Cientos de sanciones tributarias podrían ser anuladas, a la espera de lo que diga el Tribunal Supremo

Una de las principales garantías de nuestro derecho sancionador tributario es la tramitación separada, y autónoma, del procedimiento de liquidación y del sancionador. No en vano, dispone el artículo 208 de la Ley General Tributaria (LGT) que “El procedimiento sancionador en materia tributaria se tramitará de forma separada a los de aplicación de los tributos regulados en el título III de esta ley, salvo renuncia del obligado tributario, en cuyo caso se tramitará conjuntamente.”

Y ello, como garantía del derecho a la presunción de inocencia de los contribuyentes, y para garantizar que queda debidamente acreditada la culpabilidad del contribuyente, requisito sine qua non, es posible imponer una sanción tributaria.

Pues bien, dicha independencia del procedimiento de liquidación y sancionador puede verse vulnerada en aquellos casos, muy habituales, en los que se notifica al contribuyente el inicio del procedimiento sancionador, antes de haberle notificado la liquidación.

El Tribunal Supremo va a enjuiciar esta práctica, y del criterio que finalmente adopte, dependerá la subsistencia de cientos de acuerdos sancionadores ya dictados.

LA NOTIFICACIÓN DEL INICIO DEL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR ANTES DE DICTAR LIQUIDACIÓN, UN SUPUESTO MUY HABITUAL

En la práctica, estamos ante un supuesto muy habitual, que sobre todo se da ante la inspección de Hacienda. Es habitual que, al notificar las actas de conformidad o disconformidad, se notifique igualmente al contribuyente el inicio del procedimiento sancionador.

Sin embargo, cuando ello ocurre, todavía no se ha dictado una liquidación. Y téngase en cuenta que, en teoría, el inicio del procedimiento sancionador debería traer causa de la liquidación dictada, algo que, en estos casos, no ocurre.

Ciertamente, en este momento la sanción aún no ha sido impuesta. Simplemente se ha iniciado el procedimiento, notificándose la propuesta sancionadora y confiriendo al contribuyente un trámite de alegaciones frente a dicha propuesta. Pero ello no permite negar la evidencia. En estos casos, se está iniciando el procedimiento sancionador antes de haberse dictado la liquidación. Y con ello, se puede estar vulnerando el derecho a la presunción de inocencia del contribuyente, y el principio de culpabilidad.

EL SUPREMO ADMITE A TRÁMITE DOS RECURSOS DE CASACIÓN SOBRE ESTA CUESTIÓN

Finalmente, el tema ha llegado al Tribunal Supremo, que en dos Autos de 9-7-2019 (Recurso 1993/2019) y de 26-9-2019 (Recurso 2839/2019) va a aclarar si la Inspección puede actuar de esta forma.

El primero de estos Autos se refiere a un acta firmada en disconformidad. En estos casos, el artículo 157 de la LGT prevé la práctica de una posterior liquidación, que se notificará al contribuyente.

Por ello, teniendo en cuenta la exigencia de dicha liquidación, considera el Tribunal Supremo que la cuestión que presenta interés casacional es la de “Determinar si la Administración tributaria está legalmente facultada para iniciar un procedimiento sancionador tributario antes de haberse dictado y notificado el acto administrativo de liquidación, determinante del hecho legalmente tipificado como infracción tributaria -en los casos en que se sancione el incumplimiento del deber de declarar e ingresar correctamente y en plazo la deuda tributaria u otras infracciones que causen perjuicio económico a la Hacienda Pública-, teniendo en cuenta que la sanción se cuantifica en estos casos en función del importe de la cuota liquidada, como un porcentaje de ésta.”

El segundo de estos Autos se refiere a un acta en conformidad. Hay que dejar claro que, cuando se firma un acta en conformidad, la Inspección no está obligada a dictar y notificar un acuerdo de liquidación. Por el contrario, y tal y como dispone el artículo 156.3 de la LGT, la liquidación se entenderá producida y notificada de acuerdo con la propuesta contenida en el acta, si en el plazo de un mes desde la fecha de la misma no se notifica al contribuyente ningún acuerdo del órgano competente para liquidar.

Por tanto, en estos casos la liquidación se notificará dentro del mes siguiente a la fecha del acta. O no se notificará, pero habrá que esperar igualmente a que transcurra el referido plazo de un mes para entenderla producida.

Por ello, considera el Supremo que, en estos casos, presenta interés casacional la cuestión consistente en “Determinar si la Administración tributaria puede iniciar un procedimiento sancionador antes de haberse dictado y notificado (o de entenderse notificado ex artículo 156.3 de la LGT) la liquidación determinante del hecho legalmente tipificado como infracción tributaria -en los casos en que se sancione el incumplimiento del deber de declarar e ingresar correctamente y en plazo la deuda tributaria u otras infracciones que causen perjuicio económico a la Hacienda Pública-, teniendo en cuenta que la sanción se cuantifica en estos casos en función del importe de la cuota liquidada, como un porcentaje de ésta.”

Además, de lo anterior, y como cuestión común a ambos recursos, se refiere el Tribunal Supremo a la prohibición, contenida en el artículo 209.2 de la LGT, de iniciar un procedimiento sancionador cuando hayan transcurrido más de tres meses desde la notificación de la liquidación.

Teniendo en cuenta que el plazo máximo para iniciar el procedimiento sancionador se cuenta desde la notificación de la liquidación… ¿significa ello que hasta que no se dicte la liquidación no se puede iniciar el procedimiento sancionador?

Esta cuestión será resuelta por el Tribunal Supremo, que en los dos Autos comentados considera que también presenta interés casacional la cuestión de “Precisar si el artículo 209.2, párrafo primero, de la LGT , debe interpretarse en el sentido de que, al prohibir que los expedientes sancionadores que se incoen como consecuencia de un procedimiento de inspección – entre otros- puedan iniciarse una vez transcurrido el plazo de tres meses desde que se hubiese notificado o se entendiese notificada la correspondiente liquidación o resolución, han de partir necesariamente de tal notificación como dies a quo del plazo de iniciación, sin que por ende sea legítimo incoar tal procedimiento antes de que tal resolución haya sido dictada y notificada a su destinatario.”

LA ADMINISTRACIÓN TRIBUTARIA DEFIENDE EL INICIO DEL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR, ANTES DE DICTAR LIQUIDACIÓN

La Administración, como no podía ser de otro modo, defenderá en vía judicial que el inicio del procedimiento sancionador puede notificarse antes de que se dicte la liquidación.

Considera en primer lugar que el plazo de tres meses del artículo 209.2 de la LGT es un plazo máximo contado desde la notificación de la liquidación, pero no un plazo a partir del cual habría de iniciarse el procedimiento. Y es que, si el legislador hubiese querido establecer también dicho plazo, lo habría hecho expresamente.

Esta tesis ya fue defendida por el Tribunal Económico-Administrativo Central, en su resolución de 19-2-2014 (00/00278/2014), afirmando que “lo que la norma no permite es que, en el caso de expedientes sancionadores que se incoen como consecuencia de un procedimiento de comprobación e investigación, los mismos se inicien una vez transcurridos tres meses desde la notificación de la liquidación, pero nada impide que el procedimiento sancionador se inicie antes de dicha notificación.”

Además, se refiere la Administración al artículo 25 del Reglamento General del Régimen Sancionador Tributario (Real Decreto 2063/2004). Dicho precepto, a su juicio, vincula el inicio del procedimiento sancionador a la incoación del acta de inspección, y no a la liquidación que derive del acta.

Por último, se alude al principio de celeridad en las actuaciones administrativas, considerando que el inicio del procedimiento sancionador solo requiere que se tenga una noticia suficiente de la posible existencia de una infracción.

Sin embargo, y a pesar de la defensa jurídica que la Administración va a llevar a cabo en este asunto, lo cierto es que no las tiene todas consigo.

HACIENDA COMIENZA A RECULAR

Y es que, en las últimas semanas, algunas Agencias Tributarias (conozco el caso de Cataluña y Valencia), ya no están notificando el inicio del procedimiento sancionador junto con el acta de conformidad o disconformidad, sino que están esperando a que se dicte la liquidación.

Es evidente que, cuando la Administración actúa así, es porque no las tiene todas consigo, y considera que el Tribunal Supremo puede acabar dictando una sentencia que condene dicha práctica administrativa, y suponga la nulidad (o en su caso, anulación), de cientos y cientos de acuerdos sancionadores.

Está claro que la Administración ya nada puede hacer con las sanciones que ya fueron dictadas. Pero sí puede empezar a minimizar el impacto de una hipotética sentencia desfavorable a sus intereses. Y para ello es preciso que, a partir de ahora, no se inicie ningún expediente sancionador sin antes haber notificado al contribuyente la liquidación.

LOS CONTRIBUYENTES DEBEN RECURRIR, HASTA QUE EL SUPREMO RESUELVA

En el caso de que el Supremo considere que la Administración obró incorrectamente, al notificar el inicio de los procedimientos sancionadores antes de dictar la liquidación, cientos de acuerdos sancionadores serán anulados.

Pero para que los contribuyentes puedan beneficiarse de un hipotético criterio favorable del Tribunal Supremo, es preciso que recurran todas las sanciones que se les notifiquen. Y es que, solo los acuerdos que hayan sido recurridos por los contribuyentes, y estén pendientes de resolución, tendrán vía libre para aplicar el criterio que fije el Supremo.

Por el contrario, si los contribuyentes no recurren estos acuerdos, y permiten que los mismos sean firmes, será más difícil luego anular las sanciones dictadas. Tendrán que acudir a algunos de los procedimientos especiales de revisión previstos en la Ley General Tributaria. Y ello comprometerá en gran medida sus posibilidades de éxito.

