Liquidez judicial: una aportación «creativa» al combate frente al Covid-19

Desde antiguo, la literatura jurídica se ha ocupado en múltiples y numerosas ocasiones de analizar y estudiar el papel «creativo» de la jurisdicción, es decir, la importancia de la jurisprudencia como fuente creadora del Derecho —cuestión aceptada en los sistemas de common law, y más discutida en los continentales— y su influencia en lo que podríamos denominar como la «vida real»: el entorno tangible de desarrollo humano relacional que es afectado, directa o indirectamente, por las decisiones de los jueces y tribunales. A este respecto, especialmente ilustrativos resultan los trabajos, entre otros muchos, de Taruffo o Ferrajoli. Sin embargo, quizá por ese aspecto o cariz esencialmente estructural o burocrático que Weber se ocupó de imprimir en la Administración, poco o nada se ha escrito sobre el papel «creador» de esa misma Administración que, a veces por un ejercicio de abstracción analítica, otras por simple limitación de progresión práctica, es vista como un mero brazo ejecutor, maquinal y ausente de dirección intelectual cuando, precisamente, es esa la premisa elemental que legitima toda organización pública: su servicio útil al propósito de una idea, creando riqueza en la acepción más amplia del sustantivo. Desde la conciencia en esa consideración de que la Administración y sus servidores públicos debemos ser útiles y creativos, en una manifestación positiva de nuestra propia definición, las líneas siguientes buscan ofrecer una propuesta original, de recorrido necesariamente limitado, sí, pero también de vocación amplia, al servicio de una lucha que se avecina sin cuartel: la que tendrá lugar, superada la crisis sanitaria, frente a los devastadores efectos económicos de la pandemia del coronavirus en el tejido económico.  

Como punto de partida, debemos subrayar una noción que con demasiada frecuencia es olvidada: el crucial papel que ostentan los órganos judiciales en la ordenación de las relaciones económicas. Efectivamente, y sin necesidad de cita de Adam Smith u otros pensadores que con mucho tino describieron esta realidad, es claro e indiscutido que la penetración de la controversia jurídico-civil en la esfera jurisdiccional conlleva que, en último término, sean los jueces y tribunales quienes hayan de decidir sobre cuestiones con incidencia en los marcos micro y macroeconómico. Pensemos, por ejemplo, en que detrás de un aparentemente anodino contencioso mercantil, muchas veces —muchas— se esconden auténticas batallas por el liderazgo de un sector productivo o por la continuación de una actividad a la que se encuentran ligados, como terceros, proveedores, acreedores y otros interesados. ¿Alguien puede negar que los pleitos de competencia no tienen ya hoy afectación internacional o que la litigación masiva en pleitos de consumidores ha cambiado la forma de articular las relaciones de financiación clásicas entre entidades de crédito y particulares? Actualmente, el binomio Derecho y Economía se ha confundido tanto en sí mismo que es muy costoso, cuando no imposible, diferenciar cuál es una decisión jurídica y cuál una económica. La realidad de todo esto, sin embargo, no va acompañada de una conciencia absoluta sobre este presente ontológico: todavía algunos juristas piensan que sus decisiones no producen derivadas económicas.

Consecuencia de esa mutación de lo jurídico en lo económico es la cuenta de consignaciones y depósitos que se prevé en determinadas leyes (por ejemplo: en la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil), pero cuya regulación normativa más específica viene dada por el Real Decreto 467/2006, de 21 de abril, por el que se regulan los depósitos y consignaciones judiciales en metálico, de efectos o valores. Dicha cuenta de titularidad pública es la caja de recepción de los distintos conceptos económicos judicializados; o si se prefiere «efectos judiciales de una realidad económica»; en este caso, el orden de factores no altera el producto. En la cuenta de consignaciones y depósitos de los distintos órganos judiciales se reciben, día a día, y de forma masiva: multas, indemnizaciones, depósitos para recurrir, cantidades embargadas, retenciones salariales…Y aunque no existan estadísticas fehacientes sobre el volumen de dinero ingresado y gestionado, es más que seguro que éste, diariamente, permite hablar en términos absolutos de millones de euros. Mucho dinero. Muchísimo.

El llamado «inmovilizado judicial» obtiene destino, previo el dictado de las correspondientes resoluciones judiciales o procesales, a través de los diferentes mecanismos que permite la aplicación informática de la cuenta de consignaciones y, por supuesto, el Real Decreto 467/2006, de 21 de abril; habitualmente: transferencia bancaria directa «cuenta a cuenta», o expedición de mandamiento de pago a favor del beneficiario del activo judicial. Sin embargo, por causa de la crisis financiera de los últimos años, de sus correspondientes modificaciones societarias, de las cesiones de crédito en globo o, en muchas ocasiones, del desinterés de las partes, muchos de esos «inmovilizados» comenzaron a «dormir» en las cuentas de los distintos órganos jurisdiccionales, sin generar interés de ningún tipo —ni económico, ni de otra índole— para nadie. Estos activos olvidados, casi siempre en el ámbito de procedimientos de ejecución forzosa —conocidos en la jerga como los «05» por su código de identificación en el aplicativo— han ido acumulándose a lo largo del tiempo generando «residuos judiciales» cuya salida, si bien prevista por la norma, no obtiene siempre representación práctica. Así, conviene recordar que el artículo 14 del Real Decreto 467/2006, de 21 de abril, prevé en su dicción que las cantidades que no hayan podido ser entregadas a sus destinatarios, tras haber utilizado los medios oportunos para la averiguación de su domicilio o residencia, y las cantidades correspondientes a mandamientos de pago entregados y no presentados al cobro por sus beneficiarios, sean transferidas a la cuenta de «Fondos Provisionalmente Abandonados» —conocida en el acervo judicial como la «9999», igualmente, por los dígitos que la identifican—.  La dirección y gestión de las cuentas de consignaciones y depósitos, debe recordarse, es encomendada por la norma al Letrado de la Administración de Justicia; atribución competencial coherente y razonable con el papel crucial de dicha autoridad en la ejecución de las decisiones del órgano judicial.

Los efectos económicos del Covid-19 sobre la economía en general, y sobre las empresas en particular, serán, con amplia seguridad, desastrosos. Pese que, a diferencia de lo ocurrido en el año 2008, en esta ocasión no existen altos niveles de sobreendeudamiento privado, lo cierto es que la pandemia generará en los meses inmediatamente posteriores a su superación desde la óptica sanitaria, una contracción del consumo, luego de la producción, y finalmente —y en círculo—, de la financiación. Para paliar en la medida de lo posible ese retroceso natural en el sistema económico, es imprescindible que todos los operadores, sean públicos o privados, intenten recurrir a los distintos instrumentos que, finalmente, garanticen la «sangre» del circuito económico: la liquidez. Y en esa búsqueda de liquidez… ¿Qué mejor que aflorar los activos judiciales «olvidados»? Nótese que la medida apenas tiene coste de ningún tipo y que, generalizada por toda la geografía judicial, permitiría no solamente mejorar el saneamiento del edificio judicial, sino —y sobre todo— incorporar a la economía real dinero —millones— cuya utilidad, a tiempo presente, no supera la de la mera anotación contable abandonada: ninguna. En este sentido, el papel de los órganos judiciales, y específicamente el de los Letrados de la Administración de Justicia, podría ser decisivo para ayudar en unos tiempos en los que, más que nunca, la Administración Pública debe ponerse al servicio quienes la legitiman: los ciudadanos. El servicio público debe ser útil y creativo al propósito de la generación de riqueza. La trágica coyuntura nos impone un reto que, ahora o nunca, debemos aceptar.