Buscando luz en el laberinto territorial

Antes de comenzar este post me gustaría señalar que el Estado de las autonomías producto del pacto constitucional del 78 en términos globales ha sido un éxito habiendo cumplido con un triple objetivo: 1) acercar la administración al ciudadano; 2) ensayar la puesta en práctica de diferentes políticas públicas; 3) dar satisfacción a las diferentes identidades territoriales junto con sus históricas reivindicaciones de autogobierno.

El Estado de las Autonomías  en palabras del Tribunal Constitucional en su famosa Sentencia 76/1983 de 5 de agosto, sobre el proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (Fundamento Jurídico 2a) se caracteriza “por un equilibrio entre la homogeneidad y diversidad del status jurídico público de las entidades territoriales que lo integran (…)”

El equilibrio entre la unidad y la autonomía constituye un punto mágico, que ambicionan alcanzar todos los Estados descentralizados, pero de imposible consecución porque continuamente fluctúa a modo de péndulo por la tensión inevitable entre el todo (administración central) y las partes (administraciones regionales). 

En España y éste puede ser el quid de la cuestión, concurre una peculiaridad que no se da en el resto de  Estados Federales y descentralizados, consistente en la presencia de fuertes nacionalismos identitarios.

Así las cosas, se produce una triada conflictiva entre el Estado (administración central) – nacionalidades históricas (Cataluña y País Vasco, especialmente) y el resto de Comunidades Autónomas (CCAA) que se retroalimentan entre sí, en una especie de todos contra todos.

Las nacionalidades por usar la terminología del artículo 2 de la Constitución (en conexión con las disposiciones adicionales primera y transitoria segunda), no cesan en su demanda infinita de competencias al Estado como tránsito y puente para una posterior independencia, y el resto de las regiones (Comunidades Autónomas del artículo 143) no aceptan de buen grado que otros entes territoriales dispongan de más competencias. Y viceversa las primeras, las Comunidades Autónomas con fuerte impronta nacionalista tampoco gustan, que el resto de sus homónimos territoriales tengan el mismo estatus jurídico.

El propio Consejo de Estado con ocasión de su informe sobre una posible reforma constitucional del año 2006 (pág. 141) señalaba: “Con el sólido apoyo del principio de igualdad, nuestras Comunidades Autónomas tienden por lo común a considerar que no deben existir entre los ámbitos competenciales respectivos más diferencias que aquellas que, como la lengua, los derechos forales o la insularidad, tienen reconocimiento explícito en la Constitución. Cualquier otra ampliación de competencias que una Comunidad pueda conseguir para sí, mediante la reforma de su Estatuto, se convierte de inmediato en objetivo obligado para todas las que aún no han llegado a ese nivel.”

Los últimos ejemplos de este impulso de imitación, se pueden encontrar en la reciente Ley Orgánica 3/2019, de 12 de marzo, de reforma del Estatuto de Autonomía Valenciano en cuya exposición de motivos afirma: “ (..) la Comunitat Valenciana no puede permanecer impasible porque, ciertamente, no pretende estar por encima de ningún otro territorio dentro de España, pero tampoco va a consentir que sus legítimas aspiraciones se vean truncadas por la consolidación de un modelo asimétrico en el que unas comunidades autónomas puedan, en detrimento de otras, acceder a más competencias, a más financiación, a más inversiones o a más infraestructuras

Como colofón a este razonamiento, la Ley 8/2018, de 28 de junio, de actualización de los derechos históricos de Aragón,  establece en su artículo 1 que Aragón es una nacionalidad histórica, de naturaleza foral, cuya identidad jurídica, así como la voluntad colectiva de su pueblo de querer ser, se han mantenido de manera ininterrumpida desde su nacimiento 

En la España de hoy,  no hay nada que más una a las CCAA, que la expresión ¿Qué hay de lo mío?.