Factores psicosociales en los jurados populares: mitos y sesgos

Nos encontramos inmersos en un seguimiento mediático judicial que no había tenido un precedente similar desde los conocidos “caso Alcasser” o el “caso Wanninkhof”. La conjugación de crímenes terribles cometidos sobre víctimas indefensas y la presencia de un jurado popular, es un terreno propicio para que procesos de identificación, estereotipos, mitos y “pseudopsicología” campen a sus anchas por todo tipo de programas televisivos y tertulias domésticas.

Por ello, el subtítulo de este post podría haber sido perfectamente “el miedo y el jurado popular”. Miedo a que un posible error haga que un culpable vuelva a las calles o a que un inocente ingrese en prisión.

Esa decisión será tomada por un jurado popular, conformado por los que podrían ser nuestros vecinos, la panadera de la esquina, la arquitecta que diseñó nuestra casa o el enfermero que nos mide la tensión en el centro de salud. Claro que, a esos “semejantes” les presuponemos una elevada posibilidad de equivocarse, mientras que de nosotros mismos, pensamos que tenemos cierto don de la infalibilidad.

Si afinamos un poco más en entender ese miedo, nos damos cuenta que entre el amplio abanico que puede ser juzgado de esta manera, sólo nos da miedo la posibilidad de error en casos de asesinato. Casi nadie se plantea la implicación de esos errores en otro tipo de delitos, como en el enjuiciamiento de funcionarios públicos en ejercicio de sus cargos, en los delitos contra el honor, en los de omisión del deber de socorro, en los daños contra la intimidad y el domicilio, en los cometidos contra la libertad y en aquellos que afectan al medio ambiente. Y es lógico, porque percibimos mayor sensación de “injusticia”, aunque esto en realidad sea el reflejo del miedo que tenemos a que haya asesinos sueltos entre nosotros.

En general sobre la capacidad, eficacia y dureza del los jurados populares se ha “tertulianeado” mucho, sin embargo los estudios realizados sobre la presunta dureza del jurado arrojan resultados contradictorios, mientras unos dicen que tienden a la lenidad, otros reflejan que “el número de sentencias falladas con jurado popular que luego se han anulado es mínimo”.

En el año 1966 Kalven y Zeisel realizaron un estudio de simulación, comparando los veredictos de los jurados con las decisiones que habrían adoptado los jueces a través de 3576 casos. En el 78% por cierto de ellos los jueces habrían llegado a la misma decisión, del 22% en el que no hubo acuerdo el jurado fue más benevolente en el 19% de los casos, mientras que en el 3% restante los jueces fueron más magnánimos.

No parece una gran discrepancia, o por lo menos no es mayor que la que nos podemos encontrar en casos que se apelan y llegan a la Audiencia Provincial desde los Juzgados de Primera Instancia.

Quizás debamos plantearnos cuántos de los procedimientos se apelan en casos de jurado popular y cuántos en casos llevados por Juzgados; qué tipo de casos se apelan; cuántos no se apelan, cuántos se admiten; y tras ello, realizar una comparación estadística. Ya que a todas luces parece fácil vender a la opinión pública que en caso del jurado es porque estos “no saben” y un poco más difícil explicar por qué se mantiene que un juez haya podido equivocarse. Cuestionémosnos si esas diatribas contra el veredicto de un jurado popular en los medios de comunicación no corresponden a estrategias de alguna de las partes dentro del juicio paralelo que suele generarse en prensa, radio, televisión y redes sociales.

La ley concede al Jurado la misma potestad que a otro juez profesional, que tiene que decidir sobre la base de lo  jurídicamente correcto (Esparza, 1999), no sobre la base de lo que es o no justo desde el punto de vista de la sociedad. Y esto es algo que debe tenerse en cuenta de cara a la percepción social de la actuación del jurado en cada caso.

A veces lo que parece justo no es sinónimo de ajustado a la ley, pero eso nos ocurre también en la percepción social de algunas sentencias judiciales emitidas por “señorías profesionales”, y otras veces algo que nos parece normal, por la habitualidad con la que se produce en nuestra sociedad, es absolutamente ilegal y por lo tanto punible. No olvidemos nunca que normal deviene de norma, un concepto estadístico, y que esto no tiene por qué coincidir con lo que la ley permite.

A la hora de hablar de cómo actúan los jurados populares, quizás debamos atender a los estudios y análisis realizados sobre ellos. A lo que sabemos y no a lo que pensamos, aunque ese “pensar” se refiera a la opinión mayoritaria.

Sabemos, gracias a los estudios de Davis (1981) que la tendencia hacia la benevolencia modifica la influencia ejercida por la mayoría: habrá una mayor probabilidad de que el veredicto sea el de la mayoría, cuando éste es de absolución. ¿Por qué? Como vimos en la película “12 Angry Men”, es más fácil defender la inocencia buscando posibles fallos, errores o incongruencias y centrándose en ellos, que emitir un voto de condena, para el que la persona requiere una gran convicción y seguridad, puesto que la intranquilidad que genera la idea de error en ausencia de seguridad absoluta es mayor con la idea de haber sido injusto. De alguna manera, en nuestra mente, liberar a un culpable sería un “error”, mientras que condenar a un inocente sería una “injusticia”. No nos damos cuenta de que para las víctimas, liberar al culpable también es una injusticia y que la responsabilidad es la misma en ambos casos.

También se acusa al Jurado Popular de ser influenciable o “estar contaminado” por los medios de Comunicación pero… ¿podemos afirmar que los jueces son inmunes a la contaminación mediática?

No lo son. Igual que no son inmunes a los estereotipos, a tener sesgos o prejuicios. Y con esto no digo que éstos impregnen sus escritos: en algunos casos sí sucede y en otros no. Depende de la persona y, es más, pueden tenerlos y emitir sentencias perfectamente ajustadas a Derecho.

Otro mito interesante es el de que el jurado puede ser manipulado por las partes, ya que pueden “seleccionar a quien más les interese”. Efectivamente, existe un proceso de selección del jurado, aunque en muchos casos tiene más de “aojismo” que de base científica, y por científica me refiero a los diferentes estudios que en nuestro país y fuera de él se han realizado desde la Psicología.

En cualquier caso, la recusación de jurados por parte de los abogados permite sustituir hasta cuatro personas por cada parte en litigio. Esta recusación puede ser con causa, perentoria, formal o sin causa.

En teoría, el objetivo es conseguir un jurado potencialmente imparcial, aunque si somos realistas hay que reconocer que cada parte intentará mediante este proceso selectivo configurar un grupo que le maximice las posibilidades de ser convencidos mediante su estrategia legal, las pruebas de las que dispongan y la forma de exponer. Y en esta selección es donde entran los estereotipos y las ideas preconcebidas.

Esa selección se denomina “voir dire” y hace referencia al proceso de interrogar a los miembros potenciales del jurado sobre una serie de cuestiones para determinar si están calificados para hacer de jurados. El problema es que -como refiere Sobral (1991)- esto les ha hecho considerarse como “psicólogos intuitivos”, cuando la Psicología social tiene muy poco de intuitiva y mucho de experimental. Y que lo que creemos en muchas ocasiones no coincide con lo que los experimentos acaban arrojando.

El fundamento científico en esta toma de decisiones es fundamental. Así J.R. Palacio, profesor de Derecho Penal, publicaba: -“los letrados habrán de desplegar todo su celo y sus dotes de psicólogos para recusar, con o sin causa, a aquellos candidatos que estimen hostiles”. El primer apunte es que la psicología no tiene nada que ver con “dotes”, sino con estudiar una licenciatura universitaria. Todo requiere un proceso de estudio y aprendizaje formal e informal. Conocimientos y desarrollo de habilidades.

El segundo apunte es que hostilidad es un concepto difícil de convertir en variables operativas a la hora de decidir quién es hostil y quién no. Y además hay que valorar que, como dicen García y De la Fuente “la influencia de los sesgos como señala Dillehay (1997), no sólo se limita al veredicto, sino que también atañe a la idea de presunción de inocencia, la actitud hacia el sistema penal, la evidencia ilegal (pruebas) y las creencias sobre las confesiones en los tribunales y derechos constitucionales”.

La labor de “psicólogos intuitivos” -que denominaba Sobral- sin conocimientos teóricos de psicología, ha llevado a que haya autores que concluyan que “esta función desarrollada  por los abogados provoca, con frecuencia, que hagan gala de una especie de folclore legal exento de fundamento  científico, que les lleva a considerar importantes unas u otras cuestiones con relación a un proceso concreto” (Cutler, 1990; Fulero y Penrod 1990).

En un estudio sobre variables de Olcztal, Kaplan y Penrod (1991), se extrajo que las variables más relevantes para los letrados eran inteligencia, edad, apariencia externa, afabilidad, sexo, ocupación laboral, apertura mental, grado de impresionabilidad y raza. Pero, ¿realmente se corresponden estas características con lo encontrado en las investigaciones? Y si la respuesta es sí, ¿no tendrán también relación con el tipo de delito a enjuiciar?

En un interesante artículo, Enrique Lertxundi habla de la Psicología Social del Jurado y explica cómo no son las características demográficas las que parecen estar implicadas. Ni las mujeres son más blandas, ni con la edad las personas son más intolerantes y por lo tanto severas en su percepción de los hechos. Edad, sexo o educación no han arrojado resultados concluyentes en las investigaciones sobre pronunciamiento ante los hechos o no lo han hecho de forma general, aunque sí se han observado diferencias si estas variables se ponen en relación con factores determinados de cada tipo de caso.

