La perversión política de la historia: el Manifiesto republicano.

En 1923 el por entonces Rey de España, Alfonso XIII, ante el levantamiento del capitán general de Cataluña, a quien llamó “su Mussolini”, Miguel Primo de Rivera, decidió acatar y asumir el nuevo régimen dictatorial que sucedió a dicho levantamiento, quizás alimentado por el deseo de que el país continuara con la centralización que suponía la dirección del gobierno por un solo un hombre y que, además, garantizara las prerrogativas que las nuevas corrientes socialistas y republicanas querían erradicar del Estado español.

Con el golpe de estado se derogó la Constitución de 1876, sancionada por el padre de Alfonso XIII, Alfonso XII, con las escasas garantías y derechos sociales y democráticos que dicho texto albergaba, las cuales fueron sistemáticamente erradicadas, pudiéndose considerar como epítome de lo que supuso este episodio en la historia de España el cierre del Congreso de los Diputados, innecesarios éstos para la toma de decisiones por parte del régimen.

La posición de la monarquía española ante la llegada de Primo de Rivera no solo no fue hostil, sino que fue una acogida cálida y cordial, teniendo el Rey ante sí la vuelta a unas prerrogativas que en los albores de la dos primeras décadas del siglo XX se veían cada vez menos perdurables. La presión social traducida en salvajes huelgas, así como las aspiraciones democráticas y descentralizadoras por parte de republicanos y socialistas, auguraban un cambio de rumbo que desde el punto de vista de los golpistas era necesario eliminar.

De este modo, mientras unos pensaban en la democratización del Estado y la implementación de políticas modernas que se acercaran a las de los demás países europeos, Alfonso XIII abría los brazos a una especie de consolidación del antiguo régimen y daba un portazo ante los progresistas con hambre de democracia.

Ante tal escenario, en el que se constataba la decadencia de la monarquía y su Rey, abdicando ante el caudillaje militar y condenando a la población al ostracismo, el movimiento republicano continuó con las conspiraciones consecuentes para erradicar la monarquía, abrir el Parlamento, convocar cortes constituyentes e instaurar la República. Se decía, no sin justificación, que el sistema monárquico había fracasado; que, si de verdad España pretendía embarcarse en un estado moderno, social y democrático de derecho, el único sistema que garantizaba dicha posibilidad era el de la República. Hubo un cambio de paradigma. Antes de 1923, la institución monárquica se incluía en la hipótesis de un estado progresista. Después de esa fecha, se dejó de confiar en la monarquía y su Rey.

Esta última conclusión se extrae de los discursos de Manuel Azaña antes y después del golpe de estado; antes de que cambiara su espíritu reformista por su republicanismo radical: “el régimen, forzado a elegir entre someterse o tiranizar, eligió tiranizar, jugándose el todo por el todo. Pues bien, se lo jugó y lo ha perdido”, manifestó Azaña en un discurso pronunciado tras el golpe, para continuar diciendo que, la República, “cobijará sin duda a todos los españoles; a todos les ofrecerá justicia y libertad; pero no será una monarquía sin rey; tendrá que ser una República republicana, pensada por los republicanos, gobernada y dirigida según la voluntad de los republicanos”.

Pues bien, hoy, casi 100 años después, viviendo los españoles en un mejorable pero verdadero Estado Social y Democrático de Derecho, existen partidos con representación parlamentaria que se empeñan en retomar el discurso republicano de principios del siglo XX. Sin embargo, estos partidos, no parecen aterrizar sobre la idea de que el contexto político y social en nuestro país no se parece en nada –afortunadamente- a la época del general Primo de Rivera. Rebus sic stantibus.

Tal es el caso de las fuerzas políticas independentistas firmantes del Manifiesto titulado: “No tenemos Rey. Democracia, libertad y repúblicas”.

Tan solo con el título puede apreciarse la apropiación del discurso del 23; como si hubiera de garantizarse la libertad y la democracia en nuestro país, y como si la única forma de hacerlo pasara por la abolición de la monarquía y la instauración de la República.

Al margen de lo equivocado de demasiadas afirmaciones que pueden leerse en un comunicado de apenas tres párrafos, lo realmente insipiente en este modo de hacer política es el continuo empecinamiento en abrir las brechas del pasado para justificar una supuesta necesidad en el presente. Con una falta de tino burda e irrespetuosa para con el electorado, pronuncian discursos huecos e inventan problemas bajo el paraguas de la historia, descontextualizando radicalmente aquellos hechos en cuya realidad se justificaban, para tratar de incorporarlos al discurso actual sin tomarse la molestia de analizar si encajan o no en el presente.

Las aspiraciones republicanas, al menos en su teoría, cuando la monarquía de Alfonso XIII vetó el progreso del país, suponían una respuesta lógica y justificada, pero, sobre todo, necesaria. Un siglo después, el debate republicano tiene desde luego cabida en nuestra democracia, como muchos otros, pero si perdemos de vista el contexto sociopolítico actual, lo que se obtiene es una perversión histórica; un contumaz falseamiento dirigido a radicalizar el voto del “conmigo o contra mí”, alimentando las luchas que en su día existieron y felizmente fueron superadas.

No se dan cuenta o les es rentable aun siendo conscientes, de que con su argumentario se ponen a la altura de esos temibles partidos que vienen supuestamente a acabar con la democracia y las libertades como reencarnación del episodio más triste de nuestra historia contemporánea.

Parece inevitable hacer una interpretación ventajista de la historia, pero resulta temerario e irresponsable, y por tanto debiera ser intolerable, utilizar esta interpretación como arma arrojadiza contra enemigos o adversarios políticos, pues este debate trasciende a la ciudadanía con la misma falta de rigor y reflexión científicos con la que los propios partidos juegan, despertando las oscuras pasiones que ya afloraron en las sociedades de la primera mitad del siglo XX, con las consecuencias de sobra conocidas.