La “autonomía” no es solamente un derecho sino también una responsabilidad y no siempre se emplea para maximizar el bienestar ciudadano sino más bien, como elemento de protesta, y diferenciador del vecino regional, diluyendo el interés general como expresión de la igualdad entre españoles, bajo el paraguas de particularismos locales, históricos y culturales, erosionando con ello el concepto alumbrado por la ilustración de ciudadanía común.

En la última reforma de los Estatutos de Autonomía operada en la VIII legislatura (2004-08), en materia de inversiones del Estado en las CCAA, cada Estatuto de Autonomía ha escogido la regla de cálculo de la inversión del Estado en su territorio que más y mejor le conviene a sus intereses.

En el Estatuto de Cataluña, la contribución del producto interior bruto catalán al PIB estatal (disposición adicional tercera); en el de Castilla y León, la superficie del territorio (art. 83.8); en el de Andalucía, el peso de la población (Disposición adicional 3ª.2); en el de Aragón, la superficie, los costes de la orografía y la despoblación (disposición adicional sexta), etc. Un auténtico sudoku que ni los mejores magos económicos podrían resolver, salvo que pensemos que los recursos son ilimitados.

El propio Tribunal Constitucional en su Sentencia 13/2007 de 18 de enero (para un caso distinto pero de semejante naturaleza) estableció (FJ.5) “ (…) no puede pretender cada Comunidad Autónoma para la determinación del porcentaje de participación que sobre aquellos ingresos le pueda corresponder la aplicación de aquel criterio o variable que sea más favorable en cada momento a sus intereses (…)”. 

La Comisión Europea en sus respectivos informes dentro del Semestre Europeo (2017, 18 y 19) no dejan de advertir a España sobre las disparidades autonómicas y la fragmentación en los sistemas de renta mínima garantizada, alertando sobre los distintos requisitos de acceso, cobertura e importe, dando lugar a que personas no reciban la ayuda. (Informe sobre España 2018 – Comisión Europea de 07/03/18 – pag. 54 -).

Otros ejemplos de desigualdad se encuentran a borbotones a lo largo y ancho de la geografía, textos educativos donde la historia – y hasta los ríos – es distinta según la Comunidad Autónoma donde se imparta, criterios de corrección distintos en los exámenes de selectividad, desigual aplicación en la Ley de dependencia, y un largo etc.

Ahora bien en los últimos años se está imponiendo en el debate público, como una verdad incontestable, la teoría de que descentralizar siempre y en todo caso es bueno, optimo e incluso hasta más democrático. ¿Acaso Francia no es una democracia? ¿La igualdad no es un valor democrático? 

Este es uno de los problemas de la España actual, donde todo se ideologiza, especialmente el lenguaje llegando a cotas obscenas. La palabra centralizar y armonizar tienen mala prensa y evocan a reaccionario, antiguo y demás lindeces. En cambio descentralizar suena moderno, progresista y cool. 

No se trata de establecer un debate binario, ni dictomótico, “centralización – descentralización”, como si fuera un juego de suma cero y no hubiera zonas intermedias, que las hay, reiterando que el experimento autonómico ha tenido muchas más ventajas que inconvenientes.

Pero sí es necesario llegados a este punto, tener un debate sincero y honesto y reconocer que si hay un “autogobierno” realmente necesitado de mejora y perfeccion es precisamente el autogobierno de España, como acertadamente señaló uno de los padres de la Constitución, Pérez-Llorca en su intervención en el Congreso de los Diputados el 10/01/2018 (BOCG n.º 408 pág. 20) en la Comisión para la evaluación y modernización del sistema autonómico.

Resultaría mucho más productivo debatir el adecuado y óptimo nivel de ejercicio competencial (Estado – Comunidades Autónomas – Entes Locales)  en función de criterios como la igualdad, eficacia, equidad y cohesión territorial y no en función de apriorismos ideológicos y sentimentales deformadores de la realidad. 

Por último sería saludable tener presente que la solidaridad es el mejor enganche de unión entre la unidad y la autonomía.