Gobierno de Zapatero, debió crear –por lo que parece- cierta sensación de pánico en la dirección del Banco. Esta debó sentirse personalmente amenazada.

Recordemos que una toma de control accionarial con el correspondiente cambio de la dirección es un avatar completamente neutral para la sociedad. Esto es así incluso si el Gobierno pretende presionar en ese sentido a los accionistas de una empresa tan fuertemente regulada como es un Banco. Al fin y al cabo ese dato es uno más del mercado a tener en cuenta por los accionistas (otro tema es la responsabilidad política de ese Gobierno, si tal cosa fuera cierta, cuestión grave pero que no tratamos aquí). Por lo que, en conclusión, es muy discutible que la dirección pueda emplear recursos de la empresa para defender una posición personal.

Esta tendencia hacia la patrimonialización de la organización por su cúpula ha sido constante en nuestros partidos políticos, los viejos y los nuevos, y lo que demuestra es la absoluta inoperancia de los controles internos. Nadie está dispuesto a asumir el coste de decir no, por mucho que haya puestos diseñados para cumplir ese propósito. La concentración de poder en la dirección es tan fuerte que el objetor o disidente es laminado sin contemplaciones. No existen contrapesos reales que puedan servir de freno al apabullante poder de hecho de la dirección. Parece que en el gobierno corporativo ocurre exactamente lo mismo.

Claro que podría pensarse que esa sumisión a la voluntad de la cúpula debería pagarse luego, máxime en un caso, como parece que es este, en el que se han cometido ilegalidades penales. Y no meramente irregularidades mercantiles. Tal cosa sería una suerte de incentivo a posteriori para decir no. Pero la realidad lo desmiente, porque para eso tenemos (además de los seguros) la teoría del fusible, de la que ya hemos hablado en este blog con ocasión de la famosa caja B del Partido Popular y la sentencia de la Audiencia Nacional sobre la trama Gürtel.

Como sabemos, la defensa oficial del Sr. Rajoy consistió en afirmar que él no sabía nada de nada. Que nunca se ocupó de temas económicos y que lo único que pudo ocurrir es que ciertas personas abusaron de su confianza. De ello deducía que no debía asumir ninguna especial responsabilidad penal y, en consecuencia, tampoco política. Para conseguir este objetivo se diseñó un sistema en el que el tesorero no rendía cuentas oficialmente a nadie. De tal manera que, como ocurre con los fusibles, fuese el único quemado en caso de cortocircuito.

En el caso del BBVA la defensa de la dirección es obvia: se encargó un trabajo de investigación, es cierto, pero la manera en la que se desempeñó aquella en la práctica quedó fuera de su control. Al menos del control de aquellos no institucionalmente encargados de auditarla. Este planteamiento coloca en una posición difícil al Sr. Corrochano. Este puede haber sido designado para cumplir en este caso la función de fusible, pero pretende dejar al margen a los demás.

Todavía es muy pronto para opinar con fundamento de este caso, porque el procedimiento judicial está todavía en sus inicios. Pero aun cuando no se llegasen a asignar (más allá del fusible) responsabilidades penales en el proceso, es indudable que la responsabilidad empresarial seguiría existiendo. Como la política, comparte la cualidad de ser objetiva. Simplemente, porque cuando se contrata a un personaje como Villarejo, uno debe estar en condiciones de asumir el resultado, cualquiera que este sea.

Exhumación de Franco: ¿necesidad o chapuza?

El pasado 4 de junio la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo decidió por unanimidad suspender los Acuerdos (aquí y aquí) adoptados por el Consejo de Ministros para exhumar a Francisco Franco Bahamonde y trasladarlo al cementerio de El Pardo-Mingorrubio, en lo que constituye el último de los obstáculos al Gobierno de Pedro Sánchez en su intención de sacar del Valle de los Caídos al que fuera Jefe del Estado Español.

En su Auto, el TS, que se cuida mucho de no entrar a valorar todavía el fondo del recurso contencioso-administrativo de la familia Franco, se limita a resolver si procede o no estimar la medida cautelar de suspensión de los Acuerdos atendiendo al criterio de preservación de la finalidad legítima del recurso ex art. 130.1 LJCA; es decir, valorando cuáles serían las consecuencias si no suspendiese cautelarmente la exhumación y dentro de unos meses, una vez consumada ésta, estimase el recurso en cuanto al fondo y obligase a deshacerla.

