Los filtros de Moncloa: sobre la libertad de prensa

Hace tiempo que los ingredientes están listos, sólo falta esperar el momento propicio. Son éstos tiempos de crisis en muchos sentidos, si es que no todos los tiempos lo son para el que los vive, y cada año el populismo aumenta sus posibilidades de triunfo sobre la democracia. A veces parece que alguien decidió que los primeros años del siglo XXI fueran parte de éste, y no del siglo XX –donde encajan mejor–, sólo para que ilustraran mejor la historia de nuestra crisis, con sus antecedentes:

Derribado el Muro de Berlín hacía más de una década, el comunismo estaba definitivamente derrotado: se extendió la globalización, crecieron las finanzas y su protagonismo y triunfaron el liberalismo y el capitalismo económico. Hasta finales de la primera década de siglo, este modelo socioeconómico nos condujo a un grado considerable de bienestar, crecimiento y riqueza.

Pero llega la crisis de 2008 y, con ésta, emergen las verdaderas causas de la degeneración del modelo: el desigual reparto de los beneficios (a nivel intrapaís e interpaíses), la aparición de élites extractivas, el distanciamiento entre gobernantes y gobernados, el deterioro del consenso social, nuevas políticas de identidad, etc. Desde entonces, la democracia liberal está constantemente en cuestión (nadie duda ya que el sistema ha de repensarse; el tema es cuánto ha de repensarse) y diversos populismos pugnan por el poder en todo el mundo.

Los hay que aprovechan situaciones de crisis para provocar cambios de envergadura, supuestamente necesarios. Tiene sentido, y por eso hay que estar atentos, no vaya a ser que el cambio sea a peor. Tal cosa parece probable (como explica Matías González en otro post) en Polonia, donde, aprovechando la crisis sanitaria, el Gobierno ha propuesto aplazar las elecciones dos años más para extender el mandato del presidente, y en Hungría, donde su presidente ha recibido poderes para gobernar, no ya por dos años más, sino directamente de manera indefinida. El miedo y las crisis son instrumentos fabulosos para convencer a la población de la necesidad de aprobar medidas atroces. Y hay medidas que, una vez aprobadas, son difíciles de revertir.

La lucha contra la presente crisis sanitaria genera diversas tensiones, pero la que a efectos de este artículo me interesa es la existente entre las medidas sanitarias que necesariamente han de tomarse y el inexcusable respeto a los derechos fundamentales durante la propia crisis. Porque es en situaciones como éstas cuando los ciudadanos son más proclives a disculpar medidas peligrosas por entenderlas ineludibles.

Uno de los puntos delicados que los juristas estamos planteándonos estos días es, en efecto, el de discernir dónde está el equilibrio entre esas dos fuerzas. Esta cuestión ha sido objeto de polémica en los últimos días, a raíz de un manifiesto firmado por un millar de periodistas en defensa de la libertad de prensa que, dicen, el Gobierno pretende mermar.

Lo curioso es que el propio Miguel Ángel Oliver es periodista, profesión que ejerció durante más de treinta años (principalmente en Cadena Ser y Cuatro) hasta que en junio de 2018 Moncloa le ofreció el cargo de secretario de Estado de Comunicación, y pasó entonces a lidiar con los medios de comunicación, últimamente a confrontar con ellos.

Oliver, de lo cual se quejan los periodistas firmantes, estableció un sistema de filtrado y selección previa de las preguntas a realizar por éstos durante las ruedas de prensa celebradas en Moncloa, con la excusa de que las dificultades técnicas no permitían otra alternativa. No es la primera vez que se ve inmerso en una polémica con sus colegas: a finales de 2019, había acusado de “tertulianos” e “insaciables” a los periodistas, que habían protestado por razones parecidas (recomiendo oír las declaraciones del susodicho, pues son ilustrativas).