Al igual que la Psicología que diferencia Estado-Rasgo, Kaplan y Garzon (1986) determinaron que respecto a los Jurados también se podía hablar de sesgos-rasgo y sesgos-estado. No es lo mismo estar deprimido que ser depresivo, de igual manera los sesgos-rasgo serían relativamente estables y estarían asociados a la personalidad de los sujetos mientras que en los sesgos-estados encontraríamos una variabilidad asociada a hechos en los que influirían desde la forma de exponer el caso hasta la percepción social del mismo y el tratamiento informativo que se haya hecho desde los medios de comunicación.

La edad, el sexo, el estado civil, el nivel académico, el haber sido víctima de un delito anteriormente, las actitudes religiosas o las ideas políticas pueden tener cierta influencia pero, según los experimentos y estudios, no es la misma en función del tipo de delito.

Por ejemplo, el estudio de Sobral, Arce y Fariña (1989) evidenciaba que cuando se trata de casos de agresiones sexuales los jurados con menor nivel de estudios tendían más al veredicto de culpabilidad que aquellas personas del jurado con mayor nivel de estudios. Por paradójico que nos pueda parecer, existen otros estudios que refutan nuestras ideas preconcebidas; por ejemplo, según Simon (1967), en aquellos casos en los que están implicadas atenuantes o eximentes relacionadas con la enfermedad mental, es la gente sin estudios los que son más clementes con el autor, mostrándose más duros aquellas personas con estudios universitarios. La edad parece estar relacionada directamente con la dureza, aumentando la misma a medida que se envejece. El estudio de Sealy y Cornisa (1973) encontró que la franja de edad en torno a los 30 años era más suave en sus apreciaciones que las personas más mayores.

Una relación llamativa es la que parece existir entre la “creencia en un mundo justo” y determinados delitos. Si tenemos la convicción de que cada uno acaba teniendo lo que se merece, el jurado tenderá a aceptar los argumentos sobre la corresponsabilidad de la víctima que plantee la defensa, sobre todo en delitos contra la libertad sexual o en violencia de género y esto influirá en la dureza de la sentencia (Shaffer y Kerwin ,1992; Schuller, Smith y Olson, 1994; y Taylor y Kleinke, 1992).

Hay algo que los abogados no pueden modificar en este voir dire, y es la persona acusada. Existen características en ellos, o en ellos con respecto a las características del jurado, que parece que también influyen en las sentencias.

Una de ellas es el atractivo físico, siendo este factor más evidente según Penrod y Hastie, (1983) en hombres que en mujeres. Si el atractivo va a acompañado de simpatía, educación y actitud similar entre el acusado y el jurado la tendencia será a la benevolencia. Nos resulta más fácil atribuir una maldad intrínseca a individuos poco agraciados que a personas hermosas, tendiendo entonces a buscar factores externos. Y si son factores externos los responsables, la persona se ha visto “obligada” por la situación, siendo más fácil la absolución o la aceptación de los atenuantes que se aleguen. Nos resulta difícil aceptar la maldad en la belleza porque rompe nuestra idea de que somos capaces de discernir a nuestro alrededor quien es bueno y quien malo y eso nos generaría una gran inseguridad.

Igualmente parece haber una tendencia a ser más benevolente con los jóvenes, explicada desde la idea general de que la edad cronológica debe correlacionar con la responsabilidad, capacidad de control de los impulsos y capacidad de valorar el alcance de los hechos realizados (Unner y Cols, 1980). Cuando esto se puede valorar mucho mejor, es en los antecedentes de las personas, las características de la comisión del delito y sobre todo, las acciones posteriores que haya realizado el acusado.

Tampoco se pueden cambiar las características de la víctima. Y también se encuentran relaciones entre ellas y la tendencia en las sentencias en algunos experimentos o estudios. Una de ellas es el atractivo social: a mayor atractivo social, mayor sentencia, aquí entramos en el concepto de los “less death”. El horror de una niña muerta es mayor que el que produce la noticia de una indigente anciana, y no entramos a valorar que a lo mejor la vulnerabilidad o indefensión de ambas era similar. Nos dejamos llevar por la emoción básica. Igualmente, el atractivo en las víctimas de agresiones sexuales condiciona la duración de la sentencia, pero esta reacción es más evidente en los jurados masculinos, como si el no ser bella redujera el impacto del delito (Thornton, 1978). Así de absurdos son nuestros sesgos.

Hay muchísimos estudios más, siendo los más interesantes aquellos relacionados con las características de los delitos, la comunicación durante el proceso, orden de presentación de la información, información factual e información emocional y la percepción de nuestra propia capacidad para distinguir la verdad de la mentira. Si bien, merecerían otro post. Este solo pretendía lanzar algunas reflexiones sobre lo que pensamos sobre el jurado popular y nuestros propios estereotipos sobre su actuación.

El frecuente problema de la elección del presidente en las juntas generales de socios

Una de las primeras actuaciones que hay que verificar a la hora de constituir una junta general de sociedad limitada o anónima es la elección de la persona que la va a presidir. Y muchas veces es una cuestión problemática, hasta el punto de que puede llegar a impedir la propia constitución de la junta.

El presidente de la junta general es una figura central, en torno a la cual pivota toda la reunión, y tiene unas facultades amplísimas, como ha venido a resumir la resolución de la DGRN de 8 de enero de 2018:

  • Declara válidamente constituida la junta, previa confección de la lista de asistentes (art. 192 LSC), y hace constar el porcentaje de capital social presente o representado, lo que implica que en su caso habrá resuelto sobre posibles reclamaciones acerca de la condición de socio o de la suficiencia de la representación alegada. Y también que se ha alcanzado el quorum mínimo para constituirse, en el caso de que a esa sociedad le sea exigible.
  • Autoriza o deniega la presencia en la reunión de otras personas que no sean las que contempla la ley (art. 181.2 LSC).
  • Dirige los debates, manteniendo el orden en la junta y evitando todo obstruccionismo, dando o quitando la palabra según proceda. Esta dirección llega al punto de que puede decidir que determinado asunto del orden del día no sea tratado por no darse los presupuestos para ello, sin perjuicio de que los socios puedan manifestar lo que estimen procedente y ejercer las acciones que consideren adecuadas.
  • Proclama los resultados de las votaciones, lo que supone un recuento que determinará si se ha llegado o no a adoptar el acuerdo, en su caso, con la mayoría reforzada que proceda. Y declara por tanto aprobado o no el acuerdo sometido a votación.
  • El presidente, salvo que sea una junta celebrada con presencia de notario para levantar acta de la misma, aprueba el acta de la junta junto con dos interventores, uno en representación de la mayoría y otro de la minoría.

Como vemos, el presidente tiene una intervención decisiva, antes, durante y al finalizar la reunión, y en caso de sociedades con conflictos entre los socios, lo que es muy frecuente, su papel es simplemente el más importante.  Por tanto, la elección de la persona que vaya a desempeñar esta función es algo esencial.

Pues bien, lamentablemente, la ley regula de manera muy deficiente esta cuestión. El artículo 191 de la LSC dice: “Mesa de la junta. Salvo disposición contraria de los estatutos, el presidente y el secretario de la junta general serán los del consejo de administración y, en su defecto, los designados por los socios concurrentes al comienzo de la reunión”. Resuelve el tema cuando hay un consejo de administración, pero en la mayor parte de las sociedades no hay consejo, sino uno o varios administradores, y tampoco hay previsión estatutaria al respecto. La LSC aboca para esos casos a un círculo vicioso siempre molesto y en algunos casos imposible de romper.

En efecto, como hemos dicho antes, la determinación de quiénes son los “socios concurrentes” es tarea del presidente, previo examen de su identidad y, en caso de estar representados, de la suficiencia de la representación alegada.  Pero al mismo tiempo la LSC dicen que serán esos mismos socios concurrentes los que elijan al presidente, siendo así que en teoría aun no se sabe quiénes son, ni por el todavía inexistente presidente se ha comprobado su identidad ni proclamado su legitimación para asistir. Por lo que esta situación acaba resultando un ejemplo de libro del dilema de qué fue antes, el huevo o la gallina -en este caso, los socios concurrentes o el presidente-.

El proceso de nombramiento de presidente, por esta deficiencia legislativa, es incómodo en todas las ocasiones pero puede ser muy difícil en el supuesto frecuente de que haya discrepancias acerca de la titularidad de las acciones o participaciones sociales. En definitiva, que varias personas aleguen ser socios de la sociedad y tener un determinado porcentaje en virtud de títulos que otras partes no admiten, o incluso que exista una contienda judicial sobre la legalidad de esos títulos. La admisión o no de esos títulos podrá influir en el nombramiento de presidente, a su vez en la proclamación de éste acerca de los socios concurrentes y porcentaje de capital respectivo, y por tanto y sobre todo, en la adopción o no de acuerdos.

Una posible salida a este embrollo es acudir a los efectos que la ley concede al libro registro de socios. El art. 104 párrafos 1 y 2 dice, para las sociedades limitadas: “1. La sociedad limitada llevará un Libro registro de socios, en el que se harán constar la titularidad originaria y las sucesivas transmisiones, voluntarias o forzosas, de las participaciones sociales, así como la constitución de derechos reales y otros gravámenes sobre las mismas. 2. La sociedad sólo reputará socio a quien se halle inscrito en dicho libro”. La llevanza y custodia de ese libro corresponde al órgano de administración (art. 105).   Para las anónimas, el art. 116 regula también un libro registro y que solamente se reputará socio al accionista inscrito en él. La DGRN ha declarado que la inscripción en ese libro supone una presunción iuris tantum  a favor del socio.

