Justicia y posmodernidad democrática

A lo largo de la historia, la vinculación entre poder político y justicia ha sido umbilical. El calculus Minervae que atribuyó a Augusto la potestad de dirimir los empates en las deliberaciones judiciales; la titularidad en los condes castellanos para impartir justicia en su territorio con la asistencia variable de eclesiásticos, laicos y boni homines; la fascinación de los ilustrados del siglo XVIII por el mecanicismo newtoniano, reflejado en la voluntad de configurar una administración de justicia a imagen y semejanza de una máquina que aplicara automáticamente la ley aprobada por el parlamento; la vindicación del «pueblo» como emanador de la verdadera justicia, ya fuera a través de «comités revolucionarios de justicia», «tribunales revolucionarios» y «comités de salud pública» de la España de 1936 o del Volksgerischoft nacionalsocialista de Freisler, epígono de la doctrina de Schmitt y del empleo del Derecho como argamasa de la comunidad nacional, desplazando al individuo como objeto de protección de la ley en favor del pueblo o, sin ánimo de exhaustividad, la reacción a esta weltanschaung tras la Segunda Guerra Mundial, de la mano de la teoría de la constitucionalidad del derecho de Hessen,  arquitrabe del nuevo Estado constitucional democrático.

Tras siglos, por tanto, de cohabitación con imperios, teocracias, satrapías, monarquías absolutas, comités revoluciones, dictaduras criminales y democracias homologables, el sistema judicial se pretende mostrar hoy como un irritante obstáculo para el completo desarrollo de la actual y extendida posmodernidad democrática, un nuevo estadio politikí caracterizado por un desacomplejado presentismo, una inmarcesible liquidez moral, un perseverante relativismo semántico y la casi absoluta expurgación de la consecuencia política apreciable, con la inevitable consagración de la inocuidad del mensaje mendaz por un lado y, por el otro, la inquietante presencia de microautoritarismos en el seno de sistemas formalmente democráticos.

A la Justicia se la presenta así, como una institución esclerotizada e incompatible con una sociedad que se autorreferencia ya no en normas, sino en valores superiores y sentimientos inaprehensibles, tales como el diálogo, el consenso, el progreso, la identidad o la empatía. En un ecosistema social y moral tan intensamente friendly y ontológicamente adolescente, la Justicia resulta desabrida y alcanforizante. Es por ello que se impone crear, empleando la neolengua imperante, «ámbitos libres de judicialización», como la política, desnaturalizándose a tal efecto instituciones vinculadas con el sistema judicial y estigmatizando binariamente a los agentes jurídicos, verdaderas rémoras de esta nueva forma de hiperdemocracia, que sitúa la voluntad del pueblo -otra vez, quién nos lo iba decir- por encima de leyes y procedimientos, legitimando así una forma de dominación capaz de socavar el Estado de Derecho a favor del ejercicio autoritario de la voluntad política.

¿Significa esto que la justicia deba ser refractaria a las bondades de la posmodernidad? En absoluto. No tiene ningún sentido identificar a la Justicia con la razón suprahistórica, inmutable y dogmática carente de sensibilidad social.  La posmodernidad jurisdiccional debe generar en los justiciables el convencimiento de que sus asuntos van a ser tratados no sólo diligente y competentemente sino además de la forma más ecuánime, recta y equilibrada posible. Si no fuese así, resultaría injustificable la expropiación a los particulares de la tentación de hacer justicia por su cuenta, no en vano, la «potestas» del Poder Judicial es necesaria pero no suficiente para que el sistema se muestre como confiable y digno de respecto; para ello precisa además de «auctoritas», es decir, de la capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión. Y esa cualidad, no puede venir únicamente de la mano de las previsiones legales, necesarias sin duda, pero absolutamente insuficientes si no se logra alcanzar una legitimación social, verdadero marbete identificativo de la Justicia de calidad, y únicamente alcanzable desde la independencia, la transparencia, la previsibilidad y la excelencia doctrinal.

Esto exige establecer una vinculación entre lo bueno y lo justo, una interacción circular entre la definición de los objetivos compartidos de la justicia y la concreción de los valores éticos de la sociedad, proporcionando criterios sustantivos que eviten la dispersión y el relativismo, evitando así particularismos que, bajo la invocación de una pretendida identidad colectiva, termine por socavar las exigencias de la sociedad en su conjunto.

Por eso es perentorio recuperar el discurso del universalismo jurisdiccional, pero no para abstraer y sacar a la justicia de los acontecimientos humanos, sino para, precisamente, preservarla de deletéreos intereses particulares y sectarios, al socaire de un sedicente nuevo paradigma democrático.