Criticar abiertamente a la prensa siendo un cargo político es sumamente torpe y contraproducente, doblemente grave siendo periodista. Algunos han jugado a remar contracorriente –de los medios de comunicación–, como Trump, con relativo éxito electoral, menor posteriormente. Pero el caso que nos ocupa no es el de una mera crítica u opinión desafortunada por parte de un diputado, o de un candidato en tiempo de elecciones, sino de un cargo del Ejecutivo con poder real para ejercer limitaciones sobre una libertad tan básica como la de prensa.

Por supuesto, un Estado democrático de Derecho regula todo tipo de salvaguardas para proteger estas libertades fundamentales, sabedor de que, cuando éstas peligran, el conjunto se tambalea. Filtrar y seleccionar de manera previa las preguntas con las que los periodistas habrán de controlar e informar sobre la acción del Gobierno es impedirles de facto preguntar libremente, y ello puede fácilmente considerarse una limitación intolerable del derecho fundamental recogido en el artículo 20 de la Constitución: «1. Se reconocen y protegen los derechos: (…) d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión».

Procede recordar, por ello, que se ha decretado el estado de alarma, no de excepción, lo cual entraña diferencias considerables, detalladas por un artículo publicado hace unos días por Basurto y Bilbao en este blog (y próximamente por otro de Germán Teruel). Resumidamente puede decirse que, mientras que el primero está pensado para graves alteraciones de la normalidad (catástrofes, calamidades, epidemias, desabastecimiento), puede desencadenar limitaciones –pero no suspensiones– de derechos fundamentales y lo acuerda directamente el Gobierno (aunque su prórroga exige la autorización del Congreso), el segundo implica una mayor gravedad, lo cual se infiere de dos requisitos que dispone la Constitución: la necesidad de la autorización previa del Congreso para su declaración y de la posibilidad de suspender derechos fundamentales.

Que se haya declarado el estado de alarma en España significa, por tanto, que el Gobierno no puede suspender el ejercicio de los derechos y libertades públicas (sólo las limitaciones previstas en el artículo once de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio), ni suspender ni limitar en modo alguno la libertad de prensa, a la que las circunstancias le imponen un especial deber de información y control del Gobierno, a la vista de las restricciones que operan en muchas instituciones llamadas a cumplir esa misma función. De hecho, la Constitución establece el alcance del contenido de dicho derecho cuando, por un lado, dispone que su ejercicio «no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa» pero, por otro, exige que en todo caso respete los demás derechos fundamentales «y, especialmente, el derecho al honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la juventud y de la infancia». Está claro que no es este último límite el que se ha sobrepasado, sino acaso el otro.

Por si fuera poco, el ministro de Justicia anunció recientemente que pretendía regular las fake news, esta vez amparándose en una justificación (¿excusa?) que consiste en ensalzar no tanto la libertad de informar libremente como el deber de recibir información veraz (en cuanto al artículo 20 antes citado), y a tal efecto «revisar si el instrumento de defensa de la sociedad es lo suficientemente fuerte y garantista para cumplimentar el derecho» (de recibir información veraz). No niego que este debate ha de llegar, pero desde luego discuto la oportunidad del momento y advierto de que es un campo repleto de minas.

Como decía al principio, las crisis nacionales, igual que las personales, son oportunidades; para mejorar, pero también para cometer errores mayúsculos. Del mismo modo que el PSOE promovió un conflicto de atribuciones ante el Tribunal Constitucional tras las evasivas del Gobierno de Rajoy a someterse al control parlamentario mientras se encontraba en funciones, el Gobierno de Sánchez tiene ahora un deber reforzado de información y de sometimiento a los demás poderes del Estado, es decir, a la ciudadanía a la que ha obligado al confinamiento durante al menos seis semanas; a una restricción, en definitiva, de su libertad.

La prensa, el llamado cuarto poder, que también contribuye –no siempre ejemplarmente– al equilibrio del Estado al conectarnos con el Gobierno, debe cumplir su función, y cualquier limitación que se pretenda a este respecto debe ponernos en guardia. Porque insisto: una vez consolidada una práctica nociva, es difícil revertirla.

 

Imagen: El Confidencial.