Así, en caso de problemas a la hora de determinar quiénes son los “socios concurrentes” a los efectos del art. 191, es decir, para nombrar presidente de la junta, el órgano de administración podría indicar qué socios figuran inscritos en el libro registro y con qué porcentajes, así como comprobar quiénes de ellos acuden presentes y quiénes representados, y, sobre la base de ello, proceder a una votación para elegir al presidente que sería elegido por las mayorías del libro registro. Sin perjuicio de que, bajo su responsabilidad, el órgano de administración podría reconocer como socio a quien acredite dicha condición, pese a no constar el libro registro de socios (resolución DGRN de 4 de marzo de 2015). Una vez nombrado presidente, éste deberá determinar qué socios se encuentran presentes y representados a los efectos de la junta, es decir, teóricamente podría discrepar incluso de lo que el órgano de administración ha apreciado en la previa fase de su nombramiento en cuanto a la admisibilidad o no de la concurrencia de un socio  (y sin perjuicio de las acciones que a cada uno correspondan en defensa de sus derechos).

En definitiva, que para romper el nudo gordiano en el nombramiento de presidente se propone un doble examen de quiénes son los socios presentes y representados: el primero del órgano de administración, para posibilitar la propia elección del presidente del art. 191 de la LSC (recordemos que el administrador está obligado a acudir a las juntas, art. 190). Y la segunda, por el presidente ya nombrado. Esto no resuelve todos los problemas, lógicamente, puesto que si hay discrepancias entre los socios y hay varios administradores y no hay acuerdo entre ellos acerca de esta cuestión, la situación será probablemente irresoluble y no podrá constituirse la junta. Y también, por ejemplo, cuando haya dos bloques de socios al 50% y no se pongan de acuerdo en el nombramiento de presidente.

Para evitar todos estos problemas, es conveniente suplir la mediocre previsión legal con una norma estatutaria que contemple todos los casos relativos al nombramiento de presidente y propongo ésta: “CELEBRACIÓN DE LA JUNTA.- Cuando exista Consejo de Administración, serán Presidente y Secretario de la Junta los que lo sean de aquél, respectivamente. Si la sociedad estuviera administrada por un Administrador Único, éste será el Presidente de la junta. Si fueran varios,  el que los administradores presentes en la junta designen en cada caso, y, si no hubiera acuerdo, se designará entre ellos por sorteo. En su defecto, actuarán de Presidente y Secretario de la Junta los designados, al comienzo de la reunión, por mayoría ordinaria, por los socios concurrentes”.

 

 

Lo que no ha dicho el Tribunal Constitucional sobre la valoración de las escrituras como prueba en la plusvalía municipal

Mucho se ha hablado en los últimos días de la sentencia número 107/2019 del Tribunal Constitucional, de fecha 30 de septiembre, referida al impuesto de plusvalía municipal. En dicha sentencia, el Constitucional obliga a un Juzgado a volver a dictar sentencia, teniendo en cuenta las escrituras de compra y venta de un terreno aportadas por el contribuyente. Se ha querido ver en esta sentencia un pronunciamiento novedoso, y extensible a otros supuestos. Sin embargo, en mi humilde opinión, la referida resolución poco aporta al debate sobre la plusvalía municipal, y sobre la forma de probar, en cada caso, la inexistencia de incremento de valor del terreno.

LA SENTENCIA RESUELVE UN RECURSO DE AMPARO

Lo primero que hay que tener en cuenta es que la sentencia resuelve un recurso de amparo, y no una cuestión de inconstitucionalidad. Esta diferencia es fundamental, y afecta a la forma en que se ha de interpretar el fallo.

Mediante el recurso de amparo, lo que se trata es de poner remedio a las violaciones de derechos susceptibles de amparo constitucional (contenidos en los artículos 14 a 29 de la Constitución) que haya podido sufrir cualquier persona física o jurídica.

En el caso de que la violación de tales derechos se haya producido por un órgano judicial, el artículo 44 de la Ley Orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional, establece los requisitos que deben cumplirse para poder acceder al recurso.

Por tanto, mediante un recurso de amparo, y a diferencia de lo que sucede con las cuestiones de inconstitucionalidad, no se discute la constitucionalidad de norma o precepto alguno, sino que se atiende únicamente al caso concreto planteado por el recurrente en amparo, para dilucidar si se ha vulnerado o no alguno de los derechos susceptibles de amparo constitucional.

Ello ya debe llevarnos a una primera conclusión, y es la de que los criterios e interpretaciones contenidos en las sentencias que se dicten resolviendo un recurso de amparo, por regla general, no serán aplicables al resto de contribuyentes, salvo que se encuentren en una situación idéntica a la del recurrente que solicitó dicho amparo.

EL CASO PLANTEADO ANTE EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

En el caso planteado ante el Tribunal Constitucional, el recurrente en amparo denunció una doble vulneración de sus derechos fundamentales.

Por un lado, consideró vulnerado el artículo 24.2 de la Constitución (tutela judicial efectiva), en la vertiente del derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa. Y ello, porque solicitó que se practicase prueba pericial judicial sobre la existencia o inexistencia de incremento del valor del terreno transmitido; Y dicha prueba fue inadmitida.

Por otro lado, consideró vulnerado el artículo 24.1 de la Constitución, por no haberse valorado las pruebas conforme a las reglas de la sana crítica. Y ello porque, aportó las escrituras de compra y venta del terreno, de las que se deducía una clara pérdida en la transmisión, y éstas no fueron tenidas en cuenta por el Juzgado a la hora de dictar sentencia.

Afirmó el recurrente que la sentencia del Juzgado era además incongruente. Y es que, a pesar de que en su fundamentación se hacía eco de la posibilidad de probar la inexistencia de incremento del valor del terreno, después no aplicó este criterio en el fallo.

A la vista de todo lo anterior queda claro que estamos ante una queja particular, y circunscrita a un caso concreto. El contribuyente denuncia la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva en su caso, y pide al Constitucional el amparo. Pero nada más. No hay, desde luego, ninguna pretensión de que el Constitucional establezca cómo deben valorar Ayuntamientos y Juzgados las escrituras de adquisición y transmisión del terreno, en materia de plusvalía municipal. Y es que ello excedería de los límites del amparo, y las propias competencias del Tribunal Constitucional.

LA DECISIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

En la sentencia que venimos comentando, el Tribunal Constitucional estima el recurso, declarando vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva del contribuyente, por no haberse valorado las pruebas (escrituras de adquisición y transmisión del terreno) conforme a las reglas de la sana crítica.

Por el contrario, no se considera vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva en relación con la denegación de la prueba pericial judicial solicitada. Y es que, considera el Tribunal Constitucional que la prueba fue inadmitida porque no se solicitó en la forma y momento legalmente establecidos. No hay, en definitiva, lesión del derecho fundamental, cuando la prueba se inadmite en aplicación de normas legales cuya legitimad constitucional no puede ponerse en duda.

En la línea con el amparo solicitado, el Tribunal Constitucional declara la nulidad de la sentencia dictada, y ordena la retroacción de actuaciones hasta el momento inmediatamente anterior al de dictarse la sentencia. Y ello, para que el Juzgado de lo Contencioso dicte otra resolución en la que reconozca el contenido del derecho fundamental vulnerado. Es decir, para que valore, y tenga en cuenta, las escrituras de adquisición y transmisión del terreno, antes de dictar sentencia.

La sentencia del Constitucional es, sin duda, un éxito para el contribuyente, ya que le permite dejar sin efecto una resolución injusta, e impone al Juzgado que la dictó, la obligación de valorar las escrituras de adquisición y transmisión del terreno, antes de volver a decidir el asunto.

Pero nadie le garantiza al contribuyente que, valorada dicha prueba, el Juzgado le dé la razón. Y es que el Constitucional tan solo ha declarado que las escrituras deben ser valoradas antes de dictar sentencia. Y no que su valor como prueba sea absoluto o definitivo.

¿Qué valor tienen entonces las escrituras?

EL VALOR DE LAS ESCRITURAS EN MATERIA DE PLUSVALÍA MUNICIPAL

Para saber qué valor tienen las escrituras en materia de plusvalía municipal debe acudirse a la jurisprudencia del Tribunal Supremo que es el que, ante la desidia del legislador, ha ido fijando los criterios que deben tenerse en cuenta a la hora de valorar la prueba aportada por los contribuyentes.

Y en este tema, nada ha cambiado. Sigue siendo válida la doctrina jurisprudencial que emana de la sentencia de 9-7-2018 (6226/2017) del Tribunal Supremo. Afirma el Alto Tribunal en dicha sentencia que, “Para acreditar que no ha existido la plusvalía gravada por el IIVTNU podrá el sujeto pasivo (a) ofrecer cualquier principio de prueba, que al menos indiciariamente permita apreciarla , como es la diferencia entre el valor de adquisición y el de transmisión que se refleja en las correspondientes escrituras públicas (…); (b) optar por una prueba pericial que confirme tales indicios; o, en fin, (c) emplear cualquier otro medio probatorio ex artículo 106.1 LGT que ponga de manifiesto el decremento de valor del terreno transmitido y la consiguiente improcedencia de girar liquidación por el IIVTNU. Precisamente -nos interesa subrayarlo-, fue la diferencia entre el precio de adquisición y el de transmisión de los terrenos transmitidos la prueba tenida en cuenta por el Tribunal Constitucional en la STC 59/2017 para asumir -sin oponer reparo alguno- que, en los supuestos de hecho examinados por el órgano judicial que planteó la cuestión de inconstitucionalidad, existía una minusvalía”.