Realizando esa aséptica aproximación a los hechos, el Tribunal concluye que, si bien nada impediría que en ese caso los restos del dictador fuesen trasladados de nuevo al Valle de los Caídos, esto «comportaría un muy grave trastorno para los intereses públicos encarnados en el Estado y en sus instituciones constitucionales», razón por la cual la Sala decide estimar la solicitud de la familia Franco y suspender cautelarmente la exhumación.

Una decisión en apariencia coherente, sencilla y prudente que si bien pudiera parecer superficial, no está exenta de ser interpretada como un adelanto del fallo que el Tribunal dictará dentro de unos meses, porque aunque la Sala se afana en asegurar que su decisión se basa únicamente en la finalidad legítima y la necesidad de proteger el interés general (art. 106.1 CE), el contenido del Auto parece esbozar una valoración del fumus boni iuris o apariencia de buen derecho de las pretensiones de la familia Franco: (i) la inconstitucionalidad del Real Decreto-Ley 10/2018, de 24 de agosto, que habilitó la exhumación; (ii) la falta de competencia del Consejo de Ministros para acordar la exhumación sin consentimiento eclesiástico; y (iii) los incumplimientos en materia administrativa y urbanística relativos a la operativa de la exhumación; motivos todos ellos que, siquiera de una forma enunciativa, son desgranados por la Sala en el Auto y contrapuestos a los de la Abogacía del Estado.

Ha de recordarse en este punto que los supuestos de admisión de medidas cautelares en el orden contencioso-administrativo atendiendo a la apariencia de buen derecho están jurisprudencialmente tasados y muy restringidos (casos de nulidad de pleno derecho manifiesta del acto cuya suspensión se solicita o situaciones análogas), de tal forma que cualquier valoración aun somera acerca de la apariencia de buen derecho de la solicitud y la posterior estimación de ésta, no deja de ser un posible indicio del sentido final del fallo del Tribunal.

En cualquier caso, con independencia del fallo final, la realidad es que esta resolución provisionalmente contraria al Gobierno no es la primera, pues se une a la dictada por el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Madrid que también suspendió cautelarmente la exhumación por apreciar defectos en la licencia urbanística hace unas semanas. Y ello nos obliga a realizar una reflexión acerca del modo en que el Ejecutivo ha intentado poner en marcha su propuesta de exhumación.

Sin entrar a valorar el debate histórico o ideológico acerca de si es oportuno y necesario -o no- exhumar al dictador de su actual sepulcro, lo cierto es que fue una medida anunciada públicamente como inmediata cuando Pedro Sánchez cuando llegó a la Presidencia, y sin embargo, más de un año después, no sólo no se ha llevado a cabo sino que siguen descubriéndose imprevistos e imperfecciones que además de poner en duda su viabilidad, son tan vulgares que parecen demostrar que el anuncio de exhumación se hizo de forma atropellada y con intenciones puramente electoralistas.

1. En primer lugar, como ya analizamos aquí el mismo día que se aprobó, parece más que evidente que el Real Decreto-Ley 10/2018, de 24 de agosto, que modificó la Ley de Memoria Histórica para permitir la exhumación, fue aprobado por el Gobierno a sabiendas de que no concurrían los requisitos de extraordinaria y urgente necesidad exigidos por nuestra Constitución y la doctrina jurisprudencial del TC.

Los efectos perniciosos sobre la democracia y el Estado de Derecho de legislar a golpe de reales decretos han sido denunciados en este blog en reiteradas ocasiones (ver aquí y aquí), y en este caso concreto la prisa electoralista del Gobierno podría conllevar la declaración de inconstitucionalidad del “decretazo”.

2. Otro punto controvertido son las dudas suscitadas acerca de la falta de competencia del Consejo de Ministros para llevar a cabo la exhumación sin la autorización eclesiástica, toda vez que el “decretazo” y los Acuerdos del Consejo de Ministros no podrían primar sobre el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos de 1979, que ostenta el rango de tratado internacional, consagra la inviolabilidad de los lugares sagrados y en su artículo 1.5 estipula que el Estado no tiene competencias sobre cementerios, exhumaciones y traslados de restos de los cementerios eclesiásticos.