En definitiva, la aportación de las escrituras de compra y venta del terreno no es más que una de las posibles vías que puede utilizar el contribuyente, para acreditar que el valor del terreno no se ha incrementado.

Pero la utilización de cualquiera de esas vías (en concreto, la aportación de las escrituras) no supone, automáticamente, la estimación del recurso. Ni siquiera en el caso de que de dichas escrituras se derivara una clara pérdida en la transmisión del terreno. Así, declara el Tribunal Supremo en su referida sentencia que “Aportada -según hemos dicho, por cualquier medio- por el obligado tributario la prueba de que el terreno no ha aumentado de valor, deberá ser la Administración la que pruebe en contra de dichas pretensiones para poder aplicar los preceptos del TRLHL que el fallo de la STC 59/2017 ha dejado en vigor en caso de plusvalía”.

Y es que, aunque la aportación de las escrituras de compra y venta supone un sólido principio de prueba de la inexistencia de incremento de valor del terreno, habrá que esperar a ver qué prueba aporta la Administración.

¿BASTAN LAS ESCRITURAS PARA DEMOSTRAR LA INEXISTENCIA DE INCREMENTO DEL VALOR DEL TERRENO?

Lo cierto es que el Tribunal Supremo, en sentencia de 18-7-2018 (recurso 4777/2017), atribuyó a las escrituras la misma presunción de certeza que a las autoliquidaciones presentadas por un contribuyente. Se presumen ciertas para los contribuyentes (artículo 108.4 de la LGT). Y la Administración puede darlas por buenas, o comprobarlas (artículo 101.1 LGT).

Del mismo modo, en sentencia de 5-3-2019 (Recurso 2672/2017), declaró que no es exigible ningún medio de prueba adicional a la aportación de las escrituras. Es decir, no puede exigirse al contribuyente la aportación de una prueba pericial, para complementar el valor resultante de escrituras. No obstante, la práctica judicial demuestra que dicha prueba complementaria siempre será conveniente.

Sin embargo, el Supremo también ha declarado que los valores resultantes de las escrituras no son válidos en todos los casos. Así, en sentencia de 17-7-2018 (Recurso 5664/2017), declaró que los valores contenidos en las escrituras constituyen un principio de prueba de la inexistencia de incremento de valor, a menos que fueran simulados. Introduce por tanto el Supremo, la posibilidad de que los valores consignados en las escrituras de adquisición y transmisión de un terreno no siempre sean un instrumento válido para acreditar la inexistencia de incremento de valor del terreno.

Dentro de estos casos “dudosos”, tenemos las transmisiones onerosas entre familiares, o entre sociedades con vinculación, y también las transmisiones lucrativas (herencia y donación).

CONCLUSIÓN

En definitiva, en el caso resuelto por el Tribunal Constitucional, el Juzgado deberá volver a dictar sentencia. Y tendrá que hacerlo teniendo en cuenta las escrituras aportadas por el contribuyente, y la forma en que, según ha declarado el Tribunal Supremo, deben ser valoradas.

Y esto es así en todos los recursos interpuestos contra liquidaciones del impuesto de plusvalía municipal. No hay, por tanto, novedad alguna en la sentencia del Constitucional. Al menos, en lo que a la valoración de las escrituras como medio de prueba se refiere.

Eso sí, la sentencia recuerda a los Juzgados que, antes de dictar sentencia, tienen que valorar toda la prueba aportada por los contribuyentes, si no quieren vulnerar su derecho a la tutela judicial efectiva.

Prisión permanente revisable: una visión a favor

Dice el refranero que el tiempo lo cura todo. Y, hasta hace bien poco, también lo decía el sistema penal español. Una concepción fuertemente arraigada en la democracia española que, sin embargo, se vio alterada el 31 de marzo de 2015, con la publicación en el BOE de la modificación de la LO 10/7/1995, de 23 de noviembre. Con ella, además de otras medidas igualmente polémicas, se introdujo en el ordenamiento la Prisión Permanente Revisa (en adelante ‘PPR’) de acuerdo con la cual el tiempo, por sí solo, no puede curarlo todo. O esa es, al menos, la interpretación que he propuesto en Prisión permanente revisable. Una nueva perspectiva para apreciar su constitucionalidad en tanto que pena de liberación condicionada, publicado el pasado septiembre con la editorial Bosch Editor.

Para muchos, la incorporación de esta nueva institución en el acervo punitivo estatal supone un importante retroceso legislativo, una concesión al Derecho Penal del Enemigo, o una muestra de populismo punitivo. No obstante, y de acuerdo con mi parecer, muchas de estas críticas provienen de la incomprensión, de ver en la PPR una suerte de cadena perpetua algo maquillada para –digamos- “colársela” al Tribunal Constitucional. Ciertamente no conozco cuál fuera la intención efectiva de sus impulsores, ni si deseaban realmente revivir esta antigua pena. Sea como fuera, sostengo que es posible otra comprensión de la cuestión, viendo en la PPR un punto medio virtuoso entre los dos extremos en los que parece encausarse el debate. Por un lado, que cualesquiera que sean los delitos cometidos, la estancia en prisión es suficiente para enmendarlos –que el tiempo lo cura todo-, y por otro, que determinados actos son tan graves y nocivos para la sociedad que su autor no merece jamás una segunda oportunidad –que el tiempo no lo cura todo. Como expondré a continuación, existe una tercera vía más atractiva con la que sintetizar lo mejor de ambos mundos.   

El libro que presento está dividido en dos partes. Una primera de corte descriptivo en que repaso la historia de las penas perpetuas en el Derecho español moderno, detallo la compleja (y mejorable) regulación de la PPR, hago una pequeña comparativa con sus análogos europeos para acabar repasando la jurisprudencia nacional y comunitaria más relevante. En la segunda parte, de tipo filosófica, abordo el meollo de la cuestión: responder al consenso casi unánime de la doctrina de acuerdo con el cual la PPR sería, además de indeseable, inconstitucional. ¿Es así realmente? En esta ocasión querría centrarme en las tres críticas más repetidas, y a las que mayor espacio dedico en el texto: que la PPR es inhumana, no resocializadora e innecesaria y, por ende, contraria a la Constitución. 

En contra de la alegada inhumanidad cabe argumentar que, si una pena es de una naturaleza tal que no merezca el anterior reproche –como sería la pena de prisión-, entonces no se volverá inhumana cuando su finalización se condicione al cumplimiento de determinados requisitos, (siempre y cuando estos sean razonables, estén al alcance del reo y se hayan definido adecuadamente). En efecto, “imaginemos a un ladrón que hubiese sustraído una gran cantidad de dinero, joyas, arte etc. ¿La pena de prisión que se le impusiese se volvería inaceptable por el hecho de que se condicionase la liberación a la revelación del lugar donde escondiera su alijo (en el caso de que efectivamente existiese tal lugar)? ¿Se volvería inaceptable la pena de prisión impuesta al asesino por condicionar su finalización a que el mismo revelase el lugar donde se enterró el cadáver y así permitir que la familia pudiese darle adecuada sepultura? (p.64-65)” ¿Se volvería inaceptable la pena de prisión impuesta a un violador por condicionar su finalización a que este colaborase diligentemente con la víctima en sesiones psicoterapéuticas que pudieran ayudarla a superar el trauma sufrido? Ciertamente no lo parece. Ahora bien, más allá de estos ejemplos, ¿cuáles podrían ser estos criterios de liberación? Pasamos entonces a la segunda crítica.

No cabe duda que la actual legislación de la PPR adolece de problemas muy sustanciales, tal y como destaca acertadamente López* (2018). Sin embargo, ello no implica que no sea posible abordar esta cuestión con más rigor y acierto, en particular, en lo que atañe a los criterios de revisión, hoy centrados en variables cuestionables como la situación familiar y social del reo, sus antecedentes o las circunstancias del delito. Pues bien, si aquello que nos preocupa es atender al mandato del art. 25.2 CE nada mejor que exigir como condición de liberación con la que acceder a una segunda oportunidad, precisamente, el habérsela ganado. ¿Cómo? Esforzándose en reparar o aliviar el daño cometido –ya sea mediante la socorrida responsabilidad civil o, mucho más interesante, mediante medidas de justicia restaurativa- y, muy importante, haberse reinsertado efectivamente, es decir, gozar de un pronóstico de escasa peligrosidad. De este modo, el perdón social no se ofrecería a cambio del mero paso del tiempo, sino que debería ser ganado por el propio reo lo que, a su vez, le ofrecería una posibilidad real de redención, daría cumplimiento al mandato constitucional y aumentaría la seguridad pública. 

Llegamos entonces a la tercera crítica habitual con que descalificar a la PPR: su alegada futilidad. Así se argumenta que, en contra de lo defendido en la Exposición de Motivos, con la PPR se habría dado un endurecimiento penal innecesario ya que, como es sabido, penas mayores raramente conllevan menos crímenes. Comparto tal principio, ahora bien, ¿acaso agota la prevención general todo el campo de la seguridad? Como ahora sugería, en el análisis de la PPR también hay que ponderar las ganancias que se obtengan desde el punto de vista de la prevención especial que, por razones obvias, son significativas. Y es que “A menos que uno postule la inexistencia de criminales irreformables (para algunos delitos) parece sensato –y necesario- que los Estados dispongan de los medios para hacerles frente […] A menos que uno considere que las medidas de libertad vigilada serán suficientes en todos los casos, debería concluirse que la PPR sí aumenta la seguridad (por la vía de la prevención especial negativa) y que, por tanto, no puede ser considerada una medida fútil. (p.111)”. Dicho de otro modo, sin la PPR debería liberarse a un preso (de homicidio, de secuestro, de violación etc.) aun cuando se supiera que volvería a reincidir –como ha sucedido en diversas ocasiones. En cambio, con la PPR esta sería una situación que, si bien no se eliminaría, sí podría reducirse significativamente. 

Introducía esta breve discusión hablando de extremos viciosos, ¿de qué modo ocupa la PPR el punto medio virtuoso? La PPR destaca por oponerse por igual a la idea de que existen actos imperdonables –i.e cadena perpetua o pena capital- como a su opuesta, esto es, que el tiempo lo cura todo -de modo que el confinamiento pasivo en prisión sea suficiente para volver a la vida en sociedad-.  Pues bien, bien entendida, la PPR “propone que el perdón siempre es posible, pero siempre y cuando uno se lo gane. Luego, con la PPR nadie se ve privado de una segunda oportunidad, ni tan siquiera aquellos que las hayan arrebatado todas de las formas más reprochables. Eso sí, esa segunda oportunidad no se regala, sino que se le pone un precio: haberse esforzado por minimizar el mal causado y haberse reformado hasta el punto de no constituir un grave peligro para la sociedad. (p.132)” Bien regulada y acompañada de los medios adecuados, esta nueva sanción puede convertirse en una herramienta muy versátil en la que combinar los distintos fines de la pena con más precisión y justeza de la que normalmente es posible. Analizada con detenimiento, y abstrayéndose de las connotaciones y los simbolismos que acompañan este debate, la PPR aparecerá como una medida en sintonía con los principios y valores que deben regir en una democracia avanzada. 

 

* LÓPEZ PEREGRÍN, C. (2018). “Más motivos para derogar la prisión permanente revisable”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, núm. 20-30, pp. 1-49.

Lealtad constitucional y separatismo (reproducción de la Tribuna de nuestro editor Ignacio Gomá Garcés en El Mundo)

(Ver la publicación original aquí)

 

Dos sentencias señalan la metamorfosis del cuasisofisticado nacionalismo catalán hacia formas más pedestres. En la primera, el Tribunal Constitucional anuló varios artículos de la reforma del Estatut que promovió Zapatero sin que nadie se lo pidiese y que fue permitida por el triunvirato socialista, nacionalista y verde a sabiendas de que sería declarada inconstitucional. En la segunda el Tribunal Supremo condenó a doce líderes separatistas por dar un golpe de Estado.

La primera sentencia sería utilizada como pretexto para alimentar la indignación que después permitiría poner en marcha el llamado procés, un proceso soberanista guiado por una hoja de ruta cuyo objetivo final era la independencia de Cataluña. Aquel dulce nacionalismo, carismático, paciente y pedigüeño, que usaba dos varas de medir pero que, como dice Savater, no llegaba a insoportable, mudó así de piel hasta convertirse en un movimiento separatista en constante y contumaz desafío al Estado.

No importaron las innumerables advertencias que entre 2014 y 2017 les fueron notificadas, porque los líderes separatistas siguieron adelante con un plan que en realidad no tenían agallas de cumplir: un referéndum repleto de épica pero desprovisto del rigor más elemental, una conmovedora DUI suspendida a los ocho segundos, otra DUI sin efectos vinculantes. Atrapados en un callejón sin salida, el de haber educado a su electorado en la desobediencia, siguieron hacia adelante hasta que la perpetración del golpe de Estado obligó a las autoridades a desactivar el plan por las malas.

Ahora la sentencia del procés abre una nueva etapa. Si en unos pocos años, y solamente por declarar inconstitucional lo que era inconstitucional, el independentismo llegó a abrazar la vía unilateral, la ilegalidad, el dominio del espacio público y el señalamiento al diferente, además de dar tímidas muestras de violencia, no hemos de dudar que, tras la condena de nueve líderes separatistas a más de nueve años de prisión, utilizará la sentencia del Tribunal Supremo como pretexto para la rebeldía, quién sabe en qué grado esta vez.

Por lo pronto, mezclando indebidamente cuestiones políticas con la ineludible aplicación del Derecho, desde la publicación de la sentencia se han provocado incendios, se han cortado carreteras y vías del tren y bloqueado aeropuertos; se han construido barricadas; se han lanzado objetos; se ha herido a centenares de agentes; y se ha atacado a varios ciudadanos.

A la vista de lo anterior, en las reuniones celebradas el pasado miércoles en Moncloa los principales líderes políticos instaron al Gobierno a la adopción de medidas como la aplicación de la Ley de Seguridad Nacional o del artículo 155, o la declaración del estado de excepción en Cataluña. Pero, pese a su contundencia, dichas medidas tienen la desventaja del intrusismo: se conciben como una ilegítima intervención en su autonomía y utilizadas en un abuso injustificado de poder, lo cual, a su vez, genera tensión y más excusas para el victimismo. De nuevo no importa tanto que estas afirmaciones sean justas como que se perciban como tal.

El relato del independentismo apela a cuestiones emocionales que van más allá de la razón. Por ello, en esta nueva fase del conflicto catalán y salvo que lamentablemente se produzca una situación de urgencia que precise de una actuación rápida y contundente (en cuyo caso pudieran resultar necesarias algunas de las medidas anteriores), es preferible acudir a otras estrategias jurídicas al objeto de desmontar ese relato y de acelerar la caída de un conflicto que en todo caso irá cayendo por su propio peso.

La más eficaz pasa por recurrir al clásico divide et impera. Existe un dato a tomar en consideración: la mayoría de catalanes -incluso los independentistas- empieza a hartarse del cariz que están tomando las cosas en Cataluña. Es cierto, pero también que solamente lo hace en su fuero interno o, en todo caso, sin mucho aspaviento. Durante años, como una mancha de aceite, el independentismo ha ido desplegando en Cataluña lenta pero inexorablemente una ficción de consenso que hoy pocos se atreven a cuestionar. Mientras unos cuantos independentistas adoctrinan para la causa, el verdadero problema es que la mayoría calla. Y así los más ruidosos, los fanáticos, se invisten de autoridad, porque el silencio de los demás se la otorga -a sabiendas de que, en realidad, no existe tal consenso. Otro dato a tomar en consideración: en Cataluña se tiene la sensación de que enfrentarse al independentismo sale mucho más caro que enfrentarse al Estado, lo cual, al contrario, es recompensado social y profesionalmente.

Pues bien, es preciso invertir los términos, es decir, desmantelar esa ficción de consenso y garantizar que la deslealtad al Estado resulte más perjudicial que la sumisión al separatismo. A este respecto, la regulación de un principio de lealtad constitucional pudiera ser de utilidad.

Muchos se resisten a reconocer una cualidad militante a nuestra Constitución, pero lo cierto es que vivimos en un Estado casi federal acusado, sin embargo, por una enorme dispersión legislativa y ejecutiva y por la cesión de competencias importantísimas a diversas regiones sin pedir nada a cambio. Al margen de que dichos pactos sirvieran para investir a uno y otro presidente: ¿por qué el Estado cedió a Cataluña, por ejemplo, competencias en materia de justicia, prisiones, sanidad o hacienda sin asegurarse de que, por lo menos, las ejercerían de manera leal, y no para golpear al propio Estado, al cedente, con ellas?

El principio de lealtad constitucional tiene su fundamento en los de unidad, solidaridad interterritorial y autonomía que configuran el Estado autonómico y, por tanto, reivindicarlo no es otra cosa que reivindicar la Constitución, y los derechos y obligaciones que de ésta derivan: igualdad, libertad, unidad, dignidad, separación de poderes y solidaridad.

Las medidas concretas a adoptar son variadas, desde la consagración legal de la obligación de jurar o prometer acatar la Constitución para quienes acceden a un cargo público (en aplicación de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional) o la previsión de consecuencias jurídicas y económicas para aquellos organismos de la Administración que incumplan el mandato constitucional, hasta la imposición de sanciones a aquellos miembros de la función pública que obstaculicen por acción u omisión el cumplimiento de las leyes. En definitiva, la idea consiste en diseñar incentivos que sirvan al interés general y, a la vez, disponer dificultades para quienes pretendan entorpecer el cumplimiento de esos incentivos.

No se trata de dividir a la población catalana (ya está dividida), ni de convencer a los independentistas más creyentes de su error (sería inútil), ni a los constitucionalistas más convencidos de su acierto (sería innecesario), sino simplemente de dejar que el ideal romántico que enarbola el independentismo se dé de bruces con la realidad del ciudadano medio sin tiempo para revueltas posadolescentes, y desfallezca por sí mismo. Las penosas circunstancias han obligado a los mossos, antes indulgentes con los manifestantes, a dar el primer paso. Algunos comerciantes y unos pocos ciudadanos, hasta las narices de cargar con los costes de las protestas, también.

El independentismo sería apenas un estorbo si los que se oponen a él hiciesen el mismo ruido. Pero la aquiescencia de éstos, aunque cívica y muy comprensible, convierte a aquél en una inquietud permanente. A fin de convivir en paz, es indispensable adoptar medidas que apuesten no solamente por el restablecimiento del orden, sino también por la total desarticulación jurídica del separatismo, el mismo que enmudece injustamente a una parte de la sociedad catalana y se toma la justicia por su mano.

 

 

(Imagen: Alejandro García – EFE)

El valor de la igualdad

Nuestra Constitución de 1978, en su primer artículo, además de configurar la naturaleza de nuestro Estado como social y democrático de Derecho, expresa que dicho Estado propugna como valores superiores la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. Esta norma de apertura contiene, pues, la decisión política y constitucional esencial de toda nuestra arquitectura constitucional.

Sobre uno de esos valores superiores, el de la igualdad, vamos a dejar unas líneas. En nuestro ordenamiento constitucional conviven dos conceptos muy distintos del valor superior de la igualdad. Lo más común es entender la igualdad en su vertiente formal de igualdad ante la Ley. Esta es la versión más conocida, con más recorrido histórico. Es el principio que consagra el artículo 14 de nuestro actual texto constitucional cuando proclama que “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

Aparentemente, con esta literatura jurídico-constitucional pareciera que estemos ante una regulación completa, redonda, cerrada, de la igualdad. Pero en realidad, es una mera declaración formal. Pero, en la realidad social y económica de cada persona, ¿qué instrumentos de gestión púbica harán posible que este esencial y lato valor sea real y efectivo?. Esta es la gran cuestión y debiera ser el principal objeto de trabajo de nuestros poderes públicos.

Como anticipaba al inicio, en nuestra Constitución aparecen dos conceptos de igualdad. El otro, mucho más importante desde mi punto de vista, lo encontramos unos preceptos antes, en el artículo 9.2, es la denominada igualdad material. Dicho precepto recoge lo que algunos autores denominan “la cláusula social” de nuestro Estado, es decir, la que posibilitaría un real Estado social real en nuestro país.

Proclama dicho precepto constitucional que corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas. Estableciendo también la obligación pública de remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud, así como la de facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.

Para dar cumplimiento al importante contenido de este artículo 9.2 es imprescindible que los poderes públicos, todos, desde la Administración General del Estado hasta los Ayuntamientos y pasando por las Universidades y otras entidades públicas, desarrollen servicios y políticas públicas dotadas de recursos suficientes para que cualquier persona, con independencia de su condición o situación laboral o económica pueda tener las mismas oportunidades, para que de verdad todos los derechos y libertades proclamadas puedan ser reales y efectivos, para evitar que solo una minoría privilegiada tenga dichas opciones de manera real y efectiva.

Lamentablemente, en las dos primeras décadas del siglo XXI, debido a la crisis económica, se han desarrollado políticas de debilitamiento de servicios públicos con la finalidad, nos decían, de salvar el sistema en su conjunto, dejando atrás a las personas.

Pero, una democracia (en nuestro texto constitucional, una “sociedad democrática avanzada”) no puede dejar tirados sin recursos a las personas víctimas de esa crisis. Un Estado social y democrático de Derecho, que es como se define nuestro Estado, ha de garantizar con recursos públicos la igualdad, condición indispensable para que haya libertad plena. Y para esto, no se pueden anteponer intereses económicos a intereses sociales o generales. Y si hacen falta más recursos, los poderes públicos habrán de exigir más aportación a los que más tienen en forma de tributos (principio constitucional de progresividad), pero nunca debieran eliminar servicios públicos, pues ello provoca empobrecimiento social y desigualdad.

La única manera de que se imponga el bien común y los intereses generales es que los poderes públicos cumplan con lo dispuesto en el artículo 9.2 de la Constitución eliminando, removiendo, cualquier obstáculo que impida que la libertad o la igualdad sean reales y efectivas, Y esto sólo se puede conseguir desde lo público, con recursos y servicios públicos.

Es hora ya de que dejen de tirarse como arma arrojadiza el texto constitucional los unos a los otros, y se centren nuestros representantes en que la igualdad sea una posibilidad real, y no una mera oportunidad.

Estudiar Derecho en Reino Unido vs. España. Mi experiencia un año de Erasmus

Amig@ lector/a:

Soy estudiante de Derecho y Estudios Internacionales en la Universidad Carlos III de Madrid. Este pasado curso 2018/2019, gracias al Programa Erasmus+ he estudiado cuarto de carrera en la Facultad de Derecho de University College London (UCL). Mis estudios de Derecho hasta entonces me habían dejado una cierta sensación de desencanto, y llegué a UCL con mucha ilusión no sólo por la experiencia personal sino también por la académica. Este curso he experimentado una manera diferente de estudiar Derecho que me parece, en varios sentidos, mejor. Sin duda mi visión es fruto de mis experiencias particulares, pero, tras cotejar con amig@s de distintas universidades que han hecho intercambios académicos parecidos, considero que mucho de lo vivido es común. Escribo este post no queriendo caer en un “derrotismo ibérico” -que no comparto- sino para sumar una perspectiva al debate sobre la educación que queremos que ofrezcan nuestras universidades.

Empecé la carrera con motivación por entender las normas jurídicas que rigen las relaciones humanas, y por adquirir una herramienta accionable de transformación social como puede serlo el Derecho. Pero demasiado a menudo la dinámica de las clases consistía en copiar lo que en clase se dictaba casi literalmente. No aprendíamos argumentación, pensamiento crítico ni aplicación práctica. Preparar los exámenes solía consistir en memorizar apuntes. El examen luego estaría compuesto por preguntas puramente expositivas, del tipo “Explique cuáles son los principales elementos de la ley X”, o de tipo test, como “¿Cuál es el plazo de prescripción del delito X?”. L@s estudiantes responderíamos y, al poco tiempo, olvidaríamos lo estudiado.

Por ello llegaba a Londres con muchas ganas de estudiar Derecho de la manera en que, por lo que había oído, lo estudian allí. ¿Realmente habría menos memorización y, en su lugar, más argumentación y análisis? A lo largo de 9 meses estudiando en UCL he ido respondiendo a esta pregunta, desde mi experiencia personal. Y lo que he encontrado es que en UCL sí hay que memorizar, y mucho. Hay que estudiarse muy bien las normas jurídicas, y la opinión de distint@s académic@s sobre temas controvertidos. Pero hay una gran diferencia: la memorización no es el fin último. Más bien, lo memorizado se utiliza o bien para resolver un caso práctico o para desarrollar un argumento propio que no se ha impartido como tal en clase.

Es cierto que desde que el plan Bolonia está vigente, al menos en la UC3M, las asignaturas deben impartirse en un 50% de clases teóricas y otro 50% de clases prácticas. Mi experiencia personal ha sido que muchas veces estas “prácticas” consisten en la entrega de trabajos no verdaderamente prácticos sino recopilatorios de información (“¿Qué dice la jurisprudencia sobre el delito X?”). En aquellas asignaturas cuyos profesores realmente dedican las clases prácticas a la resolución de casos, no me parece que haya tantas diferencias entre la pedagogía utilizada en ambos países (o al menos, entre las universidades que yo he vivido como estudiante). Sin embargo, incluso cuando sí se resuelven casos prácticos, sigue habiendo una diferencia clave: la manera en que se estudia la teoría.

Imaginemos la asignatura de Derecho Constitucional en una universidad cualquiera de nuestro país. Un tema de la materia consistiría en los principios fundamentales de la Constitución. Otro tema consistiría en la relación entre Gobierno y Parlamento. Una pregunta del examen sería “Enumere los principios fundamentales de la Constitución”, y otra pregunta sería “Explique la relación entre el Gobierno y el Parlamento”. Para responder habría que describir dichos temas tal y como se recuerdan de los apuntes.

En UCL se impartiría la misma materia en clase. Pero la pregunta del examen sería “Discuta la siguiente afirmación. La dominación del Gobierno sobre el Parlamento es problemática desde un punto de vista constitucional”. No es posible responder a esta pregunta reproduciendo lo estudiado de los apuntes, porque no se ha tratado en clase explícitamente. Sí hay que explicar cuáles son los principios fundamentales de la Constitución, y también la relación entre el Parlamento y el Gobierno. Pero hay que analizar lo segundo a la luz de lo primero, argumentando por qué la relación entre Gobierno y Parlamento –si se considera una relación de dominación- entra o no en conflicto con los principios constitucionales. Para ello, es posible apoyarse en opiniones académicas, pero siempre como apoyo a la propia e intentando incluir y rebatir el punto de vista opuesto. Un ejemplo de respuesta, de muchos posibles, puede encontrarse aquí traducido [ver adjunto: Ensayo adjunto (español)] –aunque no sea para nada perfecto, recibió una evaluación positiva y lo adjunto porque me parece que así se ilustra más directamente.

Para responder a esa pregunta hay que haber memorizado mucho. Pero la memorización sólo es un paso previo, es algo así como hacerse con los ladrillos que luego habrá que combinar para hacer una construcción estructurada y, a ser posible, original –siendo la estructura y la originalidad lo que finalmente se evalúa. La diferencia entre las dos preguntas no tiene nada que ver con el hecho de que el sistema jurídico de Reino Unido sea common law en lugar de derecho continental. Sólo hay que cambiar el tipo de preguntas que hacemos, y eso se puede hacer ya se trate de derecho español o británico.

El tipo de preguntas que se hace en los exámenes también influye en la manera de impartir las clases. En UCL se previene la pasividad porque se espera que l@s alumn@s lleguemos a clase habiendo hecho lecturas previamente asignadas, -aunque muchas veces lo que termina ocurriendo es que se hacen las lecturas después de la clase. Es cierto que en UCL también hay lecciones magistrales en las que el profesor imparte materia, y que también hay que tomar muchas notas, pero rara vez hay que copiar literalmente porque de antemano se proveen resúmenes muy elaborados para que l@s asistentes puedan escuchar en lugar de copiar frenéticamente. Además, las clases son grabadas de modo que luego se puede volver a ellas desde la plataforma virtual, pudiendo escucharse tantas veces como se quiera. Esto, me parece, sería impensable en España, precisamente porque lo que se evalúa es la repetición de contenidos y por tanto se entiende que el valor aportado por el/la docente únicamente es la transmisión de dichos contenidos en lugar del planteamiento de preguntas críticas o el acompañamiento en el análisis. Grabar las clases, por tanto, equivaldría a sustituir al docente en la única función que se le atribuye y por eso sería impensable.