Si bien esta postura de los recurrentes ha sido debidamente contradicha por la Abogacía del Estado, la realidad es que ya en su día Zapatero solicitó un Informe de la Comisión de Expertos para el futuro del Valle de los Caídos, cuyo epígrafe 11 señalaba con absoluta claridad que «en todo caso, calificada la Basílica como ‘lugar de culto’, es la iglesia, como fija la normativa vigente, la que tiene las competencias legales en su interior. Cualquier actuación al respecto –obras en su interior, inhumaciones, exhumaciones o traslados– deberá contar con la autorización expresa de la Iglesia».

Y en su punto 31 también recordaba que «cualquier actuación del Gobierno en el interior de la Basílica exige una actitud de colaboración por parte de la Iglesia que es a quien se ha confiado la custoria de sus restos y que es a quien, dada la calificación legal de la Basílica como lugar de culto, debe dar la preceptiva autorización» y, concretamente, en relación con la exhumación de los restos mortales, afirmaba con rotundidad que «el Gobierno deberá buscar los más amplios acuerdos parlamentarios y habrá de negociar con la Iglesia la oportuna autorización»; previsiones todas ellas que han sido evidentemente desoídas por el actual Gobierno.

3. En tercer lugar, es por todos conocida la polémica surgida acerca de dónde deberían depositarse los restos una vez realizada la exhumación. Si bien el Gobierno permitió en el Real Decreto que la inhumación se realizase en cualquier cementerio a elección de la familia, en cuanto se deslizó la posibilidad de solicitar el entierro en la Catedral de La Amudena, el Ejecutivo solicitó un informe de la Delegación del Gobierno que desaconsejaba la sepultura en la Catedral por razones de orden público. Una suerte de remiendo del “decretazo” que, para los más suspicaces, podría ser un indicio de la falta de previsión del Gobierno al redactar la norma.

Todo ello, unido a las citadas controversias jurídicas acerca de las licencias urbanísticas y en materia de sanidad mortuoria, la aparente discrecionalidad a la hora de aplicar el contenido del Real Decreto sólo a los restos de Franco o la resolución del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno (que ya comentamos aquí) sobre la necesidad deque el Gobierno haga públicas sus comunicaciones con el Vaticano, no hacen sino acrecentar la sensación de que la voluntad del Ejecutivo de llevar a cabo la exhumación, si bien legítima, fue puesta en marcha de forma apresurada, poco consensuada, sin contar con las prerrogativas y las garantías jurídicas necesarias para asegurar el buen fin de la medida y, sobre todo, haciendo un uso partidista y electoralista de los instrumentos que, en tanto Poder Ejecutivo, tenía a su disposición; y todo ello supone una erosión del sistema democrático y un descrédito de las instituciones que, una vez más, no podemos sino condenar.

La lenta decadencia de la administración pública (reproducción de artículo en el diario Expansión)

 

Nuestra Administración Pública está en decadencia. En primer lugar porque tenemos una Administración Pública muy envejecida: España es el tercer país de la OCDE con una plantilla pública más envejecida, teniendo en cuenta Administración del Estado, CCAA y Ayuntamientos. Y si miramos solo los datos de la Administración General del Estado la situación aún es peor: el 65% de sus empleados públicos tiene más de 50 años. Esta situación basta por explicar por sí sola  muchos de los problemas que tiene nuestra Administración: falta de talento joven, espíritu innovador y excesivo peso de inercias burocráticas junto con el predominio de una cultura anticuada, corporativa y jerárquica.

Efectivamente, nuestras Administraciones Públicas se configuran en los años 80 y 90 del siglo pasado, y ahí siguen estancadas. Desde los sistemas de acceso a la función pública (que siguen basados en modelos arcaicos de aprendizaje memorístico de contenidos) hasta el sistema de retribuciones pasando por cualquier otro aspecto de la carrera profesional de un empleado público todo sigue como estaba hace 30 o 40 años . Ninguna reforma ha conseguido abrirse paso pese a que el diagnóstico es unánime: tenemos una Administración anticuada y envejecida  cuyos profesionales demasiadas veces carecen de las competencias y habilidades  necesarias para abordar los problemas de las muy complejas sociedades del siglo XXI. Por poner un ejemplo, seguimos reclutando auxiliares administrativos como si estuviéramos en 1980. En la convocatoria de la oferta de empleo público de 2019 hay 1089 plazas para administrativos del Estado y otras 872 plazas para auxiliares administrativos del Estado. No está nada mal para una profesión a extinguir; es como si estuviéramos reclutando profesionales de espaldas a la creciente digitalización de nuestras sociedades en general y de nuestras Administraciones Públicas en particular. Por supuesto, tampoco encontraremos en esta oferta de empleo plazas de analistas de “big data” ni ningún otro perfil profesional que tenga demasiado que ver con los retos del mundo que viene. No solo nuestros procesos de selección son los mismos que hace 30 o 40 años; también seguimos reclutando los mismos perfiles profesionales como si el tiempo se hubiera detenido.

Pero el tiempo no se detiene. Y cada vez es más visible la brecha entre los recursos humanos  de que disponen nuestras Administraciones y los enormes retos que se avecinan, desde el invierno demográfico a la España vacía, por no mencionar la crisis climática, la desigualdad o la precariedad.  Por si fuera poco nuestras Administraciones siguen estando enormemente politizadas, con el déficit que supone el punto de vista del buen gobierno. Los jefes políticos   pueden condicionar la carrera profesional de los funcionarios que deseen promocionar, que se ven abocados a ganarse el favor del político de turno para aspirar a las vacantes más codiciadas. La figura del directivo público profesional no se ha desarrollado desde 1997 en que se aprobó en el Estatuto básico del empleado público. Seguimos también arrastrando los pies en lo relativo a la cultura de transparencia y  a la rendición de cuentas, de manera que siguen las resistencias a facilitar información pública comprometida y a la asunción de responsabilidades. La evaluación de las políticas públicas brilla por su ausencia, por lo que es fácil despilfarrar miles de millones de euros. Ahí lo demuestra el reciente informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) denunciando que en España se conceden más de 14.000 millones de subvenciones al año sin estrategia ni control posterior, por lo que podemos tener la razonable certeza de que derrochamos una gran cantidad de dinero público.

En cuanto a las retribuciones, un incentivo fundamental para cualquier trabajador, bien puede hablarse sencillamente de caos. En un estudio realizado por la Fundación Hay Derecho hace un par de años ya se ponía de relieve que no existía ninguna lógica conocida en las retribuciones de los altos cargos, de forma que un Ministro gana menos que su subalterno, el Secretario de Estado y el Presidente del Gobierno menos que el presidente de una empresa pública. Pues bien, algo parecido sucede con el resto de los empleados públicos. Hay que repensar el sistema de raíz porque produce todo tipo de incentivos perversos. Funcionarios con grandes responsabilidades perciben retribuciones claramente insuficientes, en términos de mercado,  mientras que un gran número de empleados públicos sin grandes tareas o responsabilidades perciben retribuciones mucho más elevadas que las que les corresponderían por trabajos equivalentes en el sector privado. La conclusión es fácil; abandonan el sector público los funcionarios muy cualificados pero nunca lo hacen los poco cualificados.

De hecho, las retribuciones públicas en España son, de media, muy superiores a las privadas; eliminando los sesgos introducidos por la cualificación profesional y los años de servicio llegan a ser hasta un 20% superiores, según un informe reciente de la Comisión Europea. Las explicaciones del desbarajuste retributivo son muchas, pudiendo mencionarse desde las inercias, las razones históricas hasta la falta de una estrategia retributiva o el gran peso de los sindicatos en los escalones inferiores de la función pública. Si a esto se le une la discrecionalidad -cuando no directamente la arbitrariedad- en la provisión de algunos puestos de trabajo muy  bien retribuidos (típicamente lo son los puestos de trabajo fuera de España) y la frecuente falta de criterios objetivos en el reparto de las retribuciones variables (la denominada productividad) tenemos servido el clientelismo que tantos estragos hace en nuestras Administraciones.  La lógica del sistema es fomentar no la lealtad institucional sino la lealtad al jefe político o al partido que puede favorecer la carrera profesional lo que, en definitiva, supone la sumisión del funcionariado al poder político.

En definitiva, la Administración española necesita más que una reforma una pequeña revolución. Y se nos está acabando el tiempo.