Otro detalle, no estrictamente relacionado con la memorística pero a mi juicio también importante, es que las evaluaciones en UCL son anónimas. L@s estudiantes no escribimos nuestro nombre en exámenes ni trabajos sino un código numérico. Esto previene sesgos -negativos o positivos- por parte de quien corrige. Por otro lado, se recomienda que utilicemos un estilo de expresión lingüística sencillo y directo. Se nos anima a moderar la ornamentación verbal, la subordinación oracional múltiple y el hipérbaton -instrumentos considerados más adecuados al ámbito de la creación literaria que al de la academia jurídica. El objetivo de esto es que l@s estudiantes demostremos que sabemos explicar con claridad los conceptos aprendidos y que podemos relacionarlos, y que no utilicemos un lenguaje grandilocuente para dar rodeos si no sabemos responder.

Considero que las consecuencias de un sistema pedagógico como el que he vivido en UCL son muy positivas. Un sistema puramente memorístico desincentiva fuertemente la proactividad y la capacidad de análisis. Poco a poco l@s alumn@s nos convertimos en receptores pasivos de información, hasta el punto de que la pregunta más frecuente que se nos oye hacer en clases de Derecho es “¿puede repetir lo último que ha dicho?” (para apuntarlo bien y poder memorizarlo luego). Es el resultado de un sistema que recompensa la literalidad en la repetición de contenidos, al cual l@s estudiantes nos adaptamos y acostumbramos.

Después de estudiar un año de Derecho en UCL, creo entender por qué en Reino Unido es tan común que l@s estudiantes de una disciplina luego puedan trabajar en otra que no tenga nada que ver. Un@ puede estudiar Derecho y luego dedicarse, por ejemplo, a la consultoría. Porque aunque termine la carrera sin saber sobre el tema en el que se especializa un determinado trabajo, no ha dedicado 4 años a memorizar, repetir y olvidar, sino a considerar distintos puntos de vista, investigar sobre ellos de manera activa, a estructurar y a adaptarse.

Un sistema pedagógico como el de UCL tiene efectos positivos mucho más allá de la empleabilidad de l@s estudiantes. Esta costumbre de análisis y pensamiento crítico nos hace más libres también en la formación de criterios propios en cualquier contexto, favoreciendo una sociedad civil más fuerte. También impulsa una cultura académica en la que las publicaciones no tienen un contenido meramente recopilatorio o histórico, basado en la descripción de lo que ya existe, sino en la que se hacen propuestas para mejorar nuestras leyes e instituciones. La investigación de nuestras universidades tiene un potencial enorme de contribuir al progreso social, no sólo en el campo STEM sino también en el campo del Derecho, a través de la innovación jurídica. Si la tipología de empresas definida en la ley no termina de funcionar, si el proceso de aprobación de las leyes no es óptimo… un estudio analítico y creativo del Derecho permite detectarlo y proponer soluciones que nos hagan la vida mejor.

Podríamos ganar tanto si incorporáramos un sistema pedagógico así a la enseñanza del Derecho. Para conseguirlo no hacen falta grandes cambios estructurales en la universidad. Lo único necesario es cambiar el tipo de preguntas que hacemos a l@s estudiantes en los exámenes. Conseguirlo es urgente. No puede ser que una educación de la mayor calidad sólo esté al alcance de quien puede financiar una estancia Erasmus, o hacer toda la carrera en universidades extranjeras de prestigio. He tenido magnífic@s profesor@s en España que utilizaban métodos muy parecidos a los que he vivido en UCL, pero tenemos que conseguir que dejen de ser una excepción.

 

Exhumación de Franco: ¿una oportunidad para un Memorial de la Guerra Civil y el franquismo?

La exhumación del cadáver de Franco, que si todo va según lo previsto se realizará hoy, ha exigido un procedimiento no exento de problemas jurídicos y técnicos, por no mencionar el debate político -y más en campaña electoral-, que convierten este acto necesario desde hace mucho tiempo en una baza política para unos y otros. En todo caso, cumplido con este complejo trámite y resueltos los aspectos jurídicos más controvertidos no estaría de más reflexionar sobre el destino final del Valle de los Caídos.

A juicio de los editores de este blog la exhumación de Franco ofrece una oportunidad única para alcanzar un consenso político -si es que nuestros representantes son capaces, claro- sobre qué hacer con este monumento. Porque más allá de su significado originario que no se puede desconocer estamos ante un monumento histórico que podría aprovecharse -como se ha hecho con otros monumentos fascistas en Roma, sin ir más lejos- para dotarle de un nuevo significado. Y este significado, a nuestro juicio, debería ser el de un Memorial (o Museo si se prefiere) de la Guerra Civil y el franquismo, de esos que proliferan por Europa y que nos hacen reflexionar a los que los visitamos sobre las tragedias del pasado y la suerte de vivir en una Europa próspera. Efectivamente, este tipo de monumentos ayudan a los ciudadanos no solo a entender mejor el pasado sino a apreciar mejor el presente y, en definitiva, a reconciliarse con su historia.

Por supuesto que no será una empresa fácil pero creemos que es inaplazable. Estamos hablando de una época objetivamente ya muy distante en el tiempo, aunque emocionalmente no lo esté tanto, por diversos motivos que convendría analizar con más detenimiento. Pero la Guerra Civil terminó nada menos que hace 80 años, y quedan ya pocas personas vivas que puedan recordarla y menos haber participado en ella. El régimen de Franco, siendo muy largo, duró menos que la actual etapa democrática. Dos de cada tres españoles no habían nacido cuando Franco murió, y de los que habían nacido muchos eran todavía niños. Es hora de ir colocando estos acontecimientos en el lugar que les corresponde, que es el de la Historia.

A nuestro juicio lo deseable sería despolitizar esta labor y dejar la tarea a los expertos. Cuando visitamos monumentos como el Memorial de Caen o el Monumento a los judíos de Europa asesinados en Berlín (al lado de la Puerta de Brandenburgo por cierto) la impresión que tenemos es que el trabajo que hay detrás es estrictamente profesional. No parece que se hayan tenido en cuenta ni consideraciones políticas ni los sentimientos patrióticos que puedan verse afectados por lo que allí se cuenta, máxime si tenemos en cuenta que muchos alemanes o franceses son descendientes de los protagonistas de aquellas enormes tragedias colectivas en un bando u otro. Entre otras cosas porque la exposición de los documentos y de las imágenes -eso sí, dentro del contexto que se facilita para su mejor comprensión- es suficientemente explicativa para cualquier visitante.

En todo caso, como decía David Rieff en su provocador libro Contra la memoria (Debate, 2012), no se trata tanto de que la memoria sea un deber moral, un acto de justicia y reparación, aunque en ocasiones puede serlo. Para nosotros, es algo más sencillo: se trata simplemente de que conozcamos mejor nuestra Historia reciente a partir de un monumento ante el cual es inevitable detenerse y reflexionar. Y esto es algo que hacemos poco y que como sociedad nos interesa mucho.

 

Transparencia: El rector plagiador sigue dirigiendo proyectos de investigación

Todos recordarán la investigación por un delito contra la propiedad intelectual del exrector de la Universidad Rey Juan Carlos, Fernando Suárez Bilbao. El antiguo rector (2013-2017) se convirtió en una figura mediática, no solo por haberse agenciado, casi íntegramente, un libro del catedrático Miguel Ángel Aparicio, sino por plagiar hasta a su propio padre, entre otros más de 15 autores. 

Tras la demanda ante la Fiscalía de la Audiencia Provincial de Madrid, presentada en mayo de 2017, el Juzgado de Instrucción número 35 abrió diligencias contra él. Esto no provocó la dimisión inmediata del investigado, sino el adelantamiento de las elecciones del rectorado a las que evitó presentarse. Sin embargo, un año más tarde (2018) Fernando volvió a ser llamado a declarar por su presunta implicación en las irregularidades en el máster de Derecho Autonómico de la URJC cursado por Pablo Casado y Cristina Cifuentes. 

Dos años más tarde del inicio del escándalo, la Fundación Hay Derecho ha querido preguntar por la situación académica actual del exrector, y en particular, si forma parte de algún tribunal de tesis. El Portal de Transparencia ha contestado a esta petición alegando que toda la información del profesorado se encuentra en la página web de la Universidad, y un enlace al perfil del exrector.  

Solo hace falta echar un vistazo para comprobar que Fernando Suarez sigue con su labor investigadora y docente. Trabaja como docente en catorce asignaturas del curso actual y aparece como investigador principal en proyectos que tienen fecha de 2019. No parece por tanto que sus problemas de plagio ni los procedimientos pendientes le hayan afectado en absoluto a la hora de conseguir proyectos de investigación, lo que parece un tanto sorprendente Además resulta que Fernando Suarez sigue, a día de hoy, dirigiendo las tesis de alumnos de la Universidad como se puede ver aquí.  

Sinceramente, nos preguntamos si es razonable que un escándalo de plagio del Rector de una Universidad pública no debería llevar algún tipo de consecuencias para el implicado al menos en lo que se refiere a su labor investigadora. ¿De verdad puede ser investigador principal en un proyecto alguien que ha plagiado? ¿Qué tipo de ejemplo puede dar a sus compañeros investigadores? ¿Y a los alumnos? Si este tipo de conductas no tienen al menos un coste reputacional debemos preguntarnos por los modelos académicos que se le estamos proponiendo a nuestra sociedad. 